Durante
esta pandemia, he reflexionado bastante sobre lo que es, sobre lo que ha
significado para la historia y la cultura, Estados
Unidos. La causa está clara: el 98 por ciento de todo lo que se emite por
televisión, es de inspiración o de factura directamente norteamericana. Y especialmente, por la noche
y por la madrugada, cuando uno viaja de canal en canal no ve sino exactamente lo mismo: basura americana. Una
basura que consiste, sobre todo, en la obsesión sexual y en la violencia como
término medio o común de la vehiculación de todo contenido. He llegado a detestar
las series de abogados y las policíacas, no tanto por la reproducción
intachable de un modelo que arranca de los sesenta- televisivamente hablando –
sino por el machacamiento en el tratamiento de personajes y situaciones. Y no
hablemos de esas series necrófilas de análisis forenses que no existían hasta
hace poco y que son la vuelta de tuerca de lo gratuitamente morboso. Los
norteamericanos son geniales: llegan a imponernos hasta su mal gusto. Y en ese
mal gusto van impresas sus obsesiones inconscientes. Vamos, que si no fuera por
un milagro o un azar, estaríamos a punto de convertirnos al protestantismo. Félix de Azúa lleva razón cuando se
lamenta de que de la antigüedad no nos
hayamos fijado sino en las momias egipcias para hacer deleznables peliculitas
de horror en vez de habernos fijado en la admirable lección griega. Una vez más
hemos copiado a los norteamericanos en su vertiente más infantiloide y
siniestra: el espíritu nórdico, obsesionado con lo monstruoso y espectral, tan ajeno a la luz y
al pensamiento mediterráneos.
La
otra noche, emitieron una película de los hermanos
Marx: Un día en las carreras.
Creía, mientras le echaba un vistazo por encima, pues estaba preparando la
cena, que me iban a cansar los numeritos de siempre, los gags, las
intervenciones de los cómicos, los finales apocalípticos y musicales; creía que
no me iba a hacer ninguna gracia la película por lo estereotipado que tengo ya
a estos personajes y sus obras fílmicas, pero, aunque no llegué a la carcajada,
como ocurría antes, sí que no pude sino
confirmar la genialidad de algún momento de la película y sentir un brote de
entusiasmo cuando todo estallaba en los pasajes musicales más espectaculares. Por
ejemplo, cuando Harpo Marx se
introduce con su flauta, cual Hamelin encantador, en los barrios de población
negra y se suceden interpretaciones muy vívidas. La relación de estos
personajes es evidente: Harpo, parecido al niño por su carácter travieso y su
mudez empatiza, naturalmente, con la gente de color, marginada por la sociedad
mayoritaria y blanca. Este momento del film parecía adquirir desde el pasado,
una sorpresiva intencionalidad con respecto al presente, con los hechos de
estos días: el asesinato de George Floyd,
el ciudadano negro, a manos de la policía…. Al final de la película pensé: una película
así, como esta, no se hace sino para ser más felices, y la felicidad debe tener
alguna semejanza con una película como esta, con una película de los hermanos
Marx. El final, especialmente, de la película,
me puso melancólico – la marcha triunfal de la felicidad - y creo, más allá de hermenéuticas probables,
que algún momento del paraíso debe asemejarse a ese tipo de finales. No lo digo
desde un punto de vista puramente emocional: creo que sería posible, en
este mundo huérfano de filosofías y
teologías, considerar estos productos de ficción, películas como esta de los hermanos Marx, como
un motivo muy serio para la reflexión transcendente.
He
estado viendo fotos de Bob Dylan
inéditas de los sesenta y setenta. He revivido un sueño adolescente que tuve
por esas fechas, precisamente, relacionado con la figura del cantante. A
finales de los setenta, creía que tenía que hacer como Dylan, convertirme en
una suerte de juglar urbano y recorrer caminos y ciudades cantando mis poemas.
Como mi vocación era la escritura pero también la música y además, veía un
parecido físico vaticinador entre Dylan y yo, recuerdo que pasaba tardes
pensando qué recorridos emprendería y cómo fascinaría a las multitudes con mi
arte. Esto fue en Torrevieja. Al regresar a Orihuela, me puse a estudiar solfeo
en el Oratorio Festivo durante unos meses, pero la diferencia de edad con
respecto al resto de los alumnos, hizo que finalmente dejara de asistir. Viendo
estas fotos por las redes he sentido melancolía de estas historias de juventud
pero también tristeza al no haber encarnado un personaje que podría haber sido
yo.
No
podemos imaginar la eternidad, porque no logramos entender qué hacen las almas
de nuestros parientes y amigos, qué tipo de actividad realizan. Sin el concurso
del espacio y del tiempo no ubicamos las cosas, no conseguimos efectuar una
descripción eficaz de lo que sucede. Y la eternidad no depende de estas
categorías.
Dos
frases de Jean Cocteau que suscribo
con entusiasmo, la primera, y sin
comentarios, ambas:
Los poetas deben
vivir por encima de sus posibilidades siempre.
Los poetas agonizan
incluso después de muertos.
¿Quién
actualmente, en Europa, señala a los poetas con esta distinción aristocrática,
sin olvidar el martirio que como tales poetas les espera hasta incluso en la
posteridad, lo cual ennoblece más aún a los más exquisitos cultivadores de la
palabra?
Se me
amontonan los libros a medio leer, pero no importa porque en estos momentos,
literalmente, son mi única compañía. ¿Qué voy buscando investigando a autores
tan disímiles como Hofmansthal, Anne Sexton, Antonio Colinas, Ramos Sucre,
Luis Cernuda? Busco afinidades,
convergencias, semejanzas simbólicas, lo que a pesar de las geografías, lenguas
o tiempos que les separan, identifique un destino, un desasosiego común.
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