Observo
fotografías antiguas de bosques y pantanos. Si no fuera por el tono sepia que
coloca a las imágenes ese aire melancólico o lírico característico, el famoso paso
del tiempo sería inhallable, es decir, no tendría expresión. El tiempo de la naturaleza es otro, distinto
al nuestro. La naturaleza experimenta procesos de transformación que pueden
durar milenios. La gran diferencia de la naturaleza con nosotros – con la
cultura - es la ausencia de un atavío: a
un bosque, a una pradera no le podemos poner un corsé o una pamela. La moda en
la naturaleza no existe. Hay períodos, no
modas. Aun así, he intentado hacer el esfuerzo de pensar la antigüedad
de un paisaje por las características de su foto en cuestión, pero no logro
someter las plantas, las nubes, a singulares modos de evolución específicos de
una década. El movimiento, el desarrollo de la naturaleza excede el marco de
una fotografía. De todos modos, gracias a la fotografía pictorialista, tenemos
imágenes románticas, modernistas, impresionistas de la naturaleza.
Leo
el epistolario amoroso de Miguel
Espinosa entre el asombro y la admiración. Ni Espinosa ni Mercedes, la destinataria,
tenían público en sus sucesivas confesiones. Ahora, con las cartas publicadas
se revelan unos estados de ánimo, unas confesiones y unas reflexiones que al
observarlas nosotros con detenimiento, auscultando del flujo del tiempo,
sorprenden por su singularidad literaria y humana, por la calidad de la palabra
que aquí se da. La rareza de Espinosa reside en esa calidad. Durante el franquismo
más espesamente inyectado en la sociedad, hallamos en las minas secretas de la
intimidad las joyas verbales y sentimentales que son estas cartas, admirables excepciones
de la grisura general.
Antes
he dicho que el tiempo en la naturaleza opera de distinto modo a como lo hace
sobre el ser humano, y que tal operar no se convierte en soporte de una
representación, pero hay que reconocer que estas rosas, fotografiadas hacia
1860, tienen cierto aire patético o espectral. Es más, simbolizan de un modo
muy puro la fantasmidad susceptible de ser expresada estéticamente. Quizá sea
porque la foto copia ligeramente los códigos de un bodegón, es decir, la
fotografía pretende mimetizarse con la pintura, confundirse, momentáneamente
con ella, además de tener en cuenta el poder simbolizante siempre efectivo de
las rosas.
***
Después de mucho tiempo sin escucharla, estoy volviendo a ponerme Radio Clásica. Cómo se nota que el gobierno indescriptible que tenemos ha metido su hocico en donde no tenía que meterlo: ahora se habla demasiado y pretende ser una emisora “no tan seria”.
A veces ocurre que hay autores que escriben sobre materias que no son las estrictamente específicas de sus disciplinas propias y logran desarrollar una perspectiva tan original que casi inician un nuevo modo de aproximarse a tales materias. Por ejemplo, Roland Barthes nunca escribió un libro tan denso y sutilmente estructurado sobre una de las disciplinas de las que era maestro, la semiótica, como el que escribió Juan Benet sobre el mismo tema, El ángel del señor abandona a Tobías. Aunque también es cierto que pocos catedráticos de estética se acercaron a la originalidad que Barthes exhibe sobre la historia y la significación de la fotografía en su libro La cámara lúcida.
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