martes, 6 de octubre de 2020

HILOS DE PALABRAS.

 


Observo fotografías antiguas de bosques y pantanos. Si no fuera por el tono sepia que coloca a las imágenes ese aire melancólico o lírico característico, el famoso paso del tiempo sería inhallable, es decir, no tendría expresión.  El tiempo de la naturaleza es otro, distinto al nuestro. La naturaleza experimenta procesos de transformación que pueden durar milenios. La gran diferencia de la naturaleza con nosotros – con la cultura -  es la ausencia de un atavío: a un bosque, a una pradera no le podemos poner un corsé o una pamela. La moda en la naturaleza no existe. Hay períodos, no  modas. Aun así, he intentado hacer el esfuerzo de pensar la antigüedad de un paisaje por las características de su foto en cuestión, pero no logro someter las plantas, las nubes, a singulares modos de evolución específicos de una década. El movimiento, el desarrollo de la naturaleza excede el marco de una fotografía. De todos modos, gracias a la fotografía pictorialista, tenemos imágenes románticas, modernistas, impresionistas de la naturaleza.

 


Leo el epistolario amoroso de Miguel Espinosa entre el asombro y la admiración. Ni Espinosa ni Mercedes, la destinataria, tenían público en sus sucesivas confesiones. Ahora, con las cartas publicadas se revelan unos estados de ánimo, unas confesiones y unas reflexiones que al observarlas nosotros con detenimiento, auscultando del flujo del tiempo, sorprenden por su singularidad literaria y humana, por la calidad de la palabra que aquí se da. La rareza de Espinosa reside en esa calidad. Durante el franquismo más espesamente inyectado en la sociedad, hallamos en las minas secretas de la intimidad las joyas verbales y sentimentales que son estas cartas, admirables excepciones de la grisura general.  

 


Antes he dicho que el tiempo en la naturaleza opera de distinto modo a como lo hace sobre el ser humano, y que tal operar no se convierte en soporte de una representación, pero hay que reconocer que estas rosas, fotografiadas hacia 1860, tienen cierto aire patético o espectral. Es más, simbolizan de un modo muy puro la fantasmidad susceptible de ser expresada estéticamente. Quizá sea porque la foto copia ligeramente los códigos de un bodegón, es decir, la fotografía pretende mimetizarse con la pintura, confundirse, momentáneamente con ella, además de tener en cuenta el poder simbolizante siempre efectivo de las rosas.   

                                                            ***

Después de mucho tiempo sin escucharla, estoy volviendo a ponerme Radio Clásica. Cómo se nota que el gobierno indescriptible que tenemos ha metido su hocico en donde no tenía que meterlo: ahora se habla demasiado y pretende ser una emisora “no tan seria”.














A veces ocurre que hay autores que escriben sobre materias que no son las estrictamente específicas de sus disciplinas propias y logran desarrollar una perspectiva tan original que casi inician un nuevo modo de aproximarse a tales materias. Por ejemplo, Roland Barthes nunca escribió un libro tan denso y sutilmente estructurado sobre una de las disciplinas de las que era maestro, la semiótica, como el que escribió Juan Benet sobre el mismo tema, El ángel del señor abandona a Tobías. Aunque también es cierto que pocos catedráticos de estética se acercaron a la originalidad que Barthes exhibe sobre la historia y la significación de la fotografía en su libro La cámara lúcida.   

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