miércoles, 3 de abril de 2024

AGENDA DE OBSERVACIONES POETIFORMES




 

Lecturas revitalizantes de Dylan Thomas. Me encantan sus imágenes retorcidas, de índole proteico-órficas. Se trata de una suerte de surrealismo épico, telúrico, local, que estalla en una fuente  imaginativa que confirma el poder luminoso de lo verbal. Sentir de nuevo el poder de la poesía, de su especificidad lingüística y representacional, sentir la poesía como un latigazo de vida.

 

 

Es poeta quien aplica un poder calificador al universo, quien descubre lo que algo significa, quien localiza dónde se encuentra el signo. Es poeta quien disfruta de un modo natural su vocación de semiólogo o hermeneuta irrigando con ello sus creaciones poéticas.

 

 

 

Leyendo a través del diario de Julie Manet la vida provinciana de Mallarmé durante las vacaciones de verano: paseos a orillas del río, pequeñas excursiones, sesteos bajo los árboles, breves recorridos por el Sena en su barquichuelo… Encantador.  Ahora bien, con la llegada del invierno, el poeta retoma la iniciativa con sus reuniones exquisitas de los martes. Ese carácter dulce y tranquilamente aristocrático del poeta.

 

 

Disentir de sí mismo pero  sin contradecirse, precisamente.

 

 

Pienso en la suerte un poco extraña de Joan Fuster. Se trata de una figura que, teniendo en cuenta su inteligente obra ensayística, no se me presenta de frente para poder aceptarla e integrarla en mi orbe literario, debido, precisamente, a la lengua con la escribió la mayoría de sus libros. Hoy su discurso nacionalista se me antoja una antigualla, sólo igual al de los separatistas actuales, es decir, triste, mezquino y anacrónico. Fuster se excitaba defendiendo su lingua y ello lo justificaba, claro está, el contexto franquista del momento. Pero el escritor tuvo la suerte de ver recompensada su obra en ámbitos menos estrechos que los meramente nacionalistas. Dice Kundera que si Kafka hubiera escrito su obra en checo en vez de alemán, no conoceríamos ni su figura ni su persona. En Fuster lo que me molesta es que no se sentara hermano de los grandes escritores en español de la península o del espacio latinoamericano. De este último sólo nombra a Borges y no sé hasta qué punto el Borges que él conociera es el Borges universal que hoy conoce todo el mundo.

 



 

Me fascina Jhon Ashbery. ¿Se puede saber qué demonios quieren decir sus poemas, qué son? Cómo es que alcanzó tanta fama con estos grumos verbales sobre cualquier cosa y nada. ¿El equívoco se encuentra en la traducción, en la fenomenología, en el rastreo más o menos azaroso de la inmanencia?

 

 

 

Leyendo una selección de textos de Plinio El  Viejo. Cómo sorprende siempre leer a los clásicos greco-latinos. Uno descubre, no que estuvieran sino que están a la vanguardia de todo. El tiempo, de pronto, multiplica sus dimensiones y ámbitos. Cuestiones que creíamos ser los primeros en dirimir y cuestionar ya estaban presentes en las bocas de estos filósofos. Nuestra originalidad es más ocasional que conceptual, tecnológica que originaria. De casi todo lo que ha ocurrido tienen ellos noticia o experiencia. Demuestran lo antiguas que son prácticas o tradiciones que suponíamos nuestras. Consultando a los antiguos nos apercibimos, simultáneamente,  de lo antigua y corta que es la historia, de la adolescente vejez del tiempo.

 

 

 

El aforista, el poeta sale al espacio exterior con su cuaderno de campo a detectar en los pliegues de todo acontecimiento señales vibrátiles de galaxias prensadas de signos.

 

 

El novelista, pensador o poeta que consignó por escrito las incidencias varias de su experiencia lo hizo gratuitamente y nos legó con ello un tesoro para descifrar tanto el progreso de los tiempos como las características de la naturaleza de que se compone  la aventura humana. Yo puedo tener en cuenta lo que el artista nos ha dejado, olvidarlo o someterlo a análisis,  para contrastarlo con la índole de mis propias experiencias. La libertad con que se ha vivido con intensidad lo que se haya vivido, determina el que yo tome como referencia tales textos a modo de punto de salida de todo lo que esté dispuesto a vivir de ahora en adelante.  Eso es lo que me fascina: lo que un artista del pensamiento o la palabra vivió, fue algo, en definitiva, azaroso. Pero su calidad ética o estética será ejemplar si en mi análisis considero lo descubierto por ellos como un valor.  

 



Hablan de Charles Baudelaire por la radio en un programa musical y como si fuera un crío me entran unas ganas tremendas de volver a leerlo, de terminar de disfrutar los ensayos que todavía me quedaron pendientes. Baudelaire es el poeta de la modernidad por excelencia. Su obra es una apasionada y rabiosa protesta contra todo lo que de mediocre y  empobrecedor tiene la vida. Todos los aspectos más esclavizadoramente existenciales de la vida, lo cruel, lo lúgubre, lo grotesco que atraviesan el transcurso de la vida urbana son los crudos escenarios con los que Baudelaire compone la danza macabra de sus poemas. El poeta es pues quien conoce estética y moralmente los aspectos exquisitos de la belleza y quien declara la guerra a las condiciones que mancillan y destruyen tales aspectos. Es por ello que el poeta, es decir, El Poeta, por antonomasia, se nos revela no como aquel que expele un juicio sobre el mundo o diseña un análisis cognitivo sobre sus límites sino como el sensor privilegiado que nos indica la excelencia soberana que somos y que  nos pertenece.

 

 

Parece que el cuerpo, al sumirse en un placer intenso, acabe depositándose en el plácido lecho del sueño tras el delicioso lance de que se trate. Considérese la dulcedumbre de después del orgasmo o el resultado final del consumo de sustancias en una sesión. Y tengamos en cuenta la vinculación simbólica entre el sueño y la muerte, entre el descanso que exige una vida de trabajo y el descanso final del alma…. ¿Dónde está la verdadera paz: en la adecuada y feliz convivencia con el prójimo o en el descanso eterno que supone la muerte?

 

 

 Comparación - confrontación de poéticas. Antonio Colinas frente a Chantal Mallard. Para la poeta hispano-belga, los poemas de Antonio Colinas le parecerían demasiado directos y por ello quizá algo falsarios en cuanto a la idoneidad poética del mensaje. Para Colinas, la deriva investigativa de los poemas de Maillard, podría resultar prescindible, incluso frívola al olvidar la centralidad experiencial de la poesía. Para Colinas, el lenguaje de que disponemos es expresivamente suficiente, no hay que sumirse en derroteros experimentales. Lo que precisa decirse puede ser dicho con los medios que disponemos. Para Maillard, algunos poemas de Colinas podrían pasar por ineficientes en tanto que no tendrían el desasosiego de buscar, de ubicar el visor desde el cual adquirir una perspectiva única sobre lo que se desea decir. Maillard piensa que hay que afinar más ese visor para que la naturaleza del objeto nos revele su singularidad absoluta, sus derivas. Colinas piensa que el misterio de la  experiencia no huye de su decirse sino que nos reta directamente a que lo nombremos con las palabras suficientes, entendiendo que esta inopinada confrontación puede ser comunicada a través de la elección de las palabras adecuadas y con la mayor y más equívoca transparencia.

 



Estoy leyendo en la exquisita editorial Confluencias un librico sobre el pintor Cezanne. Se trata de un pequeño volumen que recoge testimonios varios de personas de la época que conocieron o frecuentaron al artista francés. Uno de los textos recogidos expone cómo el autor del mismo visita al artista en su casa y tras comprobar que no se encuentra allí, lo ve venir de lejos alrededor del mediodía. El pintor venía de un pueblo cercano donde había estado pintando al aire libre. Al acabar su jornada, regresaba a su hogar para comer. El texto no es ninguna obra maestra de la literatura, pero la concretez, la sencillez con que describe el aspecto pintoresco de Cezanne cargado de lienzos, paños, caja de pinturas y demás trastos, cómo caía el sol sobre la hiedra en el callejón donde estableció contacto con el pintor, la luminosidad que reflejaba la fachada de la casa del pintor, todo ello al leerlo sin más profundidades, el efecto que me produjo fue casi alucinógeno. No era sólo el impacto de la curiosa figura del bohemio pintor acercándose bajo las frondosas enramadas bañadas por el sol,   sino la metamorfosis que las cosas adquieren a través del irremediable filtro del tiempo. Observaba, en definitiva, el carácter cada vez menos material que adquieren los pasajes entrañables que evocamos del pasado, un pasado quizá algo idealizado pero no por ello menos numinoso. El sol, el personaje extraordinario del artista, el ambiente amable y vegetal del entorno, la dedicación a la belleza en un lugar lleno de ella, este conjunto de aspectos que se produjeron una deliciosa mañana a finales del siglo XIX,  se me representaba en la mente en toda su naturalidad, en toda la magia de su realidad. Pensé que el pasado es recuperable y del modo más sencillo. Y al mismo tiempo me fascinaba oscuramente porque esas escenas pertenecían a unas coordenadas, a un ambiente que ya no existe, o que existe sólo en ese emplazamiento etéreo  llamado pasado. El pasado por ser pasado, ya no es algo material ni meramente actual, y se convierte en sustancia simbólica, en memoria pura. Esto implica una reflexión: si el pasado ha dejado de ser constancia matérica, si ya entonces, cuando el pasado ocurrió, puedo arriesgarme a pensar que, poco después, tampoco era en ese momento, meramente, suceso material,  qué ocurre con los protagonistas humanos de esa desleída narrativa de hechos inalcanzables.  

 


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