Lecturas revitalizantes
de Dylan Thomas. Me encantan sus
imágenes retorcidas, de índole proteico-órficas. Se trata de una suerte de
surrealismo épico, telúrico, local, que estalla en una fuente imaginativa que confirma el poder luminoso de
lo verbal. Sentir de nuevo el poder de la poesía, de su especificidad
lingüística y representacional, sentir la poesía como un latigazo de vida.
Es poeta quien aplica un
poder calificador al universo, quien descubre lo que algo significa, quien
localiza dónde se encuentra el signo. Es poeta quien disfruta de un modo
natural su vocación de semiólogo o hermeneuta irrigando con ello sus creaciones
poéticas.
Leyendo a través del
diario de Julie Manet la vida
provinciana de Mallarmé durante las
vacaciones de verano: paseos a orillas del río, pequeñas excursiones, sesteos
bajo los árboles, breves recorridos por el Sena en su barquichuelo… Encantador.
Ahora bien, con la llegada del invierno,
el poeta retoma la iniciativa con sus reuniones exquisitas de los martes. Ese
carácter dulce y tranquilamente aristocrático del poeta.
Disentir de sí mismo
pero sin contradecirse, precisamente.
Pienso en la suerte un
poco extraña de Joan Fuster. Se
trata de una figura que, teniendo en cuenta su inteligente obra ensayística, no
se me presenta de frente para poder aceptarla e integrarla en mi orbe
literario, debido, precisamente, a la lengua con la escribió la mayoría de sus
libros. Hoy su discurso nacionalista se me antoja una antigualla, sólo igual al
de los separatistas actuales, es decir, triste, mezquino y anacrónico. Fuster
se excitaba defendiendo su lingua y
ello lo justificaba, claro está, el contexto franquista del momento. Pero el
escritor tuvo la suerte de ver recompensada su obra en ámbitos menos estrechos
que los meramente nacionalistas. Dice Kundera
que si Kafka hubiera escrito su obra
en checo en vez de alemán, no conoceríamos ni su figura ni su persona. En
Fuster lo que me molesta es que no se sentara hermano de los grandes escritores
en español de la península o del espacio latinoamericano. De este último sólo
nombra a Borges y no sé hasta qué
punto el Borges que él conociera es el Borges universal que hoy conoce todo el
mundo.
Me fascina Jhon Ashbery. ¿Se puede saber qué
demonios quieren decir sus poemas, qué son? Cómo es que alcanzó tanta fama con
estos grumos verbales sobre cualquier cosa y nada. ¿El equívoco se encuentra en
la traducción, en la fenomenología, en el rastreo más o menos azaroso de la inmanencia?
Leyendo una selección de
textos de Plinio El Viejo. Cómo sorprende siempre leer a los
clásicos greco-latinos. Uno descubre, no que estuvieran sino que están a la
vanguardia de todo. El tiempo, de pronto, multiplica sus dimensiones y ámbitos.
Cuestiones que creíamos ser los primeros en dirimir y cuestionar ya estaban
presentes en las bocas de estos filósofos. Nuestra originalidad es más
ocasional que conceptual, tecnológica que originaria. De casi todo lo que ha
ocurrido tienen ellos noticia o experiencia. Demuestran lo antiguas que son prácticas
o tradiciones que suponíamos nuestras. Consultando a los antiguos nos
apercibimos, simultáneamente, de lo
antigua y corta que es la historia, de la adolescente vejez del tiempo.
El aforista, el poeta
sale al espacio exterior con su cuaderno de campo a detectar en los pliegues de
todo acontecimiento señales vibrátiles de galaxias prensadas de signos.
El novelista, pensador o
poeta que consignó por escrito las incidencias varias de su experiencia lo hizo
gratuitamente y nos legó con ello un tesoro para descifrar tanto el progreso de
los tiempos como las características de la naturaleza de que se compone la aventura humana. Yo puedo tener en cuenta
lo que el artista nos ha dejado, olvidarlo o someterlo a análisis, para contrastarlo con la índole de mis propias
experiencias. La libertad con que se ha vivido con intensidad lo que se haya
vivido, determina el que yo tome como referencia tales textos a modo de punto
de salida de todo lo que esté dispuesto a vivir de ahora en adelante. Eso es lo que me fascina: lo que un artista
del pensamiento o la palabra vivió, fue algo, en definitiva, azaroso. Pero su
calidad ética o estética será ejemplar si en mi análisis considero lo
descubierto por ellos como un valor.
Hablan de Charles Baudelaire por la radio en un
programa musical y como si fuera un crío me entran unas ganas tremendas de
volver a leerlo, de terminar de disfrutar los ensayos que todavía me quedaron
pendientes. Baudelaire es el poeta de la modernidad por excelencia. Su obra es
una apasionada y rabiosa protesta contra todo lo que de mediocre y empobrecedor tiene la vida. Todos los
aspectos más esclavizadoramente existenciales de la vida, lo cruel, lo lúgubre,
lo grotesco que atraviesan el transcurso de la vida urbana son los crudos
escenarios con los que Baudelaire compone la danza macabra de sus poemas. El
poeta es pues quien conoce estética y moralmente los aspectos exquisitos de la
belleza y quien declara la guerra a las condiciones que mancillan y destruyen
tales aspectos. Es por ello que el poeta, es decir, El Poeta, por antonomasia,
se nos revela no como aquel que expele un juicio sobre el mundo o diseña un
análisis cognitivo sobre sus límites sino como el sensor privilegiado que nos
indica la excelencia soberana que somos y que nos pertenece.
Parece que el cuerpo, al
sumirse en un placer intenso, acabe depositándose en el plácido lecho del sueño
tras el delicioso lance de que se trate. Considérese la dulcedumbre de después
del orgasmo o el resultado final del consumo de sustancias en una sesión. Y
tengamos en cuenta la vinculación simbólica entre el sueño y la muerte, entre
el descanso que exige una vida de trabajo y el descanso final del alma…. ¿Dónde
está la verdadera paz: en la adecuada y feliz convivencia con el prójimo o en el
descanso eterno que supone la muerte?
Comparación - confrontación de poéticas. Antonio Colinas frente a Chantal Mallard. Para la poeta hispano-belga, los poemas de Antonio Colinas
le parecerían demasiado directos y por ello quizá algo falsarios en cuanto a la
idoneidad poética del mensaje. Para Colinas, la deriva investigativa de los
poemas de Maillard, podría resultar prescindible, incluso frívola al olvidar la
centralidad experiencial de la poesía. Para Colinas, el lenguaje de que
disponemos es expresivamente suficiente, no hay que sumirse en derroteros
experimentales. Lo que precisa decirse puede ser dicho con los medios que
disponemos. Para Maillard, algunos poemas de Colinas podrían pasar por
ineficientes en tanto que no tendrían el desasosiego de buscar, de ubicar el
visor desde el cual adquirir una perspectiva única sobre lo que se desea decir.
Maillard piensa que hay que afinar más ese visor para que la naturaleza del
objeto nos revele su singularidad absoluta, sus derivas. Colinas piensa que el
misterio de la experiencia no huye de su
decirse sino que nos reta directamente a que lo nombremos con las palabras suficientes,
entendiendo que esta inopinada confrontación puede ser comunicada a través de
la elección de las palabras adecuadas y con la mayor y más equívoca
transparencia.
Estoy leyendo en la
exquisita editorial Confluencias un
librico sobre el pintor Cezanne. Se
trata de un pequeño volumen que recoge testimonios varios de personas de la
época que conocieron o frecuentaron al artista francés. Uno de los textos
recogidos expone cómo el autor del mismo visita al artista en su casa y tras
comprobar que no se encuentra allí, lo ve venir de lejos alrededor del
mediodía. El pintor venía de un pueblo cercano donde había estado pintando al
aire libre. Al acabar su jornada, regresaba a su hogar para comer. El texto no
es ninguna obra maestra de la literatura, pero la concretez, la sencillez con
que describe el aspecto pintoresco de Cezanne cargado de lienzos, paños, caja
de pinturas y demás trastos, cómo caía el sol sobre la hiedra en el callejón
donde estableció contacto con el pintor, la luminosidad que reflejaba la
fachada de la casa del pintor, todo ello al leerlo sin más profundidades, el
efecto que me produjo fue casi alucinógeno. No era sólo el impacto de la
curiosa figura del bohemio pintor acercándose bajo las frondosas enramadas
bañadas por el sol, sino la metamorfosis que las cosas adquieren a
través del irremediable filtro del tiempo. Observaba, en definitiva, el
carácter cada vez menos material que
adquieren los pasajes entrañables que evocamos del pasado, un pasado quizá algo
idealizado pero no por ello menos numinoso. El sol, el personaje extraordinario
del artista, el ambiente amable y vegetal del entorno, la dedicación a la
belleza en un lugar lleno de ella, este conjunto de aspectos que se produjeron
una deliciosa mañana a finales del siglo XIX,
se me representaba en la mente en toda su naturalidad, en toda la magia
de su realidad. Pensé que el pasado es recuperable y del modo más sencillo. Y
al mismo tiempo me fascinaba oscuramente porque esas escenas pertenecían a unas
coordenadas, a un ambiente que ya no existe, o que existe sólo en ese
emplazamiento etéreo llamado pasado. El
pasado por ser pasado, ya no es algo material ni meramente actual, y se convierte
en sustancia simbólica, en memoria pura. Esto implica una reflexión: si el
pasado ha dejado de ser constancia matérica, si ya entonces, cuando el pasado
ocurrió, puedo arriesgarme a pensar que, poco después, tampoco era en ese
momento, meramente, suceso material, qué
ocurre con los protagonistas humanos de esa desleída narrativa de hechos
inalcanzables.
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