jueves, 28 de marzo de 2024



 

LOS ARCHIVOS DE MARÍA MANZANERA

LOS MUNDOS FOTOGRÁFICOS CON LOS QUE UNO HA SOÑADO Y  OTROS HAN REALIZADO.

 

Sábado, 23 de marzo. 2024

La exposición fotográfica de María Manzanera en la sala de exposiciones del museo arqueológico de Murcia era el único motivo que me había estimulado para vencer los venenos de la pereza un sábado sin otra gracia   que la de ser sábado, y emergiendo, literalmente de mi cuerpo y de la inercia pura, arreglarme y largarme a Murcia.

Algo de las energías primaverales se sumaban a mi interés por cosa tan concreta como la exposición fotográfica, efectuando una pequeña alquimia lo suficientemente poderosa y eficaz en los márgenes de mi mente como para que decidiera salir de Orihuela, y me impulsara físicamente a atravesar los itinerarios de siempre, tantas veces atravesados y practicados, - andenes, llegada a la estación, salida de la estación, búsqueda del objetivo al otro lado del puente de los Peligros -  y con la ayuda final de un taxi, me ubicara en las inmediaciones del inmueble. Los espacios que se han recorrido muchas veces bajo un ánimo no precisamente propicio, pueden renovarse en la imaginación con la presencia siempre nueva del sol, aunque no por ello el recuerdo de tal espacio deje de impregnarse de tristeza y el merodeo por sus inmediaciones no se  experimente como una herida o una pequeña llaga velada.  

Como digo, esta tarde de sábado, la primavera, tal cual, me beneficiaba y logró que alcanzara sin mucho desaliño interior, el destino que me había autoprogramado. A estas alturas de la película de mi vida, con, inverosímilmente, 61 años recién cumplidos, resultaba sorpresivo que deseara hallar de nuevo la magia de los sábados intacta en la tarde del existir.

Subí en ascensor, tras la invitación  del personal del museo, a quien, previamente había preguntado sobre la existencia de la exposición. Pregunta puramente estratégica, pues  conociendo perfectamente las fechas de la exposición, todavía no me atrevo a entrar al museo y subir directamente al piso primero, ignorando a los encargados que suelen encontrarse en la mesa  de la entrada. Miedos neurótico-infantiles a la autoridad.

Afortunadamente, la magia pronto se produjo cuando al abrirse la puerta del ascensor - era la primera vez que lo usaba - vi el cartel publicitario y entré en la sala.

De inmediato, una percepción de lo mullido de la moqueta y de las paredes, de la ubicación propia de los objetos y del propio silencio me integraron a otra percepción más compleja y menos sensorial. Era como si el telón de un escenario se hubiera descorrido límpidamente y lo albergado en la profundidad amable, se me ofreciera con total franqueza a la observación y al goce.



A groso modo, la exposición está constituida por fotografías de la autoría de Manzanera junto a otras antiguas de su propiedad, y de instrumentos y aparatos decimonónicos destinados a visualizar tanto fotografías como imágenes en movimiento, los precedentes históricos, en definitiva, del cine.

En las vitrinas, generalmente, se encontraban estos objetos procedentes de la tecnología del momento. Junto a ellos se hallaban pequeños álbumes fotográficos de fines del XIX que parecían más bien apretados breviarios o libros de oraciones; también, fotografías montadas sobre cartones con marcos recortados; placas fotográficas de cristal, linternas mágicas, minúsculos y minuciosos daguerrotipos, etc..

Las imágenes antiguas ofrecían una característica que entregada al análisis hace surtir un efecto paradójico: la espectralidad con que el tiempo bañaba tales retratos es simultánea a la percepción de la nitidez ocasional, curiosamente,  de alguna de estas imágenes. El que los daguerrotipos fueran de tan pequeño tamaño parece corresponderse con el temor de las propias imágenes a encontrarse con la luz total del futuro, como si perdieran algo de su delicado encanto enfrentándose a nuestras miradas.  

Siempre he considerado la fotografía como un arte sofisticado, esa capacidad de integrar en lo instantáneo la impronta del tiempo a través de una gestualidad, de una concatenación de objetos, de lo fugitivamente anecdótico, de la surrealidad que ofrece súbitamente la realidad.

Frente a esta consideración conceptual, los instrumentos antiguos para captar imágenes se revisten de ese encanto de lo chocante o pintoresco de su aparataje. Apenas tuve delante, en la primera vitrina con la que me topé, ejemplos de tales instrumentos, se abrió la percepción por lo fantástico.

Pero el placer por la observación del instrumental vino a eclipsarse por las impresiones que vendrían inmediatamente a continuación. Apenas hube dado un par de pasos, dejando atrás las primeras fascinaciones por los medios históricos que permitieron registrar el tiempo a través de imágenes fotográficas, me encontré con las fotos propiamente realizadas por la misma María Manzanera. Cuando advertí las fechas aproximadas de la serie de imágenes creadas y captadas en estudio por la autora, la cinta de contención se rompió y estalló la bomba del tiempo.

Las exposiciones de fotografía son para mí desde hace ya años una tentación para el goce más selecto y un secreto calvario como penoso reflejo en la biografía de lo que va ocurriendo y de pronto casi parece milenario. Cada vez que he visitado una, invariablemente al goce inmediato por las características de las imágenes, se añade el factor tiempo como intensificador o salsa alucinógena del conjunto gráfico que esté divisando. Y la causa de ello es tan simple como aniquiladora: es que el tiempo ha pasado, y yo no lo he vivido como debiera haberlo vivido.

La imagen fotográfica me comunica cómo acaba de ser el pasado, la imagen que veo es producto de una impresión del presente, pero como el presente se espectraliza al instante y sus límites son más que movedizos, dispersos en todo momento, el documento fotográfico me habla del carácter milenario del presente. Hay quizás que hacer un esfuerzo notable, quizá, puramente teórico,  para ver como indicio probable de la atemporalidad del ahora lo que pueda alojarse en la foto.   Por todo ello, uno de los placeres que obtengo de la contemplación fotográfica es este abandonarse a las voluptuosidades melancólicas de constatar el paso del tiempo en cualquier cosa u objeto, persona o espacio, acontecimiento o episodio. El tiempo se arremolina en gradaciones, en estratos, en un sinfín de imágenes que se suceden como fuente indelimitable de formas y situaciones. La foto es una impronta atómica del flujo constante de lo real que no tiene ni principio ni fin, una extracción singular de ese flujo por su carácter presuntamente representacional. La ontología probable de la imagen fotográfica residiría en la significación que tal imagen concreta parece portar, qué implica lo revelado en esa imagen que es un fotograma del film infinito de lo real. Independientemente de este análisis, debo confesar que el placer que se desprende de la observación fotográfica es un placer algo culpable: el tiempo que ejecuta las existencias, que cumplimenta el plazo de nuestras vidas, es el que configura la relación que es esta imagen fotográfica y cuya duración fue cero, pues sólo existe porque la configura la propia acción fotográfica.


Cuando me fijé en en los modelos que Manzanera usara en las fotos de los ochenta,  cuando un poco más delante, me topé con motivos fotográficos que a mí, igualmente, me habían fascinado desde siempre - el espacio urbano de Estados Unidos; los jardines y cafeterías, la magia poética  de París, - se agitó en mí un llanto agónico.



De nuevo me golpeó la escueta y temible realidad: yo tampoco estuve allí, en Manhattan, aunque hubiese soñado con semejante espacio durante las épocas en las que creía ser el fotógrafo más esquivo y raro del país con mi Voitglander a cuestas por las periferias de Alicante o Murcia; y esa terraza parisina bajo la lluvia, con las sillas y mesas bañadas en las burbujas del impacto de las gotas, imagen que me retrotrajo a las fúnebres escenas sexuales de la adolescencia.

De repente, aquello que nunca se produjo me retorció el alma con su nudo corredizo. Ante aquellas fotos, de repente, como pocas veces en otras ocasiones, sentí mi alma arrojada al absoluto no retórico de lo que pudo ser y no fue. Conjuntamente a un placer digamos, objetivo, por la imagen fotográfica como emblema bien definido, me impactaba una determinación de índole neurótico-mitológica que me arrojaba fuera del acontecimiento y de la vida misma. ¿Por qué, visitando Murcia desde hace treinta años,  no pude conocer en los ochenta a María Manzanera, convertirme en amigo suyo o, incluso, en su pareja y viajar haciendo fotografías por París, Manhattan, New York y ser feliz, y haber vivido la vida?

Y esa es la doliente clave que flotó en mis ensoñaciones de prófugo paseante, que tales fantasías se planteasen como un pasado ya concluido, irrecuperable.


Viendo aquellas fotos de Manzanera de gran formato, con vistas de París, de ciudades norteamericanas, incluso las relativas a la huerta, yo hacía ineludiblemente una lectura de cada uno de estos itinerarios como sueños estéticos de una profesionalidad irrealizada. Disfrutaba de aquellas fotografías pero al mismo tiempo la constatación a mi edad de no ser el protagonista creador de las mismas, darme cuenta cómo otra persona había hecho con limpieza y solvencia algo que yo solo era capaz de urdir en sueños, debido a mi inaccesibilidad normal a la realidad, me excluía de la vida, me sumía en una prisión de sombras contemporáneas de nada.

¿Era posible correr el riesgo de ser sólo un eterno amateur si la calidad de mis sueños, de mi búsqueda poética, me compensaban de todo asomo de frustración? Quería a toda costa en mi imaginación eludir el problema de que la fotografía, a pesar de todo, es una cuestión técnica. Yo quería ser un productor infuso de imágenes sin tener que pasar por la irritante obligación del aprendizaje técnico.

Lo curioso era constatar esto: comparto con la fotógrafa los motivos temáticos, los enclaves en los que ha trabajado, poseemos semejantes repertorios gráficos: el ensueño de París, el brío del espacio urbano estadounidense, la delicia entrañable de una huerta todavía real, sita en una geografía donde soñarla supone estar contemplándola.         

¿Cada vez que visite una exposición, sobre todo fotográfica, estoy condenado a sufrir este sino del gozador solitario que en el fondo pena por no haber dejado de ser sino  un mero y complicado aficionado?

Es cierto que de este desastre interior sólo obtengo una ventaja: de la ceniza nutritiva depositada laboriosamente por mis incapacidades prácticas y mis miedos puedo permitirme el lujo de hacer literatura.

Yo no realizo los episodios de mi vida: los sueño. Pero a última hora ese soñar lo que no tengo o no he realizado, no es ya una reacción de supervivencia sino como el mero reflejo de un hecho, un desprendimiento inercial, un salto automático consciente de su propia fantasmidad.  Es entonces cuando lo fatal se revela como irremediable. Con sesenta años no voy a convertirme en ese fotógrafo que he soñado ingenuamente ser como no sea que dé un giro total a mi situación, mi voluntad experimente una suerte de resurrección insólita y el tiempo que vertiginosamente he perdido en solo soñar lo empleé en trabajar y asumir un conocimiento técnico que siempre he evitado. Hoy es siempre todavía…   

De todos modos, la visita a la exposición de Manzanera no se convirtió en una experiencia odiosa o aniquilante. Todo lo contrario. Al final, la percepción de la belleza, del orden de un mundo captado a través del lenguaje fotográfico surgió vencedora y yo salí del museo transformado, bañado en vibrátil positividad, respirando vitalidad bajo los árboles de la avenida y mezclándome co gusto con la gente.

Somos testigos de mundos que son reales y que obedecen a nuestra voluntad simbolizante. Por medio del arte rescatamos del flujo informe, espacios, escenarios, pasajes. Y en tales enclaves cercamos la producción de un acontecimiento, de un significado: el poema, la imagen fotográfica Creo que todavía no sabemos qué es la significación, que las cosas tengan un significado, que porten una misión, una alusión a través de los mundos que van dispersándose y desapareciendo. Qué modo extraordinario de discriminar algo. Aunque, naturalmente, el arte es más que un mero significar.   

El resto de la exposición de Manzanera lo completaba una hilera de fotos experimentales: bodegones e ilusiones gráficas realizadas a través de técnicas inventadas por la autora. Manzanera describe en esta exposición un itinerario biográfico dividido en episodios en los que se nos muestran los descubrimientos, los progresos y resultados de un  arte singular que trasciende el documento y que resulta cabal en la vida de una persona y sus lances con el tiempo: el fotográfico.



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