LOS ARCHIVOS DE MARÍA MANZANERA
LOS
MUNDOS FOTOGRÁFICOS CON LOS QUE UNO HA SOÑADO Y OTROS HAN REALIZADO.
Sábado, 23 de marzo.
2024
La exposición
fotográfica de María Manzanera en la
sala de exposiciones del museo
arqueológico de Murcia era el único
motivo que me había estimulado para vencer los venenos de la pereza un sábado
sin otra gracia que la de ser sábado, y
emergiendo, literalmente de mi cuerpo y de la inercia pura, arreglarme y
largarme a Murcia.
Algo de las energías
primaverales se sumaban a mi interés por cosa tan concreta como la exposición
fotográfica, efectuando una pequeña alquimia lo suficientemente poderosa y
eficaz en los márgenes de mi mente como para que decidiera salir de Orihuela, y
me impulsara físicamente a atravesar los itinerarios de siempre, tantas veces
atravesados y practicados, - andenes, llegada a la estación, salida de la
estación, búsqueda del objetivo al otro lado del puente de los Peligros - y con la ayuda final de un taxi, me ubicara en
las inmediaciones del inmueble. Los espacios que se han recorrido muchas veces
bajo un ánimo no precisamente propicio, pueden renovarse en la imaginación con
la presencia siempre nueva del sol, aunque no por ello el recuerdo de tal
espacio deje de impregnarse de tristeza y el merodeo por sus inmediaciones no
se experimente como una herida o una
pequeña llaga velada.
Como digo, esta tarde de
sábado, la primavera, tal cual, me beneficiaba y logró que alcanzara sin mucho
desaliño interior, el destino que me había autoprogramado. A estas alturas de
la película de mi vida, con, inverosímilmente, 61 años recién cumplidos,
resultaba sorpresivo que deseara hallar de nuevo la magia de los sábados
intacta en la tarde del existir.
Subí en ascensor, tras
la invitación del personal del museo, a
quien, previamente había preguntado sobre la existencia de la exposición.
Pregunta puramente estratégica, pues conociendo
perfectamente las fechas de la exposición, todavía no me atrevo a entrar al
museo y subir directamente al piso primero, ignorando a los encargados que suelen
encontrarse en la mesa de la entrada.
Miedos neurótico-infantiles a la autoridad.
Afortunadamente, la
magia pronto se produjo cuando al abrirse la puerta del ascensor - era la
primera vez que lo usaba - vi el cartel publicitario y entré en la sala.
De inmediato, una
percepción de lo mullido de la moqueta y de las paredes, de la ubicación propia
de los objetos y del propio silencio me integraron a otra percepción más
compleja y menos sensorial. Era como si el telón de un escenario se hubiera
descorrido límpidamente y lo albergado en la profundidad amable, se me
ofreciera con total franqueza a la observación y al goce.
A groso modo, la exposición
está constituida por fotografías de la autoría de Manzanera junto a otras
antiguas de su propiedad, y de instrumentos y aparatos decimonónicos destinados
a visualizar tanto fotografías como imágenes en movimiento, los precedentes
históricos, en definitiva, del cine.
En las vitrinas,
generalmente, se encontraban estos objetos procedentes de la tecnología del
momento. Junto a ellos se hallaban pequeños álbumes fotográficos de fines del
XIX que parecían más bien apretados breviarios o libros de oraciones; también, fotografías
montadas sobre cartones con marcos recortados; placas fotográficas de cristal, linternas
mágicas, minúsculos y minuciosos daguerrotipos, etc..
Las imágenes antiguas
ofrecían una característica que entregada al análisis hace surtir un efecto
paradójico: la espectralidad con que el tiempo bañaba tales retratos es
simultánea a la percepción de la nitidez ocasional, curiosamente, de alguna de estas imágenes. El que los
daguerrotipos fueran de tan pequeño tamaño parece corresponderse con el temor
de las propias imágenes a encontrarse con la luz total del futuro, como si
perdieran algo de su delicado encanto enfrentándose a nuestras miradas.
Siempre he considerado
la fotografía como un arte sofisticado, esa capacidad de integrar en lo
instantáneo la impronta del tiempo a través de una gestualidad, de una
concatenación de objetos, de lo fugitivamente anecdótico, de la surrealidad que
ofrece súbitamente la realidad.
Frente a esta
consideración conceptual, los instrumentos antiguos para captar imágenes se
revisten de ese encanto de lo chocante o pintoresco de su aparataje. Apenas
tuve delante, en la primera vitrina con la que me topé, ejemplos de tales
instrumentos, se abrió la percepción por lo fantástico.
Pero el placer por la
observación del instrumental vino a eclipsarse por las impresiones que vendrían
inmediatamente a continuación. Apenas hube dado un par de pasos, dejando atrás
las primeras fascinaciones por los medios históricos que permitieron registrar
el tiempo a través de imágenes fotográficas, me encontré con las fotos
propiamente realizadas por la misma María Manzanera. Cuando advertí las fechas
aproximadas de la serie de imágenes creadas y captadas en estudio por la
autora, la cinta de contención se rompió y estalló la bomba del tiempo.
Las exposiciones de
fotografía son para mí desde hace ya años una tentación para el goce más
selecto y un secreto calvario como penoso reflejo en la biografía de lo que va
ocurriendo y de pronto casi parece milenario. Cada vez que he visitado una,
invariablemente al goce inmediato por las características de las imágenes, se
añade el factor tiempo como intensificador o salsa alucinógena del conjunto
gráfico que esté divisando. Y la causa de ello es tan simple como aniquiladora:
es que el tiempo ha pasado, y yo no
lo he vivido como debiera haberlo vivido.
La imagen fotográfica me
comunica cómo acaba de ser el pasado, la imagen que veo es producto de una
impresión del presente, pero como el presente se espectraliza al instante y sus
límites son más que movedizos, dispersos en todo momento, el documento
fotográfico me habla del carácter milenario del presente. Hay quizás que hacer
un esfuerzo notable, quizá, puramente teórico,
para ver como indicio probable de la atemporalidad del ahora lo que
pueda alojarse en la foto. Por todo
ello, uno de los placeres que obtengo de la contemplación fotográfica es este
abandonarse a las voluptuosidades melancólicas de constatar el paso del tiempo
en cualquier cosa u objeto, persona o espacio, acontecimiento o episodio. El tiempo
se arremolina en gradaciones, en estratos, en un sinfín de imágenes que se suceden
como fuente indelimitable de formas y situaciones. La foto es una impronta
atómica del flujo constante de lo real que no tiene ni principio ni fin, una
extracción singular de ese flujo por su carácter presuntamente
representacional. La ontología probable de la imagen fotográfica residiría en
la significación que tal imagen concreta parece portar, qué implica lo revelado
en esa imagen que es un fotograma del film infinito de lo real. Independientemente
de este análisis, debo confesar que el placer que se desprende de la
observación fotográfica es un placer algo culpable: el tiempo que ejecuta las
existencias, que cumplimenta el plazo de nuestras vidas, es el que configura la
relación que es esta imagen fotográfica y cuya duración fue cero, pues sólo
existe porque la configura la propia acción fotográfica.
Cuando me fijé en en los modelos que Manzanera usara en las fotos de los ochenta, cuando un poco más delante, me topé con motivos fotográficos que a mí, igualmente, me habían fascinado desde siempre - el espacio urbano de Estados Unidos; los jardines y cafeterías, la magia poética de París, - se agitó en mí un llanto agónico.
De nuevo me golpeó la
escueta y temible realidad: yo tampoco estuve allí, en Manhattan, aunque
hubiese soñado con semejante espacio durante las épocas en las que creía ser el
fotógrafo más esquivo y raro del país con mi Voitglander a cuestas por las
periferias de Alicante o Murcia; y esa terraza parisina bajo la lluvia, con las
sillas y mesas bañadas en las burbujas del impacto de las gotas, imagen que me
retrotrajo a las fúnebres escenas sexuales de la adolescencia.
De repente, aquello que
nunca se produjo me retorció el alma con su nudo corredizo. Ante aquellas
fotos, de repente, como pocas veces en otras ocasiones, sentí mi alma arrojada
al absoluto no retórico de lo que pudo
ser y no fue. Conjuntamente a un
placer digamos, objetivo, por la imagen fotográfica como emblema bien definido,
me impactaba una determinación de índole neurótico-mitológica que me arrojaba
fuera del acontecimiento y de la vida misma. ¿Por qué, visitando Murcia desde
hace treinta años, no pude conocer en
los ochenta a María Manzanera, convertirme en amigo suyo o, incluso, en su
pareja y viajar haciendo fotografías por París, Manhattan, New York y ser
feliz, y haber vivido la vida?
Y esa es la doliente
clave que flotó en mis ensoñaciones de prófugo paseante, que tales fantasías se
planteasen como un pasado ya concluido, irrecuperable.
Viendo aquellas fotos de
Manzanera de gran formato, con vistas de París, de ciudades norteamericanas,
incluso las relativas a la huerta, yo hacía ineludiblemente una lectura de cada
uno de estos itinerarios como sueños estéticos de una profesionalidad irrealizada.
Disfrutaba de aquellas fotografías pero al mismo tiempo la constatación a mi
edad de no ser el protagonista creador de las mismas, darme cuenta cómo otra
persona había hecho con limpieza y solvencia algo que yo solo era capaz de
urdir en sueños, debido a mi inaccesibilidad normal a la realidad, me excluía
de la vida, me sumía en una prisión de sombras contemporáneas de nada.
¿Era posible correr el
riesgo de ser sólo un eterno amateur si la calidad de mis sueños, de mi
búsqueda poética, me compensaban de todo asomo de frustración? Quería a toda
costa en mi imaginación eludir el problema de que la fotografía, a pesar de
todo, es una cuestión técnica. Yo quería ser un productor infuso de imágenes sin
tener que pasar por la irritante obligación del aprendizaje técnico.
Lo curioso era constatar
esto: comparto con la fotógrafa los motivos temáticos, los enclaves en los que
ha trabajado, poseemos semejantes repertorios gráficos: el ensueño de París, el
brío del espacio urbano estadounidense, la delicia entrañable de una huerta
todavía real, sita en una geografía donde soñarla supone estar contemplándola.
¿Cada vez que visite una
exposición, sobre todo fotográfica, estoy condenado a sufrir este sino del
gozador solitario que en el fondo pena por no haber dejado de ser sino un mero y complicado aficionado?
Es cierto que de este
desastre interior sólo obtengo una ventaja: de la ceniza nutritiva depositada
laboriosamente por mis incapacidades prácticas y mis miedos puedo permitirme el
lujo de hacer literatura.
Yo no realizo los
episodios de mi vida: los sueño. Pero a última hora ese soñar lo que no tengo o
no he realizado, no es ya una reacción de supervivencia sino como el mero
reflejo de un hecho, un desprendimiento inercial, un salto automático
consciente de su propia fantasmidad. Es
entonces cuando lo fatal se revela como irremediable. Con sesenta años no voy a
convertirme en ese fotógrafo que he soñado ingenuamente ser como no sea que dé
un giro total a mi situación, mi voluntad experimente una suerte de
resurrección insólita y el tiempo que vertiginosamente he perdido en solo soñar
lo empleé en trabajar y asumir un conocimiento técnico que siempre he evitado. Hoy es siempre todavía…
De todos modos, la
visita a la exposición de Manzanera no se convirtió en una experiencia odiosa o
aniquilante. Todo lo contrario. Al final, la percepción de la belleza, del
orden de un mundo captado a través del lenguaje fotográfico surgió vencedora y
yo salí del museo transformado, bañado en vibrátil positividad, respirando
vitalidad bajo los árboles de la avenida y mezclándome co gusto con la gente.
Somos testigos de mundos
que son reales y que obedecen a nuestra voluntad simbolizante. Por medio del
arte rescatamos del flujo informe, espacios, escenarios, pasajes. Y en tales
enclaves cercamos la producción de un acontecimiento, de un significado: el
poema, la imagen fotográfica Creo que todavía no sabemos qué es la
significación, que las cosas tengan un significado, que porten una misión, una
alusión a través de los mundos que van dispersándose y desapareciendo. Qué modo
extraordinario de discriminar algo. Aunque, naturalmente, el arte es más que un
mero significar.
El resto de la exposición de Manzanera lo completaba una hilera de fotos experimentales: bodegones e ilusiones gráficas realizadas a través de técnicas inventadas por la autora. Manzanera describe en esta exposición un itinerario biográfico dividido en episodios en los que se nos muestran los descubrimientos, los progresos y resultados de un arte singular que trasciende el documento y que resulta cabal en la vida de una persona y sus lances con el tiempo: el fotográfico.
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