Creemos que es fácil
citar, nombrar un cuerpo a través, ni más ni menos, que del propio término
“cuerpo”. Pero este vocablo es demasiado crudo y somero, engañosamente inmediato.
Pareciera que cuerpo fuese un contorno duro que deviniese en el espacio hacia nosotros
o hacia otros limites espacio-temporales. Cuerpo no tiene nombre propio ni apellidos
y es ahí donde y cuando el anonimato forzoso nos arrebata una identidad, clave
para la activación definitiva de nuestros sentidos y de nuestra capacidad
emotiva.
Si amo un cuerpo, amo
una forma en su descenso inercial, una geometría blanda, un nudo harmonizante
de miembros pero cautivo del vacío que lo lanza multidireccionalmente a mi
mirada o a la recepción de los otros.
Al cuerpo le hace falta
un rostro: sin rostro el cuerpo es carnalidad errabunda, acicate animal,
vibración sorda en la estancia del reconocimiento anímico del sujeto pensante y
amante.
Los cuerpos avanzan,
desfilan, se suceden, pero no sé hasta qué punto solicitan fuera de esa
pasarela de abstracciones motoras, una comunicación dignificadora. El cuerpo
devenido persona ha transitado por el vacío de las nominaciones errantes, y ha
aterrizado frente a una mirada, frente a otro rostro que le ha bautizado con
sólo percibirlo. Lo ha bautizado no con un nombre propio sino con la propia
percepción: ha requerido un rostro para que emergiera de la sombra envolvente y
propiciara el mínimo encuentro verbal que inicia a su vez la comunicación
indispensable.
Un cuerpo con rostro ha
recuperado la humanidad, el color de la vida certera, el abrazo cognoscitivo y
sensorial. Esta hermosura que me vuelve loco, esta carne indescifrable al
mostrarme su rostro se entrega de verdad a mí.
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