Algunos pasajes de los evangelios, las palabras de Jesús, por ejemplo, nos atraviesan con una emoción y una sublimidad
inigualables. Tomando cierta distancia, he llegado a pensar que quizá esos
tonos verbales tan soberbios, esas metaforizaciones tan admirables son más
producto de la retórica de la época que manifestaciones
de una verdad revelada ardiendo en las palabras. Es difícil acertar y
sobre todo, prescindiendo en primer lugar de la fe pero no descartándola.
¿Había en la antigüedad un lenguaje vulgar que pudiera ser escrito sin más, o
hay que pensar que las palabras, plenas de excelencia de los antiguos son
expresiones concienzudamente trabajadas? Con seguridad la artificialidad reside
en mi observación, pues el lenguaje brota con naturalidad de la persona
inspirada, ya sea por las bellezas del
mundo o por los ángeles.
En una escena de la obra teatral Noche de sábado de Jacinto Benavente, emitida por televisión Española en el programa Estudio Abierto en 1970, un personaje le reprocha a una dama inglesa que se relacione con un personaje de mala fama, un poeta italiano. La dama dice que sólo habla con él en solitario, no en presencia de su marido, pero entonces este personaje le dice que ha visto a su marido, precisamente, hablar con tal personaje. La dama inglesa le responde que su marido sólo habla con él cuando ella no está delante. Entonces el personaje que reprochaba tales amistades, se dirige a un invitado y le dice: no sabía lo complicada que es la corrección inglesa.
El nacionalismo viene a ser un
tostón, cuando no una porquería que sólo, por ejemplo, en música ha producido
frutos interesantes. Piénsese en la estupenda y maravillosa música de Falla, o
en las geniales derivas sonoras de un Bartok.
Goethe afirma que para Shakespeare y
su época un libro todavía se revestía de cierta sacralidad a diferencia del
tiempo presente – el de Goethe – en el que el hecho de publicarse tantos libros
y en rústica indica con claridad que tal consideración ha desaparecido. Ahora bien,
para mí un libro publicado en la época de Goethe, estando de acuerdo con su
reflexión, no deja de ofrecer cierta magia: la numinosidad que presta el tiempo.
Viendo filmaciones de principios de siglo, alrededor de 1906, por las calles de París, Dublín, Londres o Génova, siento de pronto una punzada que casi me lleva al llanto. Contemplando a toda esa gente que discurre y que son de todas las edades, cómo pasean o se dirigen al trabajo, cómo los niños se paran divertidos ante la cámara y hacen muecas, siento piedad, exactamente como decía Barthes que ocurre cuando visionamos fotos, antiguas o no, y advertimos que toda esas personas que aparecen han muerto, han desaparecido en los océanos del tiempo. Es como si dijéramos: qué iban a hacer, tenían que vivir, les perdonamos todo.
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