Hoy sábado, me he hecho un autoregalo paradójico: por fin ha caído Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes. Por qué es paradójico me temo que no puedo
explicarlo ni aquí. ¿Me estaba esperando este libro como tantas otras veces me
ha ocurrido? En parte quizá sí,
porque ahora no es que tenga la agenda sentimental muy ocupada, sí puedo decir,
en su lugar, que el estado poético es un estado de plurienamoramiento: de la vida, de la luz, de la gente, de la
música, de lo que el día pueda ofrecerte. El libro de Barthes habla, en efecto,
de las diversas incidencias del amor entre una pareja, pero su abanico
semántico es tan amplio que lo que va explicando e ilustrando, atañe a muchos
otros aspectos de la vida y de las relaciones humanas.
Soy un poeta elemental, un poeta puro porque he llegado a no ser nada excepto un merodeador de palabras. No soy nadie con profesión conocida, es decir, soy nada. No trabajo, no hago, positivamente, otra cosa que leer y escribir.
Lo que ya tiene vocación de recuerdo, dice Barthes acerca de ese estado íntimamente beatífico en el que todo
se adecua con precisión a mi deseo, como si lo que se integrara en la
experiencia – ambientes, personas, aventuras – pronto se esfumaran en la
memoria personal sin lograr más trascendencia Este apunte me resultó
inquietante. Ahora bien, a lo que se refiere puede ser recuperado en el arte,
en el poema. Si mi experiencia no va a ningún sitio, es sólo a través de un
texto o de una imagen como pueden alcanzar estatus de testimonio.
Prefiero, últimamente, escribir una nota sobre las dulzuras experimentadas por las calles de Murcia antes que consignar, presuntamente, la intensidad vivida en un poema que no vendría sino a engrosar el número de textos repetitivos sobre memorias sensoriales delicuescentes. Mi experiencia de paseante solitario es tan deliciosa a la vez que pobre y escueta que todavía no sé qué genero registra mejor lo que voy sintiendo: un poema o una prosa, más o menos poética.
Me instalo en un flujo de tiempo y dejo que el azar y mi cuerpo me lleven.
Casi no gravito, me deslizo. Soy tiempo, también, como los demás, como los
coches y las personas que pasan con las indumentarias más variadas. Los escaparates
se suceden a mis márgenes, me lanzan focos multicolores y mi sombra se funde
con las demás. Una chica de unos treinta años, delante de mí, encantadora con
su minifalda, sus botas y su aspecto de niña grande. De pronto se vuelve y compruebo
lo atractiva que es. No volveré a verla jamás. Es una ley cuya realidad he
comprobado después de tantos años de observaciones solitarias. Cualquier cosa
llamativa que me ocurra o vea, jamás se repetirá.
La soberanía del poeta: no deliro nunca sino que mi goce es de una
intensidad absoluta.
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