Colocar adornos en jarras, vasos, ollas, fuentes, fruteros, etc..., es llevar al colmo la estetización de la vida, pues implica hacer entrar en el ámbito doméstico al arte. Esto lo supieron bien griegos, romanos y egipcios. Cualquier superficie, cualquier objeto es susceptible de hacerse portador de un breve mensaje, de una mínima escena que aluda a los dioses, a los hombres, a los grandes temas existenciales, a los mitos o al erotismo. Qué pretexto las paredes desnudas de las casas de Pompeya para convertirlas en las páginas de un libro pétreo sobre las cuitas del amor.
El sábado pasado estaba más solo que la una, echando un vistazo a las
vistosas vitrinas que en la sala de exposiciones temporales del museo arqueológico
de Murcia, albergaban una nutrida selección de piezas de la fábrica histórica
de lozas de Cartagena.
Confieso que más que las piezas en cuestión, lo que más me llamó la
atención fueron las imágenes con que estaban ilustradas. Resulta curioso
comprobar cómo los objetos comunes de una época reflejan en sus superficies escenas de la vida social y cultural del momento. Como
si fueran lujosas estampas, miniaturas especiales o pinturas de género,
articulan instantes de la vida ordinaria convirtiéndose también en medios de
una expresión semiótica muy organizada y precisa: escenas de caza, de asueto
entre los habitantes de una casa, de refrigerios varios, de reuniones
familiares o de encuentros amorosos.
El gusto de las imágenes de la mayoría de estas lozas cartageneras son de
índole romántica más que modernista, aunque también podamos encontrar alguna
vista de un lago con los poetizantes cisnes y templetes rodeados de carrizos.
El mundo de la artesanía nos muestra las exquisiteces de que es capaz, guiñándole un ojo al arte como afirmando que no puede haber civilización que se precie que se prohíba adornar porque sí, bañeras o teteras. Arte y artesanía convergen en cierto sentido, confirman la soberanía de lo que llamamos civilización. Para ser más felices rodeémonos de objetos bellos, pues.
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