Quisiera
eludir el relato que justifica esta colección de obras, todas ellas muy
notables, y por eso mismo, preferiría retratarlas individualmente, aunque esto
rete a lo vagaroso y abismático. Ante un muestrario esplendente de piezas
podemos montar y hallar las justificaciones que deseemos. Por ello busco en
este caso la impresión individualizada.
A
principios y mediados de los noventa, fui adicto de cierto tipo de fotografía
conceptual en la que creía contemplar una representación purificada, literariamente
exquisita de lo real. Podría llamarse algo así como la fotografía
metafotográfica. Se trataba de un tipo de fotografía muy estilizada, dedicada a
la experimentación con objetos y textos. Si hay algo que se asemeje a esta
mística o pueda representarlo del mejor modo es esta muestra concreta de la
serie Semiópolis de Joan Fontcuberta. Se trata de un tipo
de fotografía densa y muy cuidada,
adscrita a una poética refinada y mistérica que intenta captar o
representar todo lo que tenga que ver con el evento verbal, el desciframiento y
la representación escrita. La ciudad imaginaria de los signos ha sido esa
fantasía futurista que pretendía trascender todo futuro y todo tiempo, en la
que la comunicación y todo tráfico posible estuvieran perfectamente codificados.
La serie de Fontcuberta abstrae bellamente todos estos motivos a través de las
planchas cifradas para la lectura táctil de los ciegos, y se cita la obra, El
Aleph, en este contexto de tanteos misteriosos, de otro invidente: Borges. Constato con cierta melancolía
que Fontcuberta realizó hacia el 2000 las imágenes que soñaba yo hacer sin
tener conocimiento técnico fotográfico, y que satisfacen lo que yo imaginaba
sobre motivo tan delicado y suculento.
Quizá hablar de una
contemplación de la obra artística, tan
exquisita e indagatoria que nos permita acceder a su acontecimiento puro, al
fulgor de la representación, pueda resultar algo etéreo o improbable a no ser
que recibamos de la obra en cuestión un sobrestímulo que nos ayude a ello o a
algo parecido. El gigantismo de algunas esculturas ultimas no llama al éxtasis
recoleto auscultador de texturas o matices de color: al ocupar, literalmente,
el espacio de modo tan notorio facilita algo distinto al examen místico,
promueve el juego al presentar-potenciar un contexto que invade el espacio
donde no hay arte y obliga a una consideración de las formas al verlas ante sí
de tal modo. La rosa gigante de Susy
Gómez produce esto mismo: el juego alrededor de sus volúmenes, la constatación
a escala desmesurada de esa alquimia de
los artistas que son capaces de reproducir cualquier objeto, animal, cosa o
planta de nuestro entorno a un tamaño alucinatorio surgido de la nada. Es como
si hubiéramos comido sin advertirlo alguna de esas galletas mágicas que comía
Alicia en el país de las maravillas para crecer o menguar súbitamente.
Cualquier
pieza que he visto del legendario Equipo
Crónica me ha parecido siempre de una agudeza y un humor más que solventes.
Si observamos el momento histórico en que este dúo de artistas, una auténtica
hidra pictórica, trabajaba, no podemos imaginar mejor ocasión para la lucidez crítica
y la liberación imaginativa. Crearon un estilo que luego sus imitadores han
hecho algo repetitivo y previsible. En esta muestra hay dos obras de ellos. Una
escultura de cartón piedra que representa a una menina velazqueña, en la superficie
de cuyo miriñaque se extiende una límpida copia del Guernica picassiano. El título de la obra, Huevo de pascua, junto al hecho de estar hecha de cartón piedra,
como las montañas de los belenes o las figuras de las fallas, produce una
combinatoria chocante. Por un lado resalta una marca España a través del arte, Velázquez
y Picasso juntos en una pieza decorativa que hace accesible el lenguaje de
ambos artistas al gran público, y por otro, es una crítica a la reducción del
arte a producto de masa, a símil publicitario, a vulgarización. Le ocurre algo
parecido a la otra obra presente en la sala, Alpino, donde lo que se pone en el objetivo de la crítica juguetona
e inventiva del equipo, es la memoria de la generación de los setenta y
primeros ochenta. El equipo crónica acude a esa memoria colectiva
considerándola un depósito de imágenes, un collage vivo del que es posible
extraer los más vivos y surrealistas ensamblajes. La limpieza del dibujo y el
protagonismo del color, parecen decirnos que esa memoria no se sustrae a la pesquisa
y al brote esperpéntico, precisamente por estar temporalmente cercana y
resultar dinámica, todavía. El lenguaje del equipo crónica pertenece a un
periodo concreto de esa historia reciente - nunca un tiempo más remoto que el pasado
reciente - pero la efectividad de su mensaje se constata en sus obras, siempre
válidas y estimulantes.
Pinturas
como Entrada 2 de José Manuel Ballester, sean producto de
la serialización o no, casi tienen asegurada en mi percepción el impacto
fascinador. Unas grandes paredes que marchan paralelas y acaban perdiéndose a lo lejos, donde una puerta
comunica con un claror remoto, con un lugar desconocido, quizá, ningún sitio.
La calidad pictórica y el tamaño de la tela, crean esa dimensión en la incluyo
el impacto espacial y la calidad estética confirmada. Las series de pinturas
sobre arquitecturas misteriosas y afuncionales, que no representan partes de
ningún edificio sino que se proponen crear una sensación de trémula
sugestividad con el flujo de planos monumentales y aberturas lejanas en
superficies que brotan y ocupan casi todo el marco inteligible, postulan la
mística de una razón encarnada en geometrías desafiando al vacío. El mundo
convertido en un laberinto, en una serie de galerías inextricablemente unidas
entre sí y sólo pobladas por restos de otras arquitecturas, por misteriosas
ruinas. La obra literal del tiempo serían esas galerías vacías, esos pasillos
interminables que no buscan la salida. Si el vacío puede compartimentarse,
sería a través de obras de inspiración semejante a esta. La frialdad del motivo
queda conjurada por esta fuerza de la sugestión: qué universo ocupamos, cuál es
el nuestro entre el despliegue de otros en consecutivas estancias blancas.
En el
mundo del arte todo se contagia de simbolismo, de dobles alusiones. Incluso el
texto de folletos y catálogos, puede pasar por una poética, maniáticamente
descriptiva de metamorfosis y camuflajes. Obviando, más o menos, título y
autor, me acerco a algunas de las obras restantes de esta nutrida exposición
con la que me he encontrado hoy.
Veo
la escultura de un par de sujetos, gemelos hasta en el aura, con una tosca
careta de cartón y asomados a un espejo, puesto, más que ocasionalmente, ante
ellos. El juego de las identidades veladas, parece querer darse cita ante el
gesto de estos dos obtusos personajes.
A
veces los barroquismos sombríos se quedan en un juego incapaz. Una larga
columna vertebral a cuyos dos extremos se conectan sendos cráneos de plexiglás.
Quisiera ser una obra de lo más siniestra pero me hace recordar mis bromas
fotográficas. Y esos cráneos, copias de los que he conseguido en tiendas de
disfraces y en los chinos.
Una
cabina rojiza del sorpresivo Jaume Plensa
hace recordar una cabina telefónica británica acorazada. El título, Las brujas, despista y si no alude a
íntimos terrores infantiles, precisa de una acotación contextual que justifique
su epígrafe. Los que la han comprado como inversión, supongo que conocerán tal razón.
Una
pintura, obviamente horizontal de estilo hiperrealista, representa una hilera de
bidones aproximándose a los seis metros de largo. De nuevo, el tamaño de la
obra corre paralelo a la eficacia estética de la obra. Esta convicción
elemental se confirma cuando examinamos detalles de la misma: esos rastros en
la grava o arena sobre la que el montón de cacharrería se encuentra ordenada.
Casi diría que lo exquisito de este tipo de obras, lo mejor de las mismas casi
no es la obra en sí sino detalles tan notables como este de la arena pisada, en
los que puede notarse la voluptuosidad de la pincelada maestra arremolinando
surcos de gránulos.
Las
abstracciones si están realizadas con cierta pulcritud geometrizante y
potenciadas dinámicamente por el color, trascienden ligeramente ese estatus
somero de la abstracción y pueden dar sentido, habitar el lugar en el que se
encuentren colocadas.
Aquí veo una encendida tela de fosforescente rosa,
reclamando un espacio propio que no se da sino dentro de ella; una pieza que
subvierte todo marco y cuya dinamicidad hace pensar en la plasticidad de
fantasías crepusculares dalinianas.
Si el
arte plástico es la representación de todo trance, de toda trama, de todo
fragmento de esa trama, habrá momentos menos brillantes o más indiferentes que
otros. Visitando alguna exposición me ha ocurrido que un buen número de las
piezas expuestas me ha parecido falto de acontecimiento, insulso, indistinto.
En la abstracción este “peligro” es más posible quizá que en los campos de la
figuración, en los que el más mínimo trazo que represente algo inteligible es
rescatado enseguida por la atención. Al lado de estas dos piezas que describo,
encuentro otras que me parecen más pobres o menos llamativas. Me da casi
vergüenza pasar por ellas de inmediato, como si no me importaran. Si les dedico
un par de segundos cumplo con mi papel de visitante anónimo aficionado al arte,
así simulo consultar con no sé qué otros referentes en mi memoria que puedan
justificar el aspecto aburrido de lo que tengo delante.
Me
encuentro con una gran fotografía de un edificio a medio construir. Parece la
pieza de un enorme mecano. Obras de este tipo me hacen recordar aquello que,
asombrado, citaba Borges a propósito de un mapa que quería representar el
tamaño del territorio real del imperio y se extendía, en consecuencia,
cubriendo el espacio físico de tal imperio. Es una caricatura, pero algo
parecido debiera sucederle a esta foto. Si lo que se pretende representar es el
proceso de construcción del edificio en cuestión, la foto es lo suficientemente
eficaz, si lo que se desea es aludir a otros aspectos como son el aspecto o las
dimensiones del edificio inacabado, la foto podría ser el triple de grande. Cuanto
más grande se hace la obra de arte, salvo en el caso de la escultura, más
invisible: su carne desaparece en la extensión.
Un
cuadro en el que el personaje protagonista se enfrenta a una visión nocturna e
integral de la noche en la ciudad. La imagen nocturna es una suerte de
rompecabezas en el que gravitan las múltiples piezas: edificios, ventanas,
paseantes, farolas, estrellas, pero también otros objetos alusivos de características sorpresivas… De nuevo, el tamaño de la pieza invita al viaje
y a la impresión global. Si la medida para todo lo existente, tal y como se
recordaba en el Renacimiento, es el hombre, sí que importa que el tamaño del
arte no sea excesivo si no quiere correr el riesgo de dispersarse y desaparecer
de la vista. Es un forzamiento y un gesto improcedente ese que hace que nos
acerquemos a la obra y la examinemos con lupa, queriendo descubrir algo que no
hemos captado en un primer vistazo impresionado. Una obra puede ser un conjunto
endiablado de miniaturas, pero jugar a la escapada de la percepción es un
riesgo no aconsejable. El término medio para la percepción de una obra está ya
determinado por las artes plásticas mismas. Es la idiosincrasia del creador lo
que puede jugar a favor de aumentar o disminuir el tamaño de la obra para que
pueda ser percibida sin problema al tiempo que responde, ajustándose, a las excelencias del canon.
La
grata desconstrucción alude al dinamismo que se desata en el taller. El
acordeón de fragmentos amuebla de nuevo un espacio para la observación. La obra
es un proceso, como decía Whitehead acerca de la naturaleza.
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