Con el advenimiento
de las fiestas de Navidad, son comunes los comentarios de hastío o de rechazo,
del mismo modo que cuando se avecina un puente exagerado o una serie de fiestas
que alteran notablemente el curso habitual de los días. No estoy de acuerdo con
la actitud que desprecia frontalmente estas fiestas. Deberíamos hacer todo lo
contrario, vivir con contundencia todo tipo de fiestas porque lo que el
calendario está haciendo es avisarnos de un evento, de algo que rompe el tiempo
ordinario de las cosas. Precisamente, una fiesta es el advenimiento de algo
extraordinario que implica la ruptura con ese tiempo ordinario en el que no
ocurre nada especialmente consignado. La fiesta ordena la articulación del tiempo,
pues sin fiestas, el tiempo se haría infinito, monocorde y uniforme hasta lo
invivible. Habría, pues, que aprovechar el tiempo de fiesta, para,
independientemente de lo que religiosamente pueda significar de modo específico,
reflexionar sobre lo que la fractura del tiempo lineal y ordinario implica en
nuestra percepción de lo real. Una fiesta es un acontecimiento y sobre todo lo
es de la ruptura del tiempo existencial que vivimos. También podríamos
conceptuar la fiesta como un período de producción de sentido absolutamente
único, como una irrupción del otro lado
sobre nuestra cotidianidad. Recordemos lo
que decía el Oráculo de Delfos: la divinidad no se da a conocer sino a través
de signos. La fiesta podría ser,
sumariamente, esto: un derroche, una conjunción insólita de signos aunque en
realidad es más: la celebración de lo que tales signos quieren darnos a
conocer.
Mi madre falleció
hace un año. El duelo continúa, más o menos velado, más o menos oculto. He
pensado que si volviera verla, que si a través de circunstancias
extraordinarias se me permitiera verla, ¿cómo iba a ser tal encuentro, en qué
términos podría producirse? Teniendo en cuenta que mi madre ya ha trascendido
todas las miserias de este mundo, yo no podría presentarme ante ella con mis
eternas historias de neurótico, con mis limitaciones y servidumbres de todos
los días. Imagino el encuentro habiendo alcanzado yo un estado no igual, claro,
sino similar al suyo, es decir, habiendo superado, vencido, dejado atrás y
aniquilado para siempre todo lo que en la vida me ha impedido ser libre y
encarnar la belleza y la verdad, lo que durante mi existencia ha entorpecido
que alcanzara la libertad y la dignidad. Sólo, creo, desde este estado de
liberación, de mínima pureza, podría mirarla, afrontarla, comunicarme con ella
habitando ambos semejante estado de luz. Sería algo parecido a la situación que
se crearía si tuviéramos un encuentro con un gran amigo al que no hemos visto en muchos años. Al reencontrarnos no iríamos a presentarnos en las mismas condiciones que
antes, le mostraríamos que hemos evolucionado, que hemos cambiado para bien,
que hemos progresado en el trabajo, en la vida, en el amor, que somos mejores
que antes. Sería penoso confesarle a este amigo que no hemos progresado en
nada, que hemos ido para atrás, que no somos felices. Creo que este simbolismo
vale, hasta cierto punto, para ilustrar someramente cómo se realizaría el deseo de un encuentro extraterreno.
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