DIARIO DE NOTAS
Apenas leído el primer párrafo del libro de Loti sobre Egipto, - "La luna... ilumina un mundo que sin duda ya no es el nuestro"-, caigo en la cuenta: lo remoto hace alusión no sólo al tiempo histórico sino también a la significación de los símbolos. La presencia del símbolo parece tener su propio tiempo de vigencia. Aunque Loti se refiere más bien a una cultura, a una civilización, no a la relevancia estética o a la fuerza de símbolos específicos. De todos modos, una cosa se liga a la otra. Imaginar las edades de la Belleza, de los símbolos iría vinculado al estudio de las grandes civilizaciones en que se han producido esos estilos, esos modelos o formas, aunque el mundo de las formas pueda disfrutarse atemporalmente.
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Un fantasma se cruza con una loca en los pasillos de una vieja mansión.
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En el tren de cercanías un animado y pintoresco trío compuesto por una gitana, otra chica no gitana y un árabe, en plena juerga. La chica no gitana, la "paya", está colocada o borracha, no para de decir tonterías y de moverse en el asiento. La gitana le dice: "no estás en la calle", queriéndole decir que no grite, que se comporte. Las dos chicas llevan la ropa bien ajustada, un traje de una pieza pegado al cuerpo con la falda corta. El árabe se divierte, feliz de haberse encontrado con un par de europeas animosas y disponibles. Resulta dulzón escucharlo. Quizá se crea que le ha brotado un harén espontáneo. Difícil cuesta imaginarse lo inverso: un europeo divirtiéndose con dos chicas árabes. Los observo poco antes de que se bajen en Beniel: la rubia dispuesta a coquetear con el personal del vagón completo, la gitanilla moderna, coqueta también pero algo inquisitiva con las pretensiones del árabe, y éste, encantado de tener dos mujeres con ganas de marcha a su vera. ¿Cómo acabarán estos tres la noche de sábado?
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"Estoy convencido de que la vida no tiene ningún sentido", dijo, al parecer Lévi-Strauss en una de sus últimas entrevistas. Claro que la vida no tiene ningún sentido, hay que producirlo, dárselo. Y ese sentido lo construimos nosotros, no nos lo da ningún dios esquivo y contradictorio. Aunque sea para perderlo, confundirlo e intentar encontrarlo después. El eterno proceso.
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Quizás los poetas se merezcan su destierro. El mundo del que han sido expulsados es pobre y poco virtuoso.
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No sé dónde, en la escena de una serie televisiva o en la radio, escuché que alguien decía: "se lo ha creído todo, como un católico". Creo que ahí está una de las claves de mi conflicto personal, de mi incapacidad para abordar la vida, de mi irremediable mitificación de personas y cosas, de mis pululantes neuras. Me he creído la poesía, la belleza, el orden del mundo sin reparar que en el trato con la destartalada realidad es imprescindible contar con el azar y con la imperfección como carga sustantiva de la existencia. Me he creído la fábula, he aceptado a rajatabla el valor que representaban los personajes del cuento que me contaron cuando era niño. Y ahora que he conocido a gente, a algunas personas relevantes y hasta famosas, me doy cuenta de lo relativo que es todo, de que es imposible estar a la altura del mito las 24 horas si no queremos que nos mate la sublimidad incansable de la teoría.
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El otro día recordaba unas palabras de Borges en la entrevista que a principios de los ochenta le hizo Serrano: "Lo barroco se interpone entre el texto y el lector". No sé. A veces. No creo que sea siempre así. Me parece un estereotipo, aunque venga de labios de Borges. Actualmente formo parte del jurado de un concurso de poesía internacional, y me encontré con un poemario de admirable factura, de versos tan extremadamente labrados y complejos como sugerentes, que en vez de cansarme o complicarme la lectura, supusieron un agradabilísimo estímulo creativo, hasta el punto de que me puse a escribir, espoleado por una súbita musa, ávida de laberintos verbales. Quizá fue que la lectura de este poemario me pilló en un momento dulce, con la percepción relajada y permeable. Probablemente hay barroquismos que sí son un estorbo, que no sobrepasan el experimento, y otros que todavía son capaces de demostrarnos las capacidades demiúrgicas del lenguaje. Lezama Lima afirmaba que lo oscuro era el principio germinativo de la poesía, y Barthes decía que la exigencia de claridad en un texto era una exigencia retórica más, que lo complicado obedecía, simplemente, a un registro de escritura diferente, afirmación tremendamente liberadora para quien cree que niveles de realidad escurridizos pueden ser rastreados o ser creados desde el lenguaje mismo.
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