Desconozco si Walter Benjamin dedicó alguna reflexión específica a la obra de Piranesi. Aunque he frecuentado la obra del autor judío y leído fragmentos de su famoso Libro de los Pasajes, no he encontrado tal referencia. Seguramente se encuentre. Lo digo porque teniendo en cuenta cuál es el motivo panóptico de su gran reflexión sobre la modernidad - el orbe parisino - encuentro ciertos paralelismos entre las fotografías de Atget, que tanto interesaron a Benjamin, y la serie de grabados que Piranesi tituló Antigüedades Romanas.
Aunque también es cierto que Benjamin ya indicó porqué París y no Roma, había creado al tipo social del flanêur, del paseante solitario. El flanêur es un producto de la alienación moderna, el símbolo viviente de una pérdida, un reflejo vagabundo del hombre-masa que estaba deviniendo. París, la ciudad moderna, por excelencia, del XIX, tenía que ser el laberinto urbano por el que errara como un sonámbulo este nuevo tipo de ciudadano, el hombre anónimo de las ciudades masivas que deambula soñando su vida y su tiempo como algo ya espectral.
Roma es una ciudad demasiado sobrecargada de significado e historia. El flanêur no disfruta culturalmente de la ruina, está trabado en su presente que se ha converTido en un remoto pasado: la calle, las tortuosas callejas son el destartalado ámbito en el que gusta perderse. El flanêur está fuera del protagonismo de la historia. Precisamente lo que le perfila es esta fatal exclusión, su fluctuación en los márgenes del tiempo histórico.
Este marcaje diferencial del tiempo es lo que establece tanto las diferencias como los paralelismos entre la obra fotográfica de Atget y los grabados de Piranesi.
En las Antigüedades Romanas podemos ver personajes dispersos entre las colosales ruinas de los edificios antiguos: personajes representativos de las autoridades y de las distintas clases sociales. Podríamos decir que estos personajes son una suerte de prototipo del paseante moderno, del flaneûr, pero hay algunas diferencias sustanciales. En las Antigüedades, los personajes dispersos se mueven con tranquilidad en torno a las ruinas, parecen retozar o pasear alrededor de ellas pero no errar extraviadamente. El gesto de alguno de ellos es, incluso, de admiración hacia los monumentos. La presencia humana en las Antiguedades no es relevante en sí, salvo como comentario: las figuras señalan una enormidad que les supera, los restos de una civilización mítica, integrada en otra enormidad mayor: la naturaleza (concepto barroco del tiempo y del cosmos).
La ruina, en los grabados de Piranesi, es sólida, mantiene parte importante de su estructura, ocupa un lugar y crea un lugar. El espacio total es el de la naturaleza, en cuyo centro, súbitamente, se alza un imponente vestigio del artificio humano: los edificios y estatuas antiguas. La solidez precaria de la ruina romana, valga la contradicción, ofrece cierta correspondencia con las imágenes de Atget: en ambos casos, lo ruinoso, lo viejo, lo casi pulverizado adquiere, paradójicamente, una densidad indestructible, una suerte de compacidad energética.
Tanto las fotos de Atget como las Antigüedades comparten el hecho de haber adquirido entidad de catálogo. Piranesi, al ofrecernos un amplio conjunto, primorosamente realizado, de los edificios más destacados en el estado en que estaban cuando él los dibuja, efectúa una reflexión compleja: cómo naturaleza - que se va comiendo a la obra humana - y arte, pueden tener un origen común, pertenecer a una totalidad cósmica: la Naturaleza misma. Y aquí Piranesi se adelanta a Simmel, quien explica el encanto que nos producen las ruinas al contemplarlas como "obras de la naturaleza".
En la fotografía de Atget que reproduzco, vemos una tienda, una fachada con publicidad y tras ellos, las torres de una iglesia. Lo histórico y lo actual están prietamente engastados, se superponen en una suerte de collage creado por el azar. En la foto, la modernidad, representada por la tienda y, especialmente, por la publicidad, es ya vieja. Lo que apenas se ve, las torres de la iglesia escondida tras los compartimentos estanco de los edificios, es lo que resulta más familiar y atemporal. Aquí la presencia de la naturaleza es simbólica: la representa el desangelado arbolillo urbano. Es más, ha sido sustituída totalmente por la ciudad como flujo laberíntico continuo.
En los grabados de Piranesi las suntuosas ruinas se ubican en el marco general de la naturaleza, que en sí no tiene límites. En Atget, el espacio urbano y su complejo de signos, fluctúan directamente en el tiempo que los impregna y provee de un sello epocal específico.
La obra fotográfica de Atget nos ofrece un surtido inventario preñado de espesa melancolía: callejas desoladas, edificios destartalados, pasadizos y patios, azoteas y farolas de gas. rincones, escaleras, pasajes, casas de brujas... Sus fotos casi pueden olerse. Sus "antigüedades" son modernas: Atget pretendía fotografiar el viejo París, calles o grupos de calles cuyo origen se remontaba, en algunos casos, a la Edad Media. Pero lo que vemos es un extrafalario despliegue, un apiñamiento de objetos y de edificios costrosos, de cascotes y hiedra, una densa mole de tonos sepia a punto de venirse abajo.
En las fotos de Atget lo viejo, lo sucio, incluso, la basura, - esas fotos sobre traperos - se convierten en una jugosa sustancia: el sabor estricto del residuo, la obra atomizadora del tiempo. Y los residuos son eternos porque el tiempo no cesa de producirlos.
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En la fotografía de Atget que reproduzco, vemos una tienda, una fachada con publicidad y tras ellos, las torres de una iglesia. Lo histórico y lo actual están prietamente engastados, se superponen en una suerte de collage creado por el azar. En la foto, la modernidad, representada por la tienda y, especialmente, por la publicidad, es ya vieja. Lo que apenas se ve, las torres de la iglesia escondida tras los compartimentos estanco de los edificios, es lo que resulta más familiar y atemporal. Aquí la presencia de la naturaleza es simbólica: la representa el desangelado arbolillo urbano. Es más, ha sido sustituída totalmente por la ciudad como flujo laberíntico continuo.
En los grabados de Piranesi las suntuosas ruinas se ubican en el marco general de la naturaleza, que en sí no tiene límites. En Atget, el espacio urbano y su complejo de signos, fluctúan directamente en el tiempo que los impregna y provee de un sello epocal específico.
La obra fotográfica de Atget nos ofrece un surtido inventario preñado de espesa melancolía: callejas desoladas, edificios destartalados, pasadizos y patios, azoteas y farolas de gas. rincones, escaleras, pasajes, casas de brujas... Sus fotos casi pueden olerse. Sus "antigüedades" son modernas: Atget pretendía fotografiar el viejo París, calles o grupos de calles cuyo origen se remontaba, en algunos casos, a la Edad Media. Pero lo que vemos es un extrafalario despliegue, un apiñamiento de objetos y de edificios costrosos, de cascotes y hiedra, una densa mole de tonos sepia a punto de venirse abajo.
En las fotos de Atget lo viejo, lo sucio, incluso, la basura, - esas fotos sobre traperos - se convierten en una jugosa sustancia: el sabor estricto del residuo, la obra atomizadora del tiempo. Y los residuos son eternos porque el tiempo no cesa de producirlos.
Atget da testimonio con un instrumento nuevo - la fotografía - del estado contemporáneo del laberinto urbano; Piranesi elabora imágenes complejas como testimonio de lo que queda, en la época en que vivió, del antiguo esplendor romano, acuña en una imagen unitaria, racimos de imágenes, concentra en una eclosión la multiplicidad universal que fue el Imperio. La ruina es en Piranesi una forma específica que emerge de la frondosidad orgánica sin dejar de pertenecer a ella. El lirismo de las fotos de Atget es dramático, precisamente porque se trata de fotografías: la fotografía inaugura la temporalidad como nueva representación de nuestra existencialidad. Los grabados de Piranesi escapan a ese dramatismo, aunque su misión es muy semejante a la de Atget. Las ruinas piranesianas son tanto otro tipo de construcción como el resto de una civilización milenaria.
En definitiva, aunque el registro del soporte de nuestros artistas sea diferente, tanto en la obra de Piranesi como en la de Atget, asistimos a esa función del tiempo que lo mezcla y lo funde todo en una gran macroargamasa: el tiempo como flujo de heterogeneidades prensadas cuya lectura nos hace adivinar el pululante palimpsesto que lo estratifica y lo compone.
En definitiva, aunque el registro del soporte de nuestros artistas sea diferente, tanto en la obra de Piranesi como en la de Atget, asistimos a esa función del tiempo que lo mezcla y lo funde todo en una gran macroargamasa: el tiempo como flujo de heterogeneidades prensadas cuya lectura nos hace adivinar el pululante palimpsesto que lo estratifica y lo compone.
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