EL TEMPO DE LAS IMÁGENES
Quizá sea un error definir toda producción visual antigua como "lenta", pensando que la velocidad es específica de la modernidad, y que su consagración definitiva la encontraríamos en la eclosión de las vanguardias históricas: cubismo, dadadísmo, superrealismo, etcétera, suponiendo que podamos establecer una probable simetría entre la liquidación de las retóricas y una percepción nueva de la realidad, típica del espíritu de tal modernidad. Posiblemente si encargáramos, por sorpresa, al tendero de la esquina, que nos dibujara todos los palos de una baraja a su gusto, obtendríamos una pequeña muestra de arte arcaizante, en el caso de que tal hipotético personaje no fuera, precisamente, diestro en el manejo del grafito, lo que nos indicaría que, en el conjunto de esta sociedad sometida a las prisas estresantes y a la velocidad explosiva - véanse las películas de acción, llenas de efectos especiales y cuajadas de detalles que apenas si percibimos - no todas las destrezas y capacidades perceptivas marchan a la velocidad de la luz.
¿Hay una diferencia abismal entre, por ejemplo, las estampas populares y la obra pictórica de un Ferdinand Léger? Cambia el motivo, los aderezos, las vestimentas de las figuras, pero no, sustancialmente, el ritmo, la atmósfera. Sí que podríamos decir que al pintor actual le es más difícil representar lo sublime que al artista antiguo, pero ello por motivos obvios: no sólo cambian las técnicas sino los depósitos de la inspiración. Lo sagrado ya no es motivo de representación directa. O bien cambia de envoltura, o bien se refugia en el estro tímido de la palabra poética. ¿Quién hay actualmente que pinte como Caravaggio o Velázquez? Si lo hubiera, no sería más que un anacronismo y su significación no iría más allá de la copia laboriosa. Ahora bien, ¿hay un arte sacro más barrocamente admirable y actual que los pasos de Semana Santa?
Admitiendo estas relatividades, sin embargo, el encanto de algunas imágenes de épocas pretéritas se nos hace difícilmente imaginable hoy e innegablemente específicas de su tiempo. A la encantadora ingenuidad de las imágenes que aquí reproduzco, se le suma cierto carácter remoto: la imposibilidad de que puedan volver a darse.
¿Hay una diferencia abismal entre, por ejemplo, las estampas populares y la obra pictórica de un Ferdinand Léger? Cambia el motivo, los aderezos, las vestimentas de las figuras, pero no, sustancialmente, el ritmo, la atmósfera. Sí que podríamos decir que al pintor actual le es más difícil representar lo sublime que al artista antiguo, pero ello por motivos obvios: no sólo cambian las técnicas sino los depósitos de la inspiración. Lo sagrado ya no es motivo de representación directa. O bien cambia de envoltura, o bien se refugia en el estro tímido de la palabra poética. ¿Quién hay actualmente que pinte como Caravaggio o Velázquez? Si lo hubiera, no sería más que un anacronismo y su significación no iría más allá de la copia laboriosa. Ahora bien, ¿hay un arte sacro más barrocamente admirable y actual que los pasos de Semana Santa?
Admitiendo estas relatividades, sin embargo, el encanto de algunas imágenes de épocas pretéritas se nos hace difícilmente imaginable hoy e innegablemente específicas de su tiempo. A la encantadora ingenuidad de las imágenes que aquí reproduzco, se le suma cierto carácter remoto: la imposibilidad de que puedan volver a darse.
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