Quizá la casualidad no exista pero se disfraza de sí misma para actuar.
El otro día la compra del libo de Bonnefoy, el territorio interior, libro que ya tenía pensado leer y la adquisición accidental de Diario de mi prisión, de Aureliano Ibarra, personaje que no conocía en absoluto, y en consecuencia, menos tal diario cuya portada activó en mí unas expectativas imaginarias que se confirmaron después, me produjeron un intimo y discreto rosario de embriagueces topológicas.
Ambos libros, notablemente diferentes, tienen algo en común que los estructura: la incidencia espacial. En uno el espacio se desarrolla y se va definiendo conforme va desplegándose, es una expedición, una incursión de direcciones trémulas; en el otro, el espacio es un confinamiento, un límite, una detención en torno a la que gira cualquier observación. El territorio interior de Bonnefoy es, latamente, una evocación del paraíso posible a través de paisajes, ciudades, monumentos y evocaciones artísticas. El libro de Ibarra, que no es ni siquiera conceptualmente un libro sino la serie de anotaciones que llevó día a día durante su estancia como prisionero político en el castillo de Santa Bárbara, entre 1867 y 1868, se nimba de cierto aire novelesco no por la calidad literaria del texto sino por la excepcionalidad de las circunstancias.
En suma todo libro viene a ser la definición o el esclarecimiento, aunque sea turbulento, de un territorio, de un espacio ya sea anímico, semántico, ideológico, vital. Todo libro es un tramo de vivencias, de aventuras, el relato de algo. Es por ello que la noción de espacio parezca elemental, ineludible. En el libro de Bonnefoy el espacio es un espacio ansiado, transmutado, soñado lúcidamente. En las notaciones de Ibarra ese espacio lo dan muy concretamente sus circunstancias como preso, el enclave del castillo como eje único de movimientos y divisamientos.
El espacio se recorre, se rastrea, se habita. Y es el instinto poético el que metaforiza tramos concretos, el que hace catálogo de alucinaciones.
Bonefoy menciona ventanas lejanas encendidas en la noche, objetos chocantes encontrados en iglesias locales, desiertos, ciudades, fortalezas, la hierba de la tarde – curiosamente Breton sintió una intensa fascinación por la hierba apreciada en luminosas tardes durante su viaje a Estados Unidos - ; mientras Ibarra divisa con catalejo, desde la torre del castillo donde está confinado, los reflejos de la luna sobre el mar, los fuegos artificiales de la población cercana, los alrededores de su prisión. Factores espaciales como detonantes de la ensoñación, de los dilucidamientos interiores y del voluptuoso naufragio en la vastedad de la continuidad.
La inquietud, el deseo de Bonnefoy es el de rastrear el itinerario de los lugares en los que, a través de sensaciones e intuiciones, la felicidad ha dado signos de poder germinar. El territorio interior de bonnefoy no supone, pues, dualismos ni divisiones conceptuales. Lo “interior” es la nominación eventual de la vivencia que no se ha producido sino en comunión con ese espacio que se deshoja en parajes, impresiones e imágenes. Reclama que la plenitud se vislumbre en las cercanías por las que se ha transitado, en un aquí y ahora atemporales, y no tengamos que imaginarla en mundos distintos al que percibimos. Es en el corazón de cada uno donde el bienestar y la verdad se dilucidan y revelan no por las determinaciones de ninguna teoría sino por las evoluciones de nuestra andadura personal.
El espacio vivido constituye la propia vivencia y ésta supone direcciones, destinos.
Mientras que el libro de Ibarra es una donación sorpresiva de los pecios enterrados del pasado que por una casualidad es hallado – de pronto se me informa de unos personajes y de unos hechos muy próximos geográficamente de cuya existencia no tenía el más mínimo conocimiento -, el libro de Bonnefoy sondea los espacios del presente yendo al esclarecimiento del futuro.
El tándem espacio-tiempo actuando, como era de esperar, fusionando partículas, articulando mundos, girando sobre sí mismo.
Evidentemente, el espacio supone el tiempo, (aunque para Borges el espacio fuera sólo una incidencia del tiempo): finalizado el cautiverio la escritura del diarista corta su flujo, el registro de nombres y cosas se acaba. No hay mayor significación que la obvia: Ibarra sale del castillo y se va a casa donde anota, feliz, su última hoja. El tiempo que se dirime en la reflexión de Bonnefoy tiende a la indeterminación, a la superación o encarnación final de las horas en una, la hora última que será la primera de la eternidad, la Hora de lo Uno, el territorio interior por fin dilucidado, en donde, como dirá Plotino, y que el autor cita: nadie caminará ahí como en tierra extranjera.
El espacio se recorre, se rastrea, se habita. Y es el instinto poético el que metaforiza tramos concretos, el que hace catálogo de alucinaciones.
Bonefoy menciona ventanas lejanas encendidas en la noche, objetos chocantes encontrados en iglesias locales, desiertos, ciudades, fortalezas, la hierba de la tarde – curiosamente Breton sintió una intensa fascinación por la hierba apreciada en luminosas tardes durante su viaje a Estados Unidos - ; mientras Ibarra divisa con catalejo, desde la torre del castillo donde está confinado, los reflejos de la luna sobre el mar, los fuegos artificiales de la población cercana, los alrededores de su prisión. Factores espaciales como detonantes de la ensoñación, de los dilucidamientos interiores y del voluptuoso naufragio en la vastedad de la continuidad.
La inquietud, el deseo de Bonnefoy es el de rastrear el itinerario de los lugares en los que, a través de sensaciones e intuiciones, la felicidad ha dado signos de poder germinar. El territorio interior de bonnefoy no supone, pues, dualismos ni divisiones conceptuales. Lo “interior” es la nominación eventual de la vivencia que no se ha producido sino en comunión con ese espacio que se deshoja en parajes, impresiones e imágenes. Reclama que la plenitud se vislumbre en las cercanías por las que se ha transitado, en un aquí y ahora atemporales, y no tengamos que imaginarla en mundos distintos al que percibimos. Es en el corazón de cada uno donde el bienestar y la verdad se dilucidan y revelan no por las determinaciones de ninguna teoría sino por las evoluciones de nuestra andadura personal.
El espacio vivido constituye la propia vivencia y ésta supone direcciones, destinos.
Mientras que el libro de Ibarra es una donación sorpresiva de los pecios enterrados del pasado que por una casualidad es hallado – de pronto se me informa de unos personajes y de unos hechos muy próximos geográficamente de cuya existencia no tenía el más mínimo conocimiento -, el libro de Bonnefoy sondea los espacios del presente yendo al esclarecimiento del futuro.
El tándem espacio-tiempo actuando, como era de esperar, fusionando partículas, articulando mundos, girando sobre sí mismo.
Evidentemente, el espacio supone el tiempo, (aunque para Borges el espacio fuera sólo una incidencia del tiempo): finalizado el cautiverio la escritura del diarista corta su flujo, el registro de nombres y cosas se acaba. No hay mayor significación que la obvia: Ibarra sale del castillo y se va a casa donde anota, feliz, su última hoja. El tiempo que se dirime en la reflexión de Bonnefoy tiende a la indeterminación, a la superación o encarnación final de las horas en una, la hora última que será la primera de la eternidad, la Hora de lo Uno, el territorio interior por fin dilucidado, en donde, como dirá Plotino, y que el autor cita: nadie caminará ahí como en tierra extranjera.
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