NIETZSCHE: DINÁMICA
DE LAS FUERZAS Y MULTIPLICIDAD VITAL
Podríamos decir que Nietzsche
propicia su caricatura. Lo radical de su empresa filosófica, la vehemencia de
su estilo ensayístico, lo hiperbólico de
sus conceptos: el superhombre, la transvaloración de todos los valores, la
crítica vitriólica a la tradición filosófica y religiosa; unido todo ello al
drama de su vida personal y profesional, -
ser un solitario en la historia moderna del pensamiento, la locura final
-, abonan el terreno para la eclosión de
estereotipos y parodias. Pensemos en ese sorpresivo apócrifo “Mi hermana y yo”,
imitación puntual de la vivaz prosa nietzscheana.
Tenemos incluso una imagen del
personaje Nietzsche, esas fotos vestido de militar prusiano, sable en mano, o
esas desconcertantes cartas a amigos y profesores, que suscitan el equívoco
inquietante a cerca de lo que iba a consistir el siglo XX: una mezcla convulsa
de locura fascista y de locura surrealista, ambas, las dos caras de la misma
moneda, según Adorno.
Claro está que esa
caricaturización no es sino nuestra recepción superficial y libresca de quien ha
decidido ser él mismo, tanto como individuo como pensador.
Nietzsche escribió que lo
profundo ama, necesita la máscara. Pero esa necesidad de máscara no sería sino
una estrategia para poder soportar la
propia lucidez mostrándola a los otros tal cual, retándoles a descifrarla, con
la intención de hacerles ver que lo que supuestamente se esconde o se
metamorfosea, es precisamente lo que se muestra. La máscara, sería, paradójicamente,
el rostro real. Esa intensidad desatada de la máscara es la que nos sorprende
en el despliegue conceptual nietzscheano: hay que saber interpretar lo que en
principio parece ser intransigencia, analizar lo que motiva su intemperancia,
saber ubicarnos en el espacio
conceptual de la inmanencia que reivindica para darnos cuenta que las
complejidades que implica su pensamiento no aluden ni emergen sino de la externidad viva, de la valoración de las apariencias no como lo que
está en lugar del mundo (1) sino como expresiones del mundo, y de la voluntad como único y verdadero valor.
Con Nietzsche se impone el desligamiento
de todo orden metafísico, y un desciframiento de lo aparente: el
desentrañamiento de nuestra implicación en el movimiento de la vida.
Es por ello que ante una figura y
una obra como la de suya, se hace necesaria la tarea de cuestionar los
prejuicios y las interpretaciones superficiales o perversas que por el carácter
vehemente de tal obra y de tal autor, han producido las lecturas erróneas o
interesadas tanto de profesionales de la filosofía como de profanos en la
materia, sean escritores o políticos, fomentándose las conocidas caricaturas de
un Nietzsche filonazi, o la del vocero más exaltado de un nihilismo radical que
viniera a consistir meramente en la aniquilación de todo valor y no en la
creación de otros a partir de la autoafirmación personal.
Creemos que una lectura vitalista
de Nietzsche puede evitar los empobrecimientos de tales radicalizaciones.
Contextualizar a Nietzsche,
significa ya no sólo detectar las causas epocales, históricas, incluso
psicológicas que propiciaron la reacción de su pensamiento frente al conjunto
de valores y convenciones que le rodeaban y que formaban parte de su cultura,
sino comprobar qué ramificación de sus observaciones, qué alusiones nos tocan
directamente hoy en día, hasta qué punto es Nietzsche nuestro contemporáneo, y
si, despejados todas las interpretaciones grotescas, su obra sigue planteando
la gran revolución del pensamiento moderno.
La intempestividad nietzscheana precisa de una actualización interpretativa,
no para justificarla o simplemente negarla, sino para recuperar y comprender
sus razones. Una lectura no dosificada de los conceptos clave nietzscheanos, el
someterse a esa implacable intempestividad, es quizá lo que haya hecho decir a
un Harold Bloom que “la miscelánea sabiduría de Nietzsche...
desasosiega más que aclara” (2).
También es cierto que, más que exégesis previas lo que Nietzsche reclama es una
lectura empática. La lectura nietzscheana supone “ una experiencia de
pensamiento que marca un ritmo propio de expresión y que, para comprenderla y
participar en ella, no basta con quedarse en la literalidad del texto sino que
es necesario seguir su movimiento y
descifrarla conectando con el movimiento pulsional a partir del cual el pensamiento
discurre”, advierte Sánchez Meca (3). Es decir, nos encontramos ante una
experiencia de pensamiento que transgrede las normas habituales que estructuran
el discurso lógico para ir a introducir los tempo
de que se constituye tal experiencia. El lenguaje filosófico deja de ser un
instrumento extraño al latir mismo de la vida, a los balbuceos y luminosidades
del pensamiento. Nietzsche hace arrancar al pensamiento no de sistemas previos
ni de jergas institucionalizadas, sino del vibrar mismo del cuerpo.
Es por ello que su escritura devenga fragmentaria,
aforística, multirradial, estética, la escritura de quien ha decidido vivir y
pensar a la intemperie. Efectivamente,
la escritura de Nietzsche deviene estética, porque para el autor, el
arte es el modo ideal y verdadero de vivir, el más libre, sano, certero y rico;
es fragmentaria porque no busca la tranquilidad teórica de explicitar o
completar un sistema, sino responder con el pensamiento al desasosiego del
instante, porque quizá no vivimos sino fragmentariamente, porque la paz de
habitar los grandes relatos se ha diluido, porque el fragmento busca la
temporización vital y alude a la forma experiencial máxima de la plenitud: el
instante.
Las implicaciones del concepto
del instante resultan bien reveladoras del plan de desconstrucción nietzscheano. Si, en definitiva, tanto el
platonismo como el cristianismo cifran el logro de la felicidad en el
sacrificio del presente para recibir en el más allá la recompensa justa,
Nietzsche piensa, literalmente, en sentido contrario, es decir, que no hay otra
recompensa que la satisfacción de la
voluntad ni otra plenitud que la que la
vida otorga tras esa satisfacción. Para Nietzsche las figuras
platónico-cristianas son intermediarios prescindibles ante las nuevas urgencias
que ha adquirido el existir, y la “demora” que ambas tendencias proponen, una
estafa al libre fluir de la vida.
Podríamos decir que con Nietzsche
se acaba definitivamente la paciencia
con las retóricas filosófico-académicas. Pero la reacción irá mucho más lejos
que el mero ajuste o corrección conceptuales. La filosofía de Nietzsche se
articula sobre el eje salud-enfermedad,
con la afirmación nuclear de la voluntad como máximo valor y creadora de
verdades. Todo lo que pretenda controlar, configurar opresivamente, someter la
energía de la voluntad, es conceptuado como enfermedad moral, como decadencia,
como mal a combatir. Con Nietzsche se
inaugura la crítica frontal a la ratio
como reguladora y controladora del sujeto y a todas las formas seculares o no
de dominio bajo las que se agazapa y en las que se transforma. Es por ello que
se declare en contra de la mediocridad uniformante de las democracias
igualitarias, reflejo profano del ideal de salvación para todos del
cristianismo y expresión de la moral de rebaño o del esclavo; que advierta de
la fuente de equívocos del feminismo,
cuya simetría de derechos sin matices,
fertiliza un campo de enfrentamientos constantes; que critique a los
anarquistas, pues sin una mínima cohesión, la sociedad se hace inarticulable;
que denuncie la impostura del nacionalismo; o que rechace el automatismo del
hombre moderno, obsesionado con
conseguir sólo el confort. Nietzsche quiere llevar a cabo un desenmascaramiento
de los instrumentos que la razón ha producido como reguladora-carcelaria del
cuerpo, de los instintos, de la razón natural de la voluntad de potencia.
Como todos sabemos, hay una forma
sencilla de acercarnos con brevedad a la realidad de un pensamiento, y es
diciendo, en principio lo que ese pensamiento no es. La afirmación nietzscheana
de la voluntad de potencia no consiste en aplastar al vecino o en abjurar de
todo valor porque sí, sino que se presenta como el principio básico de la
soberanía del sujeto. El matiz que Nietzsche se propondrá defender es que la
soberanía no se consigue sin la afirmación bruta de la propia individualidad en
liza, es decir, que la soberanía depende más de la voluntad de potencia que de
la voluntad de verdad. Cierto es que la voluntad de potencia no se traduce en
una ley, lo que por otro lado, confirma su libertad, su no deseo de imponerse a
cualquiera, su natural asistematicidad.
Pero lo que la experiencia dionisíaca del mundo supone no es la liberación
salvaje de las fuerzas arcaicas, el desenfreno inconsciente, el sumirse en la
indistinción orgiástica, la penosa dispersión del cuerpo, sino todo lo
contrario: representa el estado de mayor lucidez y percepción del evento
estético del mundo(4) .la voluntad
de poder no es la fuerza natural ni la masa caótica de los instintos, sino un
impulso, una pugna por autosuperarse y autopreservarse, de autoafirmación hacia
el bienestar supremo que es el de tener el máximo de potencia. La voluntad de
potencia busca potenciar la potencia, en definitiva.
Hay una equiparación simbólica
entre la figura del superhombre y la del niño, anotada por el profesor Goncal Mayos (5), que resulta
ilustrativa de lo que Nietzsche quiere
decir con el concepto de superhombre. Para ello, Mayos decide traducir
superhombre por transhombre, que según él, se aproxima más al sentido de lo que
Nietzsche quiere comunicar y se aleja de la fácil caricaturización que
señalábamos al principio.
La capacidad del niño para
reponerse de modo inmediato ante cualquier desencuentro, su insaciable sed
lúdica, su egoísmo pero también su generosidad e inocente entrega, son
cualidades que se reflejan en la figura del “transhombre” nietzscheano, para
quien se reclama idéntica potencia autogenerativa, idéntica pasión lúdica por
la vida, semejante dinamismo virginal. El niño es para Nietzsche, según apunta Pier Aldo Rovatti, (6) el modelo a conquistar: la “inocencia” representaría la meta de
la voluntad de potencia en tanto ésta se desprendiera de todos los prejuicios y
condicionamientos culturales adquiridos y superara esos estratos ideológicos
que funcionan como corsés del libre movimiento del espíritu, cargando al sujeto
con los lastres de la conciencia, de una identidad, de unos valores y de una
pertenencia a una cultura. Tanto de todo esto, como del telón de fondo último
metafísico sobre el que se corresponden y justifican, quiere Nietzsche liberar
al sujeto en esta reivindicación del niño.
Rovatti se arriesga a decir que
quizás, tras todo orden metafísico, más allá del mundo organizado de las
apariencias representativas, se encuentre un lugar imaginario, metafórico, que
sería el que le correspondería al niño. La infancia sería pues ese lugar
imaginado en el que el hombre encontrándose presente con todas las
virtualidades positivas y pletóricas a
flor de piel, no experimentaría todavía las sanciones derivadas de sus propias
construcciones culturales, el continente en el que podría ser él mismo porque
no habría interiorizado los dictados de una cultura: la infancia como el lugar
ajeno a la trascendencia, y a los intereses espurios, salvo el de la propia
afirmación. En un aforismo, Nietzsche cifra la dignidad del hombre ante la vida
y el trabajo basándose en la seriedad que el niño tiene jugando con sus
juguetes.
Así, pues, lo que Nietzsche
reclama es la potencia legítima que renueve y preserve su energía espiritual del constante control
que ejerce el poder político, las ideologías, la escala de valores establecida,
la sociedad. La agresión o la exclusión del otro no son cláusulas sustanciales
de una afirmación de la voluntad de poderío: esta exige su soberanía sobre sí
misma y no consiste sino en un largo proceso de educación y sublimación.
Nietzsche es también un hijo de
su época, como todos, pero lo que le singulariza es, precisamente, su reacción
al nihilismo que respira como producto de su tiempo. El nihilista pasivo acepta
la nada como una condenación ineludible de la desnaturalización y decadencia de
la sociedad, y podríamos decir que,
paradójicamente, estancándose en esta actitud derrotista llega a “afirmarla”
convirtiéndola casi en un valor ante la inexistencia o ineficacia de otros. El
nihilista Nietzsche niega unos valores que juzga opresivos y falsos, para
afirmar el propio ser, destruye valores caducos para crear otros que defiendan
los intereses del sujeto libre de nominaciones sacrales, de obligaciones
contranaturales. El nihilismo de Nietzsche es, en este sentido un nihilismo
creativo, y no una tendencia que se complazca en la mera confirmación de la
desolación irremediable del hombre moderno, huérfano de dioses y ahíto de ideologías
mediocres sustitutorias. Entre el nihilismo de su momento histórico y el
nihilismo de Nietzsche que pretende trascenderse en una radicalización del
nihilismo que lo convertirá en potencia creativa, hay una mera tangencialidad,
no una identificación sustancial. A través de Nietzsche, corregimos el sentido
negativo que infecta al término nihilismo, confundiéndolo con lo que denuncia.
El nihilismo, pues, no como una mera constatación de la desesperanza, ni como
una nueva religión, sino como operación de higiene, como reacción vital.
Nietzsche rechaza, pues, el nihilismo derrotista, inercial, decadente. “El
pesimismo moderno es una expresión de la inutilidad del mundo moderno, del mundo y de la existencia”, dice en sus
escritos póstumos (7).
Es decir, el mundo actual no es el Mundo, sino una de sus
representaciones posibles, una de sus fases históricas, una imagen más del
mundo, quizá de las más lamentables, y no el mundo en su totalidad. El matiz
que introduce Nietzsche es importante y alienta la posibilidad de vivir y
sentir de un modo distinto a las que dicta la alienación moderna. Frente a los
empobrecimientos del mundo moderno, que sólo a él pertenecen porque él los ha
producido, se abren otras posibilidades de vida que se expanden en contra de
ese mundo específico. El mundo moderno es un momento del mundo y no el mundo en
sí. A partir de esta “despedida” de los
pesimismos y decadencias del mundo moderno, se hace posible la lectura
esperanzada de otras formas de vivir, relacionarse, pensar.
EL CUERPO Y EL
ENTRAMADO DE FUERZAS
Con Nietzsche se diluye la
univocidad del pensamiento y del interpretar, la pretensión objetiva de una
verdad representable, la sacra fijeza de los valores heredados. Eclosiona,
pues, según el decir de Foucault, la similitud, no la semejanza regida por el
principio de la identidad. Entramos en el universo de las series, de la
multiplicidad, del juego de fuerzas.
Lo aparente no es sino el resultado de una complejo
filtramiento de causas y motivaciones inconscientes, al tiempo que es nuestro
campo de movimiento, relación y expresión. Para poder llegar a esta visión de
la realidad, Nietzsche ha tenido que desembarazarse de los prejuicios de una
larga tradición que escatimaban las realidades y sensaciones del cuerpo,
desarticular la linealidad trascendente del tiempo, sustituyéndola por el
devenir, y arrojar al sujeto a las impredecibilidades del azar. La rebelión
dinamizadora nietzscheana, supone la negación del dualismo entre el mundo de
las apariencias y la verdad, y hace emerger la pluralidad interpretativa, como
forma de enjuiciar las nuevas diversidades del mundo. Si el emplazamiento de la
satisfacción y realización de nuestras excelencias personales en la
construcción ideal de la metafísica es algo inviable e ilusorio, recuperemos el
único espacio nativo en el que poder desasirnos de toda servidumbre ideológica,
es decir, la realidad del cuerpo, la inmediatez de los sentidos. Para Nietzsche
todo planteamiento metafísico, la influencia de los dualismos clásicos en la
configuración del pensar, no es sólo una rémora para sus propios
planteamientos, sino la encarnación de la objeción misma a que estos problemas
se resuelvan en el seno alquímico del cuerpo, de la voluntad.
Sencillamente porque la moral y la filosofía tradicional
lo han negado, el cuerpo es lo que queda por descubrir. Descubrimiento que no
dependerá, meramente, del naturalismo, sino de la radicalización del mismo que
Nietzsche pretende llevar a cabo como proyecto de liberación total en el ámbito
de la postmetafísica que la ciencia agnóstica también propicia.
Por lo tanto, en Nietzsche,, el cuerpo es más que el
cuerpo. En cierto sentido deja de serlo, pues la exacerbación de su concepto
biológico viene a surtir el efecto alquímico de desprenderlo de las meras
connotaciones de ser algo inertemente material. El cuerpo es energía, pulsión,
entramado de fuerzas.
Esta suerte de “desmaterialización” del cuerpo, pareciera
ilustrar el tipo de operación transformadora que Nietzsche, pretende en su estrategia
de efectuación de la voluntad de poder. Potenciar al máximo la
materialidad, llevar hasta las últimas consecuencias el nihilismo, responden en
el plan de Nietzsche, a la única actualización posible del hombre, es decir, a
despojarlo de los convencionalismos, de toda sujeción mistificadora a los
valores.
Podríamos decir que Nietzsche emplea todas sus fuerzas por luchar contra
todo sistema de pensamiento que pretenda regular a través de un sistema cómo se
constituyen las cosas y cómo hay que actuar, contra toda teoría que limite el
movimiento. Y aquí hablamos de
movimiento físico teniendo en cuenta que para Nietzsche la fisiología no es
soporte de nada extraño o distinto a su propia complejidad
Si lo único
importante es la voluntad de potencia, una crítica radical de las servidumbres
culturales no puede sino exponer el contraste existente entre las necesidades
del sujeto particular y el universo de los accidentes, y el estatismo de unos valores depositarios de
la cultura a la que pertenece.
Nietzsche se rebela contra la incapacidad intelectual de
renovación que supone el denso y mero acopio historiográfico, la complejidad
puramente conceptual de la filosofía, su obstinación teórico-técnica. Las
claves para comprender el mundo nos las está ofreciendo el latir de la propia
vida, están en el texto del mismo mundo,
y no en las sedes distantes de los escritorios. Ahora se revelan nuevas
complejidades, complejidades más efervescentes, más insólitamente próximas a
nosotros, como las que guardan y constituyen nuestro propio cuerpo, nada más y
nada menos.
La valoración que del cuerpo hace Nietzsche, no se reduce
a un vitalismo epocal como reacción a la presión de puritanismos del entorno,
ni a una mera liberación revolucionaria de los instintos - el impulso
dionisíaco tiende a la unidad (8)-.
El matiz reside en cómo descubre y destaca Nietzsche nuestra ignorancia real de
los complejos procesos que actúan en y son el cuerpo. Hemos convertido, muy
órficamente, el cuerpo en una rémora del alma, hemos postergado nuestro conocimiento
profundo del mismo, exaltando las teorizaciones sobre lo impalpable. Ahora es
cuando nos damos cuenta que también el cuerpo tiene regiones impalpables, y
que, quizá, todo él, lo es tanto como las disquisiciones más exquisitas sobre
los atributos del verbo. A propósito de ello, y en consonancia con lo referido,
dice Ortega: “La carne del hombre
manifiesta algo latente, tiene significación, expresa un sentido. Los griegos,
a lo que tiene sentido llamaban Logos,
y los latinos tradujeron esa palabra en la suya: verbo. Pues bien: en el cuerpo del hombre el verbo ser hace carne;
en rigor, toda carne, encarna en verbo, un sentido. Porque la carne es
expresión, es símbolo patente de una realidad latente. La carne es jeroglífico.
Es la expresión como fenómeno cósmico” (9).
Parece claro que el famoso y milenario dualismo
cuerpo-alma, se esfuma ante esta serie de observaciones que abandonando la
tendencia a ubicar el sentido en los limbos arquetípicos, lo hacen emerger ya
no sólo de la expresión simbólica, sino del cuerpo mismo. Hablando
semióticamente, el cuerpo es el referente de sí mismo, el significante y el
significado, simultáneamente. Si el instante es insondable, también lo son las
motivaciones no conscientes del cuerpo, lo que surca a través de él, lo
que, en definitiva, puede llegar a
hacer. “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”, dice la famosa frase de Spinoza.
Del mismo modo que cuando ahondamos en el estudio atómico de la materia, se
dispersa el concepto de esta como algo compacto y puramente externo, ,
complicándose para el mecanicismo no la explicitación de la conversión de la
materia en energía, sino lo que viene a resultar la energía. Lo fisiológico en
Nietzsche, como en el caso de Ortega, es un conjunto de pulsiones a descifrar,
pulsiones que portan un sentido y cuya motivación originaria seguimos
desconociendo. Lo fisiológico es, pues,
más que lo meramente fisiológico, es lo no conocido, lo que ha sido
negado o exorcizado, una condición cultural, pues el juego de fuerzas que lo
constituye determinará la tendencia que adquiera la cultura que sepa o no
tratar al cuerpo.
Según neguemos o afirmemos el cuerpo, según el grado de
vulnerabilidad o energía, que ostente, la cultura adquirirá un cariz distinto,
y en consecuencia los valores o la forma de afrontarlos, crearlos o
interpretarlos.
El cuerpo reclama, entonces, una forma particular de
estudiarlo. La fisiología no le basta (10).
Deja de ser el objeto externo de la investigación positivista. Precisa de una
interpretación que le restituya su auténtica dimensionalidad, una
dimensionalidad, como dice Ortega, cósmica.
En esta tesitura
¿en qué se convierte, qué es la fisicidad? Una supuesta cualidad, un puro nominalismo,
pues los sentimientos, la totalidad de las cogniciones, no funcionan sino con
el objetivo de fomentar la energía vital.
Nietzsche no “espiritualiza” al cuerpo, lo que vendría a
ser, simplemente, un invertir teóricamente las adjudicaciones conceptuales, y
no librarse de ellas. Ahora lo que importa es que la suma valorativa de la
realidad depende del grado de equilibrio que las fuerzas en lance obtengan, del
balance alternante salud-enfermedad.
Toda la capacidad sentimental e intelectual del individuo
funcionan como mediación de retribución energética, del mismo modo que el
placer también es un medio para multiplicar la voluntad de potencia, y no su
objetivo culminante: “Toda la vida consciente, el espíritu incluyendo el alma,
incluyendo el corazón, incluyendo la bondad, incluyendo la virtud, ¿para quién
trabajan? A favor del mayor perfeccionamiento posible de los medios (de
nutrición, de crecimiento) de las fundamentales funciones animales, ante todo:
del crecimiento vital” (11).
Nietzsche para dejar claro que el principal valor es la
voluntad de potencia y su fomento desde los más variados canales intelectuales
y físicos, subraya el carácter meramente mediador de cualquier otro valor:
afirmar lo contrario, que la voluntad de potencia marchase a la búsqueda de
algo concreto o inaprehensible, significaría entrar en los dispositivos que rechaza
en el cristianismo y en la moral común, declarar, contradictoriamente, que hay
algo, supuestamente localizable, tangible, estático, más imperioso que la
voluntad misma.
Cierto es que si la conciencia es un órgano más de esa
complejidad, de esa multiplicidad sincronizada que es el cuerpo, ello nos
remite a dimensiones inconscientes de nosotros mismos, pues, a pesar del orden
jerárquico de conceptos y valores que utilizamos para conocer y conocernos, no
sabemos las causas profundas de nuestros deseos ni cómo, en definitiva,
harmonizamos nuestras singularidades.
Pero el cuerpo no será una plataforma para
reivindicaciones sensoriales o puramente hedonistas, que entrando en el debate
lo convertirían, de nuevo, en mero concepto, negándolo, y creándose de este
modo un círculo vicioso. Hay que emprender el cuerpo porque somos un cuerpo, no tenemos un cuerpo, como matizaba Sartre. Un cuerpo cuya madeja de pulsiones precisan
de un desentrañamiento, a la luz de cuyas revelaciones descubriremos y
definiremos un concepto dinámico, potencializado de realidad.
Lo prioritario en Nietzsche, es devolver al sujeto a un
aquí y a un ahora que no significan el
origen mítico de ningún nacimiento ni la fundación profana del ser, sino la
restitución del tiempo de la inmanencia, es decir, el único punto desde el que
puede plenamente lleva a cabo algo, realmente.
El motivo del movimiento físico podemos emplearlo para ilustrar cómo se
implica el sujeto en esta operación de desajuste liberador, de descentramiento
revelador. Si traducimos, elementalmente, voluntad por movimiento, tanto
interior como exterior, los valores morales, la conciencia, la religión, vienen
a convertirse en un obstáculo para su libre desenvolvimiento. El movimiento no
puede plantearse libremente qué límites franquear y qué otros desechar si ya
existe un plan de direcciones reguladas como únicas posibles dictadas por los valores y normas preestablecidos.
El planteamiento a priori nulifica el riesgo del
movimiento, de lo que espontáneamente puede la voluntad emprender o descubrir,
desnaturaliza su poder de autocreación.
Lo erróneo de los valores morales no está tanto en su concepción, como
en su prestigiosa conversión en meta, en objetivo. Paradójicamente, podríamos cumplir
con algunos de esos preceptos morales si, previamente, nos deshiciéramos de
ellos. Como decíamos anteriormente, los valores son en todo caso medios
posibles y no fines de la voluntad. La ubicación estática, (sigamos utilizando
el símil del movimiento físico), de esos valores desnaturaliza lo que por sí
misma lograría la voluntad liberada a su propio autoemprendimiento y
responsabilidad.
Si el sujeto sólo puede realizarse partiendo desde y
asumiendo su inmanencia, anteponer la trascendencia, la perfección moral,
implica frustrar desde la fuente, el movimiento natural de esa
autorrealización. Tengamos en cuenta la valoración extrema que para Nietzsche
tiene el error: nada más humano, nada más cotidiano que confirme nuestra
pérdida en el cosmos y nuestro deseo de sobreponernos, de seguir jalonando
nuestra errática búsqueda del bienestar. Lo que descubrimos en nosotros mismos
desde el libre movimiento y a través del mismo, es tanto la construcción de la
personalidad como una exploración de nuevos territorios. Ese factor de
anticipación que opera como frustración de la libertad, recuerda la observación
de un Oscar Wilde, aplicado a otros
contextos, cuando decía que el peor de los pecados es la precipitación.
Si el emprendimiento de la voluntad de poder supone para
la historia privada del sujeto un proceso, en tanto que para ser soberano de sí
mismo tendrá que tomar decisiones que cambiarán su vida, el azar y el devenir
tendrán que ser ingredientes básicos de ese proceso, de esa
pugna. La voluntad como mero impulso salvaje responde más a una interpretación
facistoide de la misma, o bien, a la interpretación schopenhaueriana, en tanto
que tengamos que domeñarla. Fuera de la caricatura o la visión reductible, la
voluntad despliega sus propias estrategias de supervivencia y adaptación. En
este sentido, los instintos llevan a cabo un cálculo del terreno. Nietzsche,
aclara que “la voluntad de potencia no puede haber devenido”, porque de ese
modo hablaríamos de algo determinado, de una “sustancia”, de algo, en realidad,
impuesto al sujeto. La voluntad no puede haber devenido porque no puede haber
concluido. No estaríamos hablando entonces de la voluntad, sino de una suerte
de mecanismo que accionado el dispositivo, concluyera un ciclo o efectuara una
función. La voluntad de potencia es agente de sí misma, y cualquier objeto que
pretenda actuar como referente externo de la volición, se convierte en un
condicionante, en algo, simplemente, no pertinente ante la naturaleza de la
voluntad.
LIBERTAD
INTERPRETATIVA Y MULTIPLICIDAD VIVENCIAL
DE LA VOLUNTAD
“La voluntad es multiplicidad y movimiento” (12).
Este aserto de Schopenhauer,
vaticina el carácter de desestructuración general que adquirirá la modernidad.
Ya alienta en esta frase el relativismo y la complejidad que afectarán a los
grandes sistemas filosóficos y a los modos de comprender la realidad, la
secularidad de la vida, la impugnación de los sentidos últimos o únicos, la dispersión de un logos central,
la animación cósmica y la diversidad
conceptual. Nietzsche matiza y reelabora la frase, adaptándola a su
perspectiva: “El hombre es una multiplicidad de voluntades de potencia” (13), y con ello duplica ilimitadamente
en cada individuo la complejidad motivacional que confirmamos como tendencia natural en la voluntad.
El concepto de multiplicidad aplicado a la competencia
científica da lugar al planteamiento de los sistemas complejos y retroactivos
que se rigen por el azar y el caos. En
el orbe de la especulación filosófica, podríamos encontrar un exponente
específico del nuevo panorama que supone la multiplicidad, por ejemplo, en el
concepto deleuziano de “rizoma” que pretende ilustrar esa fragmentación de la
unidad y cómo asimilar los efectos aleatorios de la vida entendida como
devenir. Pero si Deleuze lleva a cabo un intento de explicitación de las
consecuencias de la complejidad y de la multiplicidad en la vida de las ideas y
de los cuerpos, es, de un modo importante, porque recibe la influencia de
Nietzsche, centrándose particularmente en la noción crucial de “devenir”, a la
que el autor alemán alude con frecuencia en sus “Escritos póstumos”. Lo que
hace Deleuze en muchas ocasiones es llevar a cabo una puesta a punto, una
sofisticada actualización, de los motivos centrales de la filosofía
nietzscheana: eterno retorno, devenir, interpretación rasante de la volición y
la inmanencia. Mientras Nietzsche dice que la verdad se crea, que no nos
aguarda en ningún lugar extraterreno, Deleuze habla de sentido, y que éste no
se busca, sino que se produce. Si “el plano de inmanencia” deleuziano nos
indica que ahora son las circunstancias las creadoras de conceptos, conceptos
que ya no se refieren a esencias, sino a
las conformaciones particulares de las evoluciones de esas circunstancias,
parece estar prestándonos una imagen topográfica de los puntos gravitacionales
de la voluntad nietzscheana en su ejecución inmediata y accidental. Para Nietzsche, el problema filosófico de los
valores, de la autoridad, de la moral, se reduce a la voluntad, y la filosofía
actual, en gran medida y en consecuencia con ello, habiendo desistido de la
edificación de grandes sistemas o metafísicas, ante la urgencia de dotar al
individuo con el instrumental justo para afrontar el campo de batalla del día a
día, se contentará con ser un diagnóstico de la inmediatez y de la inmanencia,
buscando el delicado equilibrio posible, consecuente con el lema nietzscheano:
“conocimiento y devenir son incompatibles”.
Nietzsche influye en Deleuze, y Schopenhauer influye en
Nietzsche.
La cita schopenhaueriana acerca del carácter multidiverso
de la voluntad alude a sus consecuencias ineludiblemente conflictivas, de ahí
que Schopenhauer piense que la voluntad debe ser sublimada, aniquilada,
implosionada, para que la convivencia y la paz con uno mismo y con los demás,
sea posible. Nietzsche piensa todo lo
contrario, que lejos de toda regulación impuesta, la voluntad no debe
implosionar sino explosionar, multiplicarse, alimentándose de su propia
autoafirmación, pues ella es la única verdad, el máximo valor.
La multiplicidad es fragmentariedad, multidireccionalidad,
heterogeneidad. ¿Qué reflejo hallan estos aspectos en la filosofía
nietzscheana, en su crítica radical a todo atamiento abortivo a los valores?
Nietzsche niega que podamos conocer cómo es en realidad el
mundo. Las pretensiones de un conocimiento objetivo científico tendrán que
aceptar que son en buena medida versiones de realidad, proyecciones culturales.
La realidad es mucho más compleja. Para Nietzsche, la realidad es “artística”,
es decir, elástica, permeable, surcada de fuerzas contrarias y convergentes,
ajena a las ideología, al catálogo, a las taxonomías. La voluntad de potencia
es quien establece las coordenadas para su propio fomento y realización. El
conocimiento del mundo dependerá tanto del emprendimiento individual como de la
pertenencia de los individuos a una sociedad y a una cultura concretas. Se
impone, pues, el perspectivismo. Pero perspectivismo no equivale simétricamente
a relativismo. En principio, la función del perspectivismo es la de liberarnos
de la inmovilidad cognoscitiva de unos cánones, fomentar el vigor
interpretativo del sujeto, hacerle protagonista de sus propias metamorfosis y
diferenciaciones, permitir, en suma, que la subjetividad deje de ser un error
como recepción y visionamiento de las cosas, y que la voluntad acometa su
autoproductividad. Esto no quiere decir que el perspectivismo suponga como por
un efecto de magia, la liberación definitiva, ni que, como el mismo Nietzsche avisa, cualquiera pueda
elegir, alegremente y sin consecuencias,
su propia perspectiva vital.
Hopenhayn señala en su práctica lectura de Nietzsche (14), que el perspectivismo no es un mero e impoluto
pistoletazo de salida del individuo a partir de unas nuevas y demiúrgicas decisiones, sino la asunción de la propia
historia para superarla y encarnarla. La voluntad perspectivista, por su propia
naturaleza, no puede emplazarse estáticamente en su mera afirmación, sino en la
renovación crítica constante.
El perspectivismo no impone ninguna interpretación ni se
traduce en desalentador relativismo, teniendo en cuenta el lance crucial y tan
lineal como elíptico, imprevisible, de los destinos individuales en lucha
consigo mismos y con el entorno.
La no distinción
entre la cosa en sí y el mundo de las apariencias, que sean los actos y los
acontecimientos los que jalonen el curso de la realidad y precisen de una labor
interpretativa, delinean el espacio posible en el que la voluntad trabajará en
la potenciación de la voluntad de potencia, según el decir deleuziano, al haber
sido despejada virtualmente la cargazón ideológica de una tradición poderosa.
Nietzsche reacciona contra las acumulativas inercias de la
conciencia historiográfica, reivindicando la productividad propia del sujeto,
exaltando el poder creativo de la voluntad que delinea ella misma sus verdades.
Nietzsche opone pues creatividad a memoria, sujeto a legislación ilustrada,
cuando la memoria se ha convertido en estéril acumulación y la legislación
controla más que libera.
Esta reivindicación de la creatividad general se hace
sobre la base de que la forma en que conocemos es a través del cuerpo, pero
imperfectamente, pues no somos conscientes de lo que nuestro cuerpo es, ni de
lo que lo motiva, en un nivel profundo. El cuerpo es una multiplicidad consciente
parcialmente de las ramificaciones de esa multiplicidad que lo constituyen y lo
vivifican.
Nietzsche niega la existencia de hechos y afirma que sólo
hay interpretaciones de los mismos. Aplicado esto al campo del conocimiento
crítico general, supone, en principio, un enorme enriquecimiento, pero ante
casos extremos en los que decisiones personales implican consideraciones de
tipo moral, parece hacer emerger la figura caótica de la dispersión del valor
mismo. Si un padre da la vida por su hijo, o en una situación bélica alguien
lleva a cabo una acción heroica que salve vidas ajenas, ¿estamos realmente ante
hechos morales, o también se prestarían a la tanda ilimitada de las interpretaciones que los
“filósofos de la sospecha”, entre ellos Nietzsche, han instaurado en el
pensamiento moderno y que se ha
convertido, por su uso distorsionado, en la principal crítica a estos autores,
en su objeción vital?
Admitiendo que la polémica ante casos excepcionales como
estos está lejos de resolverse, Nietzsche es meridiano en sus precisiones:
“Interpretación, no explicación. No hay ningún estado de hecho, todo es fluido,
inaprensible, huidizo; lo más duradero todavía son nuestras opiniones.
Proyectar sentido en la mayoría de los casos: una nueva interpretación sobre
una vieja interpretación devenida incomprensible, pero que ahora es tan sólo un
signo” (15).
Explicación e interpretación se oponen. Si la explicación
zanja la cuestión tratada, erigiéndose con el control definitivo del sentido,
la interpretación abre el abanico de las
sugerencias, permite la fluencia de las imágenes del fenómeno dirimido, oxigena
el campo cerrado de la explicación, posibilita la coexistencia de las
variaciones valorativas. El “inconveniente” de las interpretaciones, como el
mismo Nietzsche señala, es su caducidad, su ligazón sustancial al tiempo y a la
cultura del momento. Las interpretaciones son circunstanciales, productos de la
mentalidad de la época, generaciones culturales. La suma de las
interpretaciones sería la historia del universo, y su carácter sucesivo, al
hacerlas extrañas a otras épocas, a otras formas de comprender el mundo,
estimula el debate hermenéutico de una metamorfosis universal de los símbolos y
de los conceptos.
Una visión pesimista de esa acumulación museística de la
cultura, a través de la ficción, nos la da Borges en su cuento “Los
inmortales”. El no poder morir, implica la experiencia aniquiladora de vivirlo,
pensarlo, sentirlo todo. La cultura que los inmortales acumulan incesantemente,
sin poder procesar, incapaces ya de entenderla, se convierte en “sólo
palabras”, es decir, en signos, tal y como Nietzsche explícita, en una
expresión devenida hermética como un alfabeto antiguo, cuya clave o hay que
recuperar o hemos perdido. El cuento de Borges postula que para ser inmortal
hay que morir. La aportación nietzscheana incluye la desventaja de reconocer la
temporalidad cultural de la interpretación, a cambio de inocular vida,
actualidad valorativa al mundo del hombre, puesto que no podemos depender de
interpretaciones de otras épocas. La
caducidad de la interpretación es, paradójicamente, lo que le presta su mayor
vida y eficacia. Otro cuento famoso borgiano “Los teólogos”, ilustra con
precisión la banalidad final de las polémicas interpretativas, la imposibilidad
de que en las batallas puramente conceptuales, uno de los bandos se erija en
ganador incontestable ante el otro, que, de igual modo, expone todo su abanico
propio de razones. Tiempo después de que uno de los teólogos en liza consigue
convencer al jurado inquisitorial de la presunta herejía de su contrincante,
que es ejecutado, se sorprende a sí mismo razonando imperceptiblemente con los
argumentos del condenado. ¿Qué demuestra esto? No sólo que la cultura viene a
ser un enorme palimpsesto de su propia producción, y que las interpretaciones acaban cruzándose y
mimetizándose entre ellas, sutil expresión del eterno retorno, sino la imposibilidad de que nuestros hábitos
mentales de desembaracen de todo lo que han recibido como herencia cultural, el
concepto artificioso, irremediablemente partidista para nosotros, de la verdad.
Cuando Nietzsche nos dice que no hay hechos y sólo
interpretaciones, nos está diciendo que toda acción, que todo pensamiento está
condicionado de antemano por la cultura a la que se pertenece; que nuestro
conocimiento está demasiado mediatizado por las complejidades artificiales que
nosotros mismos hemos creado, complejidades y mediaciones que nos alejan de un
conocimiento verdadero de la realidad. Si interpretamos, si sólo y únicamente interpretamos,
es porque, precisamente, no tenemos un vínculo real, natural, con el suceso que
motiva nuestras pesquisas, porque hemos perdido el contacto con la originariedad, y la “verdad”, se
ramifica, por tanto, se diversifica y fragmenta en el acometimiento de las
interpretaciones que se contentarán con ilustrar una de las facetas posibles
del prisma, pues las otras simplemente no interesarán, serán erróneas, o
pertenecientes a otra interpretación.
Los ejemplos en este sentido pueden multiplicarse. Permítaseme
uno que no por insólito o pintoresco, deja de aludir de modo literal a lo que
la afirmación de Nietzsche implica en todos los campos del saber y de la
experiencia.
Según algunos historiadores, los niños pastores de Fátima,
no afirmaron en un principio que se les había aparecido la Virgen, sino que
habían visto una suerte de figura luminosa sobre un árbol. Fue el sacerdote del
pueblo, quien les dijo que aquella luz
era la Virgen, es decir, fue él quien interpretó
el fenómeno según su cultura y estatus
social. El cura, si creía que los niños habían visto realmente algo, no podía
interpretar de otro modo. Los niños
aceptaron la interpretación de un adulto, y además, prestigiado
singularmente por la sociedad a la que pertenecían, y así lo creyeron
para el resto de sus vidas.
Si los niños vieron algo realmente anormal, o si sólo se
trató de un fenómeno meteorológico infrecuente, es algo que nunca sabremos. La
mediación cultural en la que nos vemos presos nos lo impide. Si realmente fue
la Virgen, nos encontramos en la misma situación de impotencia, pues
identificada la figura misteriosa según el imaginario y los cánones culturales,
el misterio queda, lamentablemente, resuelto: el fenómeno misterioso, al
recibir nombre, se convierte en una etiqueta que reingresa sin acontecimiento
en la normalidad lingüístico-cultural. La naturaleza originaria del suceso, si
es que lo hubo, se nos hace incognoscible.
Charles Fort,
el cronista de lo extraordinario, criticando el dogmatismo positivista reacio a
pronunciarse sobre la realidad de los fenómenos extraños, escribe: “no hay cosas, hay informes o expresiones de
informes”, (16) entendiendo por cosas lo que el
dictamen científico legitima como real sin poner en duda ni la capacidad de sus
instrumentos ni la pertinencia sus métodos. La frase de Fort parece un calco de
la afirmación nietzscheana, aplicado a la discusión científica. No hay hechos
morales o de otro tipo en sí, como no hay una realidad que pertenezca a la
ciencia o que se forme a partir de ella. Tenemos interpretaciones, tantas como
distintos tipos de informes sobre la
inabarcable realidad. El propio Nietzsche aplica su frase al ámbito científico,
pues afirma que incluso cualquier veredicto químico o físico, es también una
interpretación. Cuando Nietzsche dice esto, lejos de propiciar la confusión,
informa con una extraordinaria vitalidad y sutileza la vida del pensamiento,
que ya no dependerá estáticamente del legado metafísico recibido, sino que en
todo caso, se servirá de él para comprender el nuevo concepto de realidad,
signado por la diferencia y la diversidad y el devenir.
La relatividad de las interpretaciones no es sólo la de
los valores, sino la de la cultura y de la ciencia en general. Escribe Fort :
“Estoy persuadido de que lo material y lo inmaterial no forman más que una sola
cosa, fusionándose en un pensamiento continuo de la acción física.... El todo
no es más que una relación” (17).
Esa continuidad podría ser la del espacio-tiempo, la que articulan los sistemas
complejos, sobre la que los fractales configuran sus desarrollos. El efecto
retroactivo de los sistemas complejos, por ejemplo, halla una equivalencia en
la lucha de la voluntad consigo misma, en rectificar o superar su pasado, en
tanto que la voluntad no es una fuerza lineal o mecánicamente progresiva.
Devenir, voluntad, multiplicidad de las interpretaciones y
de la propia naturaleza de la voluntad: términos clave que hallan
significativas correspondencias en las
revoluciones de la ciencia, del arte, que de un modo frontal serán la
preocupación de los filósofos contemporáneos, y cuya formulación neta,
absolutamente moderna la realiza Nietzsche con una lucidez inacabable.
No sólo la ciencia y el arte han entrado en esta dinámica
que asume los descentramientos y la multiplicidad. La religión también se ve
afectada.
El tener que “contentarnos” con interpretaciones al estar
huérfanos de hechos, hace recordar los análisis de un Eliade cuando habla de la
necesidad de valores que las sociedades modernas experimentan, y que los mitos
ejemplificaban en la antigüedad, cuando recurren a sustitutos profanos de la
religiosidad perdida, ya sea el sexo, las drogas, las estrellas hollywodenses,
las diferentes sectas, el arte, etc. Podríamos decir, metafóricamente que estas
opciones suplentes en el ámbito religioso serían lo que las interpretaciones en
el filosófico, las variantes de la religiosidad secularizada. Qué revela en
Nietzsche su deseo de una experiencia dionisíaca del mundo sino una avidez de
hechos, es decir, no de revelaciones ni de confirmaciones teóricas, sino de
plenitudes, de no demora, de afectos y afecciones, de libre acceso a la vida,
al seno de las energías que es el cuerpo recuperado de su secuestro conceptual,
de percepción de la belleza.
De esta manera el arte se revela en Nietzsche no como una
forma de vida, sino como la forma de
la vida misma. El arte será ese espacio, esa vivencia, próximos al “hecho”. Si
hay un espacio en el que poder accionar todas las energías del modo más lúcido
y legítimo, en el que podamos representar la multiplicidad e incluso una imagen
unitaria de las correspondencias de la multiplicidad, si hay algún modo de
experimentar la explosión, la fluencia de esas energías de distinto signo, si
poseemos algún medio en el que podamos imaginar una representación tanto del
conflicto como de la gloria, tanto del dolor como de la exaltación virginal,
ese es el arte. Con contundencia, Nietzsche, exclama en uno de los fragmentos
de los Escritos Póstumos : “¡El arte y nada
como el arte! Es el gran posibilitador de la vida, el gran seductor para la
vida, el gran estimulante de la vida. El arte como la única fuerza superior y
contraria a toda voluntad de negación de la vida...el arte como la liberación
del que conoce... el arte como la liberación del que actúa, del que sufre”(18).
Lo apolíneo y lo metafísico, como señala Hopenhaym, ya no remiten a elocuentes
figuraciones de orden metafísico, sino a expresiones de energía, son el
resultado eventual a que ha llegado la harmonización, la distribución de las
pulsiones. Ante la imposibilidad de llevar a cabo una descripción definitiva
del tránsito recíproco de un estado a otro, Hopenhaym, ve en estas opciones
vitales una función de paradójico guarecimiento del sujeto ante los
enclaustramientos esencialistas, pues lo apolíneo y lo dionisíaco no serían
sino los movedizos y endebles términos de un equilibrio de fuerzas tan prontas
a disgregarse como a rutilar. El arte es para Nietzsche, y de modo vehemente,
para el último Nietzsche, la única forma segura y definitiva de ascender y de
alcanzar la salud perpetua.
Ante cualquier otra oferta de redención, - moral, religión, valores, incluso ciencia -, el arte asegura su eficacia comunicativa por su naturaleza metamórfica, por su permeabilidad proteica, por su material inmaterialidad, por su constante posibilidad alquímica de transformación, reciclamiento y lúcida ebriedad.
Ante cualquier otra oferta de redención, - moral, religión, valores, incluso ciencia -, el arte asegura su eficacia comunicativa por su naturaleza metamórfica, por su permeabilidad proteica, por su material inmaterialidad, por su constante posibilidad alquímica de transformación, reciclamiento y lúcida ebriedad.
NOTAS
1.
Nehamas. Nietzsche:
la vida como literatura. Barcelona, Tusquets. 2000
2.
Harold Bloom. ¿Dónde se encuentra la sabiduría?
Taurus.
3.
Diego Sánchez Meca. Nietzsche. La experiencia dionisíaca del mundo. Tecnos, 2006.
4.
“El cuerpo y la cultura”, Opus cit.
5.
Friederich
Nietzsche. Nihilismo: Escritos póstumos. Edición de Goncal Mayos.
Península. 2006.
6.
Como la luz
tenue. Metáfora y saber. Gedisa, 1990.
7.
Mayos, opus cit.
8.
Meca, opus cit.
9.
Sobre la
expresión “fenómeno cósmico”, El Espectador. Tomos VII y VIII. Espasa
Calpe, Colección Austral. 1966.
10. Meca, opus cit.
11. Escritos póstumos. Edición de Goncal
Mayos.
12. Escritos inéditos de juventud. Sentencias y
aforismos. Artur Schopenhauer. Pretextos.
13. Escrit. Póst. Edic. Goncal Mayos.
14. Martin
Hopenhayn. Después del nihilismo. De
Nietzsche a Foucault. Editorial Andrés Bello. Chile. 1997.
15. Esc. Póst. Edic. Mayos.
16. El libro de los condenados. El Círculo
Latino. Barcelona, 2005.
17. Opus cit.
18. Escritos Póstumos. Edición de Goncal
Mayos.
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