Cuenta Claude Monet que visitando, en una ocasión, el Museo del Prado, y dejándose atravesar por las rutilantes obras de Tiziano, Rafael, Velázquez, no pudo remediar echarse a llorar. Exactamente lo mismo le ocurrió a un amigo mío, pintor también, Cayetano Gómez, cuando hace unos años, visitaba el museo D´Orsay. Se encontraba recorriendo las salas del museo, junto con su mujer, y en un momento dado, viéndose rodeado de las obras juntas de tantos genios de la pintura, no pudo remediar el ponerse a llorar de la emoción.
Creo que en ambos casos, tanto mi amigo como el famoso impresionista, lloraron de alegría.
Monet reflexionaba sobre la duración de las pinturas, sobre cuántos años un óleo podría mostrase lozano y exhibir de ese modo su belleza. Al comprobar el flexible estado en que se encontraban las mejores piezas del Prado, creyó que el tiempo podía ser vencido, se llenó de esperanza y lloró, estremecido.
Mi amigo, viendo ante sus ojos reunidas las grandes obras de los maestros que tanto había adorado durante años en los libros, sintió, como un flechazo, que el paraíso se hacía posible delante de sí; le abordó la luminosa esperanza y lloró igual de estremecido que su ilustre colega hace un siglo.
Las dos historias aluden de modo muy especial a la noción de lugar. ¿En qué lugar, en que punto del universo se encuentran las obras pictóricas que forman parte de la memoria de la humanidad? De pronto, ese lugar se encarna en uno concreto, en un museo. ¿Cómo llamar a esa aparición?
En ambos casos, la repentina presencia, tranquilamente flamígera pero emocionante, de las pinturas, como una multitud serena y llena de belleza ¿no recuerda metafóricamente a lo que no podríamos llamar de otro modo que resurrección?
2 comentarios:
Sencillamente me ha encantado, tanto la pintura como lo escrito...
¡Genial!
Besos.
Muchas gracias por el comentario, Indiasena. A veces es en el arte donde encontramos una insólita esperanza. Un saludo.
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