Los
poemas de este libro piden ser escuchados o representados antes que meramente
leídos. Claro está que tal recomendación
no desprecia la identificación de la voz escrita de la autora a través de la
lectura atenta: señala un modo más directo y sensible de acercarse no tanto a
los bloques dispersos del texto como a lo que los origina. Una escritura, a
veces, rota, titubeante, oblicua; otras, engañosamente sencilla y recónditamente
certera, hace palpables esas dificultades del lenguaje a la hora de expresar
los trances del dolor, sus incursiones en el cuerpo que se hace alma, en el
alma que es un cuerpo.
Cómo
explicar lo que te destroza o te suprime. Cómo hablar de lo que han amputado
a tu vida. Ante estas fronteras, al
lenguaje no le queda sino retorcerse sobre sí mismo, recapitular brechas en
llamas y continuar ensayando andaduras.
No
es que la escritura poética, de pronto, sea impotente, o se ofusque con sus
propias posibilidades: las opacidades que cuesta desenlazar sumen a la palabra en
un enjambre oscuro. Por ello, repito, creo que ante este tipo de poesía, la
sola lectura puede resultar algo expeditiva.
Si
digo mi dolor, lo aclaro, lo atenúo. Es una forma de conjurarlo. También de
protestar por ello. Por un lado, decir las incursiones del dolor, sus
ardidos meandros en el cuerpo y en el
alma; y por otro, protestar por el dolor
impuesto, el dolor infligido a otros. Estos dos aspectos articulan el libro de
Chantail: el dolor personal, su no evitación, su descripción minuciosa e
imposible, y el dolor general, el
horror encarnado en las guerras y en las terribles masacres contemporáneas.
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