Cae
en mis manos una publicación de 1980 sobre semiótica. Hojeando las páginas, me
encuentro con esquemas y diagramas profusos que se me antojan hoy esfuerzos algo
pueriles, cantidades de conocimiento inútil. Dónde ha ido a parar tanto cálculo,
tanta minucia, qué es lo que creíamos descubrir tras aquellos prolijos análisis
supuestamente infalibles. Recuerdo haber hecho, hace unos cuantos años, un estudio semiótico de La dama duende, la obra de Calderón de
la Barca. Me salieron, exactamente, 62 folios, repletos de
cuadros, diagramas, troceamientos infinitos de la obra, de los personajes, de
alusiones y jerarquías significativas, etc..
¿De
qué me sirvió aquello? No para otra cosa que para confirmar el carácter
totalmente lógico de la estructura de una obra y la posibilidad del
lenguaje, de la escritura de llevar cabo
esa confirmación, lo cual no es sino rondar, con cierta embriaguez, terrenos
tautológicos. La verdad es que experimento cierta leve turbación: la que se
deriva de percibir la temporalidad de unos saberes cuyo conocimiento supuso el
entusiasmo personal de pretender adquirirlos, lo que también implica hacer melancólica
historia de mi mismo.
Ahora
bien, si aquellos análisis minuciosos y prolijos nos parecen un ejercicio de exhibición
pedantesca , casi puros rebosos gráficos, la teoría semiótica y sus derivas no
es que no hayan perdido interés sino que se nos presentan, actualmente, como el
modo más riguroso de certificar un estudio científico de los discursos y del
progreso cognoscitivo. En realidad, la semiótica no deja de implicar un misterio, supone el
inicio de la cadena especulativa, la fundación del enigma infinito del
saber que parte con la famosa declaración del oráculo de Delfos. Preguntar
con cierto rigor implica formular tal interrogante a través del signo, es
decir, el signo es una llegada que nos remite a otro punto desde el que seguir la investigación; el signo es ya una resolución elemental para iniciar el interrogante sistemático.
¿Existe,
actualmente, una teoría renovada de las semióticas, una reflexión sobre el
signo que recuerde la brillantez que la semiótica experimentó durante las
décadas de los sesenta y los setenta? En su libro De los espejos y otros ensayos, Umberto Eco, nos da una pista al
definir el pensamiento enciclopédico como pensamiento débil, metafísicamente
hablando, pero riguroso a la hora de trazar un cuadro del número de conocimientos
existentes sobre las distintas disciplinas. Eco matiza que la enciclopedia
nunca sería total, es decir, finita, sino que habría que relacionar los desarrollos
del saber con contextos concretos siempre en movimiento, en trance de
reformularse y reconstruirse. A la enciclopedia le correspondería la imagen de un
laberinto en forma de red, es decir, un modo de sistematizar y ordenar el
conocimiento indelimitablemente relacionable y multiplicable. Resulta curioso
observar cómo en 1983 Umberto Eco parece estar vaticinando el devenir de la
estructura internáutica, al aplicar esta forma de red al modo más susceptible
de optimizar el ordenamiento del saber de un pensamiento débil- el actual, el
nuestro – que ha renunciado a la creación de una nueva metafísica sustituyéndola
por la razonabilidad y el funcionalismo de la información.
Si
una cosa es imagen de otra, ¿no nos parece que el meteorito que cayó en Tunguska,
en Rusia, guarda una relación de semejanza entre lo extraordinario de la caída
y su poder destructivo, y la enormidad del territorio ruso, al tiempo que todo
ello se nos antoja misterioso? La caída del bólido fue azarosa - suponemos, aunque, ¿por qué no cayó en Liesenchstein? -. Pero si
establecemos una relación, de qué naturaleza es esa relación: ¿metafórica: el meteorito anunciaría guerras y la revolución comunista, etc..?. Al hablar de relación, cuasi de semejanza,
ya hemos resuelto el misterio. No nos cabe ir más allá. Nos parece que entre
ambas cosas existe una suerte de autoatracción fatal.
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