viernes, 13 de marzo de 2015

SEMIOTIFORME


 
 
 
 

Cae en mis manos una publicación de 1980 sobre semiótica. Hojeando las páginas, me encuentro con esquemas y diagramas profusos que se me antojan hoy esfuerzos algo pueriles, cantidades de conocimiento inútil. Dónde ha ido a parar tanto cálculo, tanta minucia, qué es lo que creíamos descubrir tras aquellos prolijos análisis supuestamente infalibles. Recuerdo haber hecho, hace unos cuantos años,  un estudio semiótico de La dama duende, la obra de Calderón de la Barca. Me salieron, exactamente, 62 folios, repletos de cuadros, diagramas, troceamientos infinitos de la obra, de los personajes, de alusiones y jerarquías significativas,  etc..

¿De qué me sirvió aquello? No para otra cosa que para confirmar el carácter totalmente lógico de la estructura de una obra y la posibilidad del lenguaje, de la escritura de llevar  cabo esa confirmación, lo cual no es sino rondar, con cierta embriaguez, terrenos tautológicos. La verdad es que experimento cierta leve turbación: la que se deriva de percibir la temporalidad de unos saberes cuyo conocimiento supuso el entusiasmo personal de pretender adquirirlos, lo que también implica hacer melancólica historia de mi mismo.

Ahora bien, si aquellos análisis minuciosos y prolijos nos parecen un ejercicio de exhibición pedantesca , casi puros rebosos gráficos, la teoría semiótica y sus derivas no es que no hayan perdido interés sino que se nos presentan, actualmente, como el modo más riguroso de certificar un estudio científico de los discursos y del progreso cognoscitivo. En realidad, la semiótica no deja de implicar un misterio, supone el inicio de la cadena especulativa, la fundación del enigma infinito del saber que parte con la famosa declaración del oráculo de Delfos.  Preguntar con cierto rigor implica formular tal interrogante a través del signo, es decir, el signo es una llegada que nos remite a otro punto desde el que seguir la investigación; el signo es ya una resolución elemental para iniciar el interrogante sistemático.

 

 
 
 
 
 
¿Existe, actualmente, una teoría renovada de las semióticas, una reflexión sobre el signo que recuerde la brillantez que la semiótica experimentó durante las décadas de los sesenta y los setenta? En su libro De los espejos y otros ensayos, Umberto Eco, nos da una pista al definir el pensamiento enciclopédico como pensamiento débil, metafísicamente hablando, pero riguroso a la hora de trazar un cuadro del número de conocimientos existentes sobre las distintas disciplinas. Eco matiza que la enciclopedia nunca sería total, es decir, finita, sino que habría que relacionar los desarrollos del saber con contextos concretos siempre en movimiento, en trance de reformularse y reconstruirse. A la enciclopedia le correspondería la imagen de un laberinto en forma de red, es decir, un modo de sistematizar y ordenar el conocimiento indelimitablemente relacionable y multiplicable. Resulta curioso observar cómo en 1983 Umberto Eco parece estar vaticinando el devenir de la estructura internáutica, al aplicar esta forma de red al modo más susceptible de optimizar el ordenamiento del saber de un pensamiento débil- el actual, el nuestro – que ha renunciado a la creación de una nueva metafísica sustituyéndola por la razonabilidad y el funcionalismo de la información.    

 

 






Si una cosa es imagen de otra, ¿no nos parece que el meteorito que cayó en Tunguska, en Rusia, guarda una relación de semejanza entre lo extraordinario de la caída y su poder destructivo, y la enormidad del territorio ruso, al tiempo que todo ello se nos antoja misterioso? La caída del bólido fue azarosa - suponemos, aunque, ¿por qué no cayó en Liesenchstein? -. Pero si establecemos una relación, de qué naturaleza es esa relación: ¿metafórica: el meteorito anunciaría guerras y la revolución comunista, etc..?. Al hablar de relación, cuasi de semejanza, ya hemos resuelto el misterio. No nos cabe ir más allá. Nos parece que entre ambas cosas existe una suerte de autoatracción fatal.   

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