Si todo hombre es hijo
de su época, algunos lo son de de un modo oblicuamente convergente, como rezumados del conjunto
febril de las circunstancias, por lo tanto, hijos súbitos y lúcidos pero
informales y sorpresivos. Silverio Lanza podría pertenecer a este tipo de
hombres. La etiqueta de “heterodoxo” se
le ha adherido, incuestionablemente, y, desde luego es un excéntrico en la
medida en que escribe y piensa “fuera del centro”, es decir, en los márgenes de
la oficialidad de los discursos, pero no
sé hasta qué punto es locura propia lo que se desprende de sus textos o reflejo
de la que existía, más que latente, en la sociedad de su tiempo.
Hacia fines del XIX
comienza a conocerse tímidamente el cuerpo. Lo que supone para la ciencia “el
descubrimiento del cuerpo”, vendrá definido por la eclosión de toda una serie
de conocimientos especializados y disciplinas con vocación integradora que parecen
querer prologar una imagen inaugural del hombre. El sujeto es cuerpo, la
entidad física será motivo prioritario de la ciencia. El hombre es un ser
biológico que naufraga en la masa biológica universal del cosmos. Es también un
ser social que lucha para ganarse un puesto en medio de la selva social de sus
congéneres. Lanza echa un vistazo a la mixtura de conocimientos y programas emergidos.
De su lectura de todo ello saldrá la antropocultura.
Sin llegar a decir,
concretamente, qué es la antropocultura, Lanza la va definiendo negativamente,
es decir, exponiendo qué no es a través de una crítica de todas las disciplinas
“pintorescas” que pretenden elaborar un conocimiento científico del hombre a
través del examen del cuerpo y de las costumbres sociales. Lanza se burla de las manías y de las
ineficacias de los higienistas, de la gimnasia deportiva y de su espíritu
competitivo que reproduce viciadamente cánones depredadores de conducta, juzga
de inútiles los estudios antropométricos ante el carácter predominantemente metamórfico
de la naturaleza, de quiméricos los intentos de reducir a fórmulas las
complejidades del ser humano en evolución.
Para Lanza, ninguna de
estas ciencias puede ofrecer un cuadro verdadero no ya del cuerpo sino del
hombre, soberano de sí mismo ante religiones e ideologías.
Sólo la antropocultura,
que contempla harmónica y conjuntamente, las dimensiones psicofísicas y
morales, puede reflejar esa complejidad de factores que interactúan en el
hombre. Pero, a fin de cuentas, también la antropocultura delira al presentarse
como ciencia, del mismo modo que lo hacen la frenología o cualesquiera otras fisiologías. La antropocultura,
más que una doctrina infomulada, es una parodia del discurso cientifista.
Se
llegará conocer el ruido catracterístico de la elaboración del pensamiento y
entonces podremos cerciorarnos de que muchos sabios no discurren y que
discurren los cadáveres.
La
Higiene actual es otra religión médica
Pero
las modernas psiquias materializan el alma en una teoría análoga al éter
vibratorio que seguirá siendo artículo de fe empírico para explicarnos la luz, el
calor, la electricidad, lo ultraviolado y lo suprasensible hasta que el calor,
la luz, la electricidad y hasta las bofetadas se expresen por sus fórmulas
mecánicas de trabajo, y las cambiemos entre sí con mayor exactitud que se
cambian las monedas, pues, al fin, éstas son valores convenidos, y la caloría y
el sí bemol son valores ciertos.
Para Lanza la mayor
conexión social, la verdadera revolución es el amor. Para que el odio, para que
las pasiones más destructoras, dejen de operar en el exterminio de los
individuos, mientras se sucede el sostenimiento de los estados, el hombre tiene
que establecer esa conexión suprema que viene a ser no un amor difuso a la Humanidad sino un sensato quererse a sí mismo para molestar lo menos posible al vecino. En el pululante concierto de teorías
naturalistas sobre el hombre, Lanza advierte que el amor, antes que trascender
las cosas, va a simplificarlas, es
decir, no tiene un concepto místico del amor sino práctico.
Se ha privilegiado una
imagen chocante y excéntrica de Silverio lanza, pero el conjunto de reflexiones
que recoge este volumen bajo la peculiar admonición de la antropocultura
confirman algo que no ha sido estudiado convenientemente: el papel de Lanza en
el pensamiento del modernismo español.
¿No resulta curioso que
esa imagen de pensador humorístico se nos actualice a través de la nota en la
que nuestro personaje, entre teorías y tendencias, se atreve a invocar el amor
sobre cualquier epistemología?
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