Desde luego, pobre Bélgica, y tan
pobre tras caerle encima el chaparrón de la ira sagrada del poeta y todo el
aparataje de su crítica vitriólica e implacable.
La poco afortunada estadía de
Baudelaire en este país, poco antes de su muerte, estimuló la creatividad del
vate que convirtió a la nación entera, a sus costumbres, historia e idiosincrasia,
en objetivo de su metralla verbal. Diatriba desmesurada, sátira sin compasión,
suerte de delirante producto antropológico descaradamente parcial, podemos leer
las machacantes páginas de este manuscrito, inédito hasta ahora en España, de
distintos modos, teniendo en cuenta que, desde luego, para Baudelaire su percepción de Bélgica y sus gentes no podría haber dado otro “informe”
que este veredicto negativo de principio a fin. Si lo malo de algo es lo más
evidente, lo continua y normalmente perceptible del mismo ¿por qué no podré
ensañarme con ese lado visible del que tanto puedo literariamente aprovecharme?
La venganza, para Baudelaire, está, de
todos modos justificada ante un panorama de semejante vulgaridad e ignorancia. Para
Baudelaire, los belgas son medio idiotas porque caminan mirando hacia atrás
hasta que se chocan con alguien o contra algo, silban y se ríen sin razón como
los cretinos, no tienen gusto, son provincianos y son capaces de enfermar de
sífilis por parecerse a los franceses, a quienes, de paso, odian tanto como admiran;
las mujeres reciben tantas caricias como los perros callejeros, huelen mal y van a
miccionar a las letrinas públicas en pandilla, dejando las puertas abiertas. Las
fiestas de carnaval son tristes y silenciosas, las calles, las fachadas y las
casas están maniáticamente lavadas con jabón negro, las tiendas no tienen
escaparates, las calles están infestadas de jorobados, “se riega cuando llueve”,
el pueblo belga no tiene nada elevado que mostrar al mundo, y es además aficionado
a las bromas excrementicias, etcétera.
¿Ante esta lista de espantos, es parcial
Baudelaire? se preguntará algún ingenuo. Baudelaire es parcial, apasionadamente
parcial, furiosamente parcial; precisamente esta obsesión en lo negativo es la gran mina que su ágil
pluma explota para dar al público un texto tan aniquilante como sorpresivo y
escandaloso. Aun así, la ambigüedad no se disipa. ¿Cómo leerán los belgas de
hoy semejante crónica de las infaustas costumbres de sus antiguos paisanos? Yo no
puedo sino, entre carcajada y carcajada, interpretar este texto como una muestra de
género literario hilarante, como una suerte de eclosión surrealista, lejos de
toda ofensa y pretensión, porque lo que se celebra es la inventiva
de la invectiva baudeleriana, disparando inmisericorde sobre el mismo blanco en
un ejercicio de fusilamiento masivo de la mediocridad burguesa.
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