martes, 20 de septiembre de 2016

Julio Cortázar y Carol Dunlop: EL VIAJE ATEMPORAL DE LOS AUTONAUTAS



 



Estuve a punto de adquirir este libro hace unos cuantos años. Cortázar era un autor frecuente en mis lecturas y el título del volumen me intrigaba: imaginaba algo extraño y fascinador, que era el libro más raro de Cortázar. Hace tan sólo unos meses Alfaguara lo reeditó y vi la ocasión definitiva de hacerme con él. Nunca pensé que la lectura de este libro se me fuera a hacer tan especial, y que la memoria íntima aprovechara este momento para auto-reivindicarse.

Los autonautas de la cosmopista es un diario de viaje escrito al alimón por Cortázar y su esposa, Carol Dunlop. Escritura doble sumida en una: esa convergencia de dos almas en la vivencia de las mismas peripecias haría decir a Cortázar que el mes que duró el singular viaje desde París a Marsella descansando en los distintos paraderos del itinerario, fue el tiempo más feliz que recordaba haber vivido nunca, aunque esto lo escribiera tras la muerte de su compañera, tan sólo unos cuatro meses después de concluido el periplo. De este modo, los encantadores textos que enhebran el viaje escrito de esta cosmopista por este par de autonautas, obsesivos martilleadores de la maquina de escribir, se tiñen de una melancolía que, sin embargo, sólo un rápido flashback, cree constatar. Desde luego, el simbolismo del viaje trascendental  - el último viaje, el de la muerte - se hace ostensible aquí o al menos, es susceptible de evocar teniendo en cuenta el tenor de las circunstancias: el precario estado de salud de Cortázar que, desoyendo consejos médicos, decide escapar estimulado por el amor de su mujer, la sorpresiva, casi inmediata muerte de esta, y el fallecimiento del escritor dos años después.





Ahora bien, el viaje ya supone de por sí una determinada aventura que no tiene porqué depender de ningún simbolismo final como pretexto. Pasarse un mes viviendo en paraderos, moteles y autopistas,  significa implicar el cuerpo en una vivencia espacial tan acotada como liberadora, someter la mente al hábito nuevo de merodear por topologías infrecuentes que influyen sobre las percepciones de esa mente e incluso modelan los sueños.   

Mientras leía esta narración-diario, no he podido inmunizarme con respecto a ese poder fascinador y a veces aniquilante de las fechas. De mayo a junio de 1982, Julio y Carol efectúan su viaje. Justamente en esas fechas me encontraba viviendo como postulante en el convento franciscano de Santa Ana del Monte en Jumilla, alejado, bien alejado del mundanal mundo. He ido realizando, conforme leía, una transposición, algo morbosa, entre ambos espacios, entre ambos ambientes, cómo estaba yo, qué estaría haciendo, más o menos, cuando Cortázar escribía, viajaba, o simplemente, contemplaba el verde y relativamente tranquilo paisaje de los paraderos. Qué densidad adquieren los autores cuando ya no están con nosotros y que no advertíamos, o confusamente, cuando estaban con nosotros.  Cortázar nombra un par de veces con fastidio la guerra de las Malvinas. Precisamente, por esas fechas, a principios del verano, estábamos, en el convento, todos en la mesa, comiendo cuando Fray José, un sevillano con mucho desparpajo, soltó, de pronto: ¡a esa Thatcher le daba yo una hostia!, ante el pasmo de la comunidad entera que interrumpió, súbitamente, el movimiento de llevarse la cuchara a la boca, sorprendidos todos no de la indignación del buen fraile lego sino de la blasfemia que acababa de espetar.
La lectura de los Cosmonautas no se ha visto sólo atravesada por estas incidencias memorísticas: el último capítulo del libro que Cortázar dedica a su mujer me ha emocionado hasta las lágrimas. La ternura que Cortázar y su mujer inspiran no creo que sea un mero efecto retroactivo: cuando todo el mundo nota la misma impresión es que no estamos aderezando las imágenes del tiempo para engañarnos todos a una.
A propósito de este, del tiempo. Sabemos que el funcionamiento del tiempo es lineal, pero su evocación puede tornarlo fragmentario y paradójico. El trayecto de París a Marsella es de un punto a otro punto, lineal, como el tiempo, pero puede verse compendiado en secuencias no consecutivas: Cortázar está sentado en su hamaca toda estampada – el horror florido – pensando en fenomenologías extrañas tras escuchar un programa de radio y de pronto, ve una esfera transparente a través de sus prismáticos. Carol decide hacer una expedición al baño del paradero y se encuentra con una sugerente hetaira de los excusados en el umbral de la puerta, mientras Fafner, el rojo y poderoso carromato en el que vive y viaja nuestra pareja, testigo manso de sus amores, pace en la mullida hierba sembrada de probables luciérnagas.

El mes que disfrutaron Cortázar y Carol, fuera de las otras pistas, las del tiempo urbano y social, fue un pequeño experimento de cómo vivir la eternidad en pareja: fugaz pero para siempre.            

 

 

 

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