Estuve
a punto de adquirir este libro hace unos cuantos años. Cortázar era un autor
frecuente en mis lecturas y el título del volumen me intrigaba: imaginaba algo extraño
y fascinador, que era el libro más raro de Cortázar. Hace tan sólo unos meses
Alfaguara lo reeditó y vi la ocasión definitiva de hacerme con él. Nunca pensé
que la lectura de este libro se me fuera a hacer tan especial, y que la memoria íntima aprovechara este momento para auto-reivindicarse.
Los autonautas de la cosmopista es un diario de viaje escrito al alimón por Cortázar
y su esposa, Carol Dunlop. Escritura doble sumida en una: esa convergencia de
dos almas en la vivencia de las mismas peripecias haría decir a Cortázar que el
mes que duró el singular viaje desde París a Marsella descansando en los
distintos paraderos del itinerario, fue el tiempo más feliz que recordaba haber
vivido nunca, aunque esto lo escribiera tras la muerte de su compañera, tan sólo
unos cuatro meses después de concluido el periplo. De este modo, los
encantadores textos que enhebran el viaje escrito de esta cosmopista por este
par de autonautas, obsesivos martilleadores de la maquina de escribir, se tiñen
de una melancolía que, sin embargo, sólo un rápido flashback, cree constatar. Desde
luego, el simbolismo del viaje trascendental - el último viaje, el de la muerte - se hace
ostensible aquí o al menos, es susceptible de evocar teniendo en cuenta el tenor
de las circunstancias: el precario estado de salud de Cortázar que, desoyendo
consejos médicos, decide escapar estimulado por el amor de su mujer, la
sorpresiva, casi inmediata muerte de esta, y el fallecimiento del escritor dos
años después.
Ahora
bien, el viaje ya supone de por sí una determinada aventura que no tiene porqué
depender de ningún simbolismo final como pretexto. Pasarse un mes viviendo en
paraderos, moteles y autopistas, significa
implicar el cuerpo en una vivencia espacial tan acotada como liberadora,
someter la mente al hábito nuevo de merodear por topologías infrecuentes que
influyen sobre las percepciones de esa mente e incluso modelan los sueños.
Mientras
leía esta narración-diario, no he podido inmunizarme con respecto a ese poder
fascinador y a veces aniquilante de las fechas. De mayo a junio de 1982, Julio
y Carol efectúan su viaje. Justamente en esas fechas me encontraba viviendo
como postulante en el convento franciscano de Santa Ana del Monte en Jumilla,
alejado, bien alejado del mundanal mundo. He ido realizando, conforme leía, una
transposición, algo morbosa, entre ambos espacios, entre ambos ambientes, cómo estaba yo, qué
estaría haciendo, más o menos, cuando Cortázar escribía, viajaba, o
simplemente, contemplaba el verde y relativamente tranquilo paisaje de los
paraderos. Qué densidad adquieren los autores cuando ya no están con nosotros y
que no advertíamos, o confusamente, cuando estaban con nosotros. Cortázar nombra un par de veces con fastidio
la guerra de las Malvinas. Precisamente, por esas fechas, a principios del
verano, estábamos, en el convento, todos en la mesa, comiendo cuando Fray José, un sevillano con
mucho desparpajo, soltó, de pronto: ¡a esa Thatcher le daba yo una hostia!,
ante el pasmo de la comunidad entera que interrumpió, súbitamente, el
movimiento de llevarse la cuchara a la boca, sorprendidos todos no de la
indignación del buen fraile lego sino de la blasfemia que acababa de espetar.
La
lectura de los Cosmonautas no se ha visto sólo atravesada por estas incidencias
memorísticas: el último capítulo del libro que Cortázar dedica a su mujer me ha
emocionado hasta las lágrimas. La ternura que Cortázar y su mujer inspiran no
creo que sea un mero efecto retroactivo: cuando todo el mundo nota la misma
impresión es que no estamos aderezando las imágenes del tiempo para engañarnos
todos a una.
A propósito de este, del tiempo. Sabemos que el funcionamiento del
tiempo es lineal, pero su evocación puede tornarlo fragmentario y paradójico. El
trayecto de París a Marsella es de un punto a otro punto, lineal, como el
tiempo, pero puede verse compendiado en secuencias no consecutivas: Cortázar está
sentado en su hamaca toda estampada – el horror florido – pensando en fenomenologías
extrañas tras escuchar un programa de radio y de pronto, ve una esfera
transparente a través de sus prismáticos. Carol decide hacer una expedición al
baño del paradero y se encuentra con una sugerente hetaira de los excusados en
el umbral de la puerta, mientras Fafner, el rojo y poderoso carromato en el que
vive y viaja nuestra pareja, testigo manso de sus amores, pace en la mullida
hierba sembrada de probables luciérnagas.
El
mes que disfrutaron Cortázar y Carol, fuera de las otras pistas, las del tiempo
urbano y social, fue un pequeño experimento de cómo vivir la eternidad en
pareja: fugaz pero para siempre.
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