El
aura, parcialmente seca, de Lars von Triers.
Hasta
el momento he visto dos películas de este director danés y he llegado a ambos finales con algún que otro esfuerzo, resistiendo amagos de aburrimiento y echando
mano de mis reservas de paciencia. O no acabo de pillar la especificidad de su
genio, o lo veo ya avisado de lo que se trata, o, simplemente, Lars Von Triers
no logra seducirme. Y en cierto modo es explicable. Apenas visionas 15 segundos
de un film de Tarkosky o de Bergman, entras en un ambiente concreto, estás ya
hechizado, apresado por esas atmósferas. Con Triers tengo la sensación de una
suerte de déja vu, de asistir a un ensayo cuya extensión no acaba de
corresponderse con la intensidad estética que pretende comunicar. La última película
que he visto de él, Melancolía, parecía prometer: guión atractivo, estupenda
fotografía, notables actores. Pero lo trascendente, lo numinoso, lo dramático
ni lo sentí ni lo veía justificado. Lo único que se mantenía en pie era lo más
aparente, la belleza de las imágenes a través del proceso fílmico, como si sólo
ahí pudiera radicar su mensaje. ¿Saturación, por mi parte; cierta predictibilidad,
por parte de Triers?
Lo
sagrado.
En
una ocasión, hace unos años, en Elche, al ir a tomar el tren me encontré con el
desfile de una procesión. Ante el gentío, no pudiendo cruzar la acera, me
detuve unos instantes. A mi lado había un grupo de ecuatorianos que como yo,
estaban de pie viendo pasar la procesión. En un momento dado, ante el recargado
paso de una virgen, llena de flores, me fijé que varios de los ecuatorianos se
santiguaban discretamente. La, digamos suavidad de este gesto, sumado al que
ostentaban sus rostros, me produjo, de pronto, un leve pero contundente estremecimiento: a
través de estas personas percibí que algo delicado y exquisito, especialísimo e
impalpable y por lo tanto, digno de respeto, era portado o emanado por la
imagen, algo misterioso pero de naturaleza fraternal, y por tanto de cualquiera
de nosotros, que conseguía de modo natural el consenso íntimo de su acatamiento.
Sobre
la poesía
Ganas
de volver a la poesía como si el caos hallara una resolución eventual en el
seno de la forma.
El
“estilo” de Emilio Lledó.
Hablar
de la memoria, de la función de la escritura, de los sentidos que esta comenzó a
producir en receptores y amanuenses, de las semejanzas metafóricas entre
semilla y diálogo, de los procesos recolectores de la memoria y de la relación
inextricable entre escritura, imaginación y los mundos surgidos entre ambos que
reclaman una representación propia, todo ello crea un estilo etéreo y especulativo,
ingrávido y espumoso en el que si muerdes no muerdes sino bolsas de aire sutil.
No acabo de encontrar grandes revelaciones en la obra de este filósofo, pero sí
la decisión de desenterrar, de describir lo atomizado que conforman las razones
de los distintos discursos. Podríamos decir, sin que esto suponga ningún menosprecio, que de lo que trata Lledó es del laberinto de lo obvio.
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