jueves, 4 de mayo de 2017

BLOG DE NOTAS






Si como dice Lezama Lima, la imagen es “la única historia posible”, según recuerda Valente, seamos lo suficientemente buenos acuñadores de imágenes como para que de estas se deriven relatos notorios. Otra cosa implica esta observación lezamiana. Que la imagen es la mayor creación del hombre ante las fluctuaciones de la filosofía o de otras disciplinas. Y el concepto de imagen en Lezama le debe poco a la plástica. La imagen es una situación histórica representada por el hacer literario, una culminación de relaciones, la impronta de un devenir y el fulgor de un hecho conformado por varios hechos, la definición visible del acontecimiento, la geometría de un itinerario en el que quedan definidas las referencialidades de unos objetos. Un acontecer que sólo desde la poesía se vuelve memorable y significativo y trasciende los períodos temporales para representarlos.

 

Podríamos hacer otra lectura de la obra de Grandville, distinta de la marxista que expone Walter Benjamin. Podríamos analizar la gesticulación, el finísimo perfil de las caricaturas. Quizá derivásemos de la obra de este dibujante una interpretación que no fuera sólo política.





La amplia significación de los pasajes y su utilización por Steve Reich en alguna de sus obras: La cueva, Cyti Life, etc…

 


Estimulante lectura de Las palabras de la tribu de José Ángel Valente. Alguno de los artículos me han servido para actualizar temáticas y conceptos. El que dedica a la figura y obra de Rilke me ha producido cierta melancolía. La figura del poeta como peregrino espiritual que viaja en busca de lugares sagrados o de inspiración, zonas vírgenes en donde encontrar la musa perdida es algo que ya no existe. La uniformación del mundo a través del insidioso acotamiento de los medios y la existencia de internet convierten en fácilmente  “hallable” cualquier punto del planeta. Rilke que buscaba con ansia el aura de cada lugar que visitaba soñando con dar con el misterio de la tierra y de la vida, se encontraría permanentemente descentrado en una época como la actual en la que el concepto de misterio o es una anacronía o pertenece al mero espacio del ocio.  





 

Juan Eduardo Cirlot va al cine, ve una película de género fantástico y se enamora obsesivamente de la bella protagonista hasta el punto de dedicarle un poemario, el famoso ciclo de Bronwyn. No digo que esto no pueda ocurrir tal cual hoy  sino que los modos en que el enamoramiento se produce y sus circunstancias posteriores han cambiado definitivamente. Antes, tras ver una película salías a la calle estimulado o trastornado y te ibas a casa, sin pensar en tener noticias ya ni de la película ni de los actores. Hoy, si te ha gustado la actriz protagonista, investigas por internet y rastreas google y Facebook en busca loca de información, de fotografías, y de datos sobre ella, dónde y cuándo nació, en qué país o ciudad vive, qué hace ahora, etc. En cierto sentido, la pureza del impacto de la primera impresión se ve afectada por esta tanda de actualizaciones sobre el ser mítico que deseas. Es decir, toda esta información no sé si hubiera ayudado a Cirlot, en caso de tenerla, o si se hubiera convertido en mero objeto en sí mismo de interés, entorpeciendo, retrasando, modificando o impidiendo, incluso, la escritura de sus poesías sobre Brownyn.  



 

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