viernes, 23 de noviembre de 2018

TIEMPO CUMPLIMENTADO





En un artículo de su blog, Blanca Andreu, agradece orgullosamente, haber venido a este mundo a través de la persona que fue su madre. Sin esoterismos por en medio sino todo lo contrario, con la mayor decisión y claridad,  es importante conocer y saber a través de qué tipo de persona, hemos aparecido en este tejido fenomenológico que es el mundo, con la intención, solamente, de confirmar alguna de las razones que han influenciado para que el entramado de nuestros destinos fuera como ha sido.  
Tan certera como toscamente, se dice que los hijos son producto de los padres. El enunciado se refiere a la psicología, al ser de tales hijos. Naturalmente que es así, pero los hijos suponen la alquimia de sus ascendentes, es decir, que las cualidades que ostentan son reflejo vivenciado y contextualizado de las ya existentes en los padres.
Me detengo en estas observaciones para examinar la figura de mi madre a través de la fotografías que tengo de ella y atemperar la extrañeza que a veces asoma  - el fallecido se convierte en otro - y , por otro lado, llevar a cabo la radiante confirmación de un vínculo en el que se produce mi reconocimiento de ella en mí, sin evitar la irremediable fascinación ante la aventura que a través del tiempo se ha cumplimentado, la historia de su vida y la relación de sus características humanas conmigo y la familia.




Me doy cuenta de que lo  que he estado haciendo estas últimas tardes es lo que hizo ese intelectual cuyas obras he disfrutado tanto, Roland Barthes, precisamente, tras la muerte de su madre: revisar fotografías. A Barthes este revisar fotos de su madre le llevó a la concepción de una obra que sigue siendo de referencia: La cámara lúcida. A mí, en principio, el mirar fotos de mi madre ahora que ella no está, implica un lo siguiente: descubro que era cierto lo que me contaba sobre su juventud. Esto parecería una suerte de tautología si no constatásemos que “descubrir” lo que ya conoces implica reconocerlo en un estatus distinto, es toparte con la verdad metafísica de la persona que quieres, es encontrarte con esa persona en los momentos de su mayor plenitud física y vital y que tienden a escapar a un remoto confín con el que tu melancolía lucha.

Me conozco la falibilidad de la fotografía: no es un documento al cien por cien fiable. La foto miente comunicando algo que supuestamente ha sido objetivamente registrado. De todos modos,  si lo que pretendo es escudriñar la vida y la gestualidad de una persona como mi madre, ¿la foto me ayudará a inscribirla en el tiempo y que sea este el filtro de todas sus apariencias?
Se dice que antes los tiempos eran más inteligibles que ahora. Esta singularidad creo que vale para aplicarla a la época de juventud de mi madre y no sospechar barrocamente de la fotografía, pues si la década de los cincuenta y sesenta son más accesibles que la nuestra actual, a ello se le suma aquella espontaneidad que da universalmente la juventud.

Mi madre, en plan flamenco, con rebeca verde junto a mi padre, en el casino de Orihuela. A la derecha, mi tía Charín y mi tío Antonio.


Observando el conjunto de fotos que he reunido sobre mi madre, tengo una sensación que puede confundirse con otra pero que resulta nueva y definitiva. Diría: buena parte de lo que ha sido la vida de mi madre ya no nos pertenece, íntegramente, a la familia. Es como si todo lo que mi madre vivió retorne a un confín mudo en el que se supone que por piedad, la divinidad no permitirá que su memoria se destruya o desaparezca.
Cuando mi madre me contaba historias de su juventud, en plena posguerra, y me hablaba del molino de Albatera donde vivía, de su abuelo ciego que escondía una fortuna de duros de plata bajo la cama, del pony que le regalaron siendo una chiquilla y que compraron a un circo que pasó por el pueblo, de los bailes en el casino orcelitano, de las serenatas, de las bromas que se gastaban entre los empleados del molino, de los asediantes miradas masculinas, etc..., yo ya sentía que entre la vida que yo vivo y viviré y aquella cuasi arcadia de recuerdos, la distancia era absoluta. Experimentaba la gran diferencia entre aquel tipo de vida entrañable entre perros, gatos, conejos, gallinas y fiestas populares, y la mía; me daba cuenta de lo que yo perdía ante lo que me contaba. Pero con la muerte de mi madre esa distancia consagra un mundo con respecto a otro y lo convierte en universo visitable.
Inmediatamente después de esta percepción, viene la pregunta trascendente y la ira ante la pérdida: a dónde ha ido lo que vivió mi madre, lo que sintió, lo que disfrutó o lo que sufrió. Incluso, qué tipo de significado tiene  todo lo que vivió y que se pueda computar como potenciador de su inocencia, de su no culpabilidad.
La muerte no es pensable, no sucede  de “este lado”, según decía Wittgenstein, como para que podamos consignar la visibilidad de sus pasos y discernir el lugar, el destino de la persona alcanzada fatalmente por ella. En este punto comienza a brotar la impotencia y el desasosiego.  




Cuando brota el malestar y la rabia a un tiempo, es cuando me pregunto a dónde ha ido a parar la “gracia” de mi madre, es decir, esa mezcla entre   humor y amor, su estilo en la consideración de las cosas, su discriminación de la realidad. ¿En el ámbito del universo todo esto era nada y por ello a la nada ha vuelto? Pero ¿no es precisamente a partir de lo particular como las nuevas tendencias salvíficas prometen el rescate sobrenatural de la persona?
Si no es una falacia lo de que cada uno de nosotros aportamos nuestra singularidad en la construcción moral del universo, las muy elocuentes capacidades de mi madre, ¿tendrán la posibilidad de regresar de algún modo, o esto lo tengo que entender simbólicamente y rastrear genialidades maternas en los gestos de mis sobrinas, de mis hermanos, de futuros nietos?
La muerte es un  escándalo, decía Simone de Beauvoir. Y uno llega a esta desasosegante  y furiosa consideración si se detiene a pensar que la desaparición literal y definitiva de alguien es tan inasumible como irrepresentable.

Mi madre siempre se hacía cómplice tuyo, como diría un André Breton, en la aventura. Y en esta reacción yo siempre vi, además de un deseo de fraternidad inmediata, o la razón de su ubicación natural en la amistad,  un efecto de su comprensión literaria de las cosas. Por ejemplo,  esa serie que echan por la tarde en Televisión Española, llamada Centro Médico, hasta el último momento, ella prefería interpretarla como un documental y creer que tanto las historias como los personajes eran de verdad a contemplarlo como una mera ficción, ya que tal cosa le decepcionaba.




 -Era encantadora-, me dice una de sus antiguas alumnas
 -Era muy moderna-, me dice otra.
 -Si era un pedacico de pan, ¿con quién se iba a pelear?- me dice uno de sus ahijados.  
Este consenso entre los conocidos siempre ha producido en mí un  interrogante antipático. La bondad de mi madre, este saber estar nativo ¿me convertía a mí en un bicho raro cuando discutíamos o es que le faltaba cierta información de tipo psicológico que en su formación estuvo ausente?
Aquellos contados ramalazos de autoritarismo no eran en realidad tal cosa sino simplemente deseos de tener en orden  la casa, esmeros de quien era el alma del hogar.
Viendo estas fotos, me siento orgulloso de mi madre porque llegó más lejos que yo: en el ámbito de la educación, trabajó durante años, ganando un dinero que aportar a su futura casa. El motivo por el cual abandonó el trabajo fui, precisamente, yo.
En qué confín continuará su vida, o se aleja para siempre, o se fundirá con la memoria de las estrellas convirtiéndose en  materia de un futuro e incomprensible milagro.
Roland Barthes en el diario que llevó tras la muerte de su madre, especificaba que nos podemos alejar, en la suma de los días, del hecho fatal ocurrido, pero que el duelo, pese al tiempo que pase, continúa, o si se atenúa, puede iniciarse en cualquier momento.
Es curioso detenerse en la doble significación de la palabra “duelo”, pues también posee la significación, aparte de la obvia, de “lucha”. Yo creo que el duelo por el ausente es una lucha interminable, sin un rotundo vencedor.
“¿Qué es un espectro – se pregunta el filósofo Quentin Meillassoux?- Un muerto cuyo duelo no hemos hecho”. No, el alma preciosa de mi madre no se convertirá en un vulgar espectro. Ella hizo lo que tenía que hacer, por un lado, y por el otro, nosotros desde aquí, velaremos con delicadeza su recuerdo en correspondencia con el papel que con tanta responsabilidad como humor, llevó a cabo.
Además, yo, por el momento, constreñiré toda filosofía en busca de signos, de confirmaciones,  de probables respuestas, mientras el dolor persista y no sin que antes convivan momentos de fulguración y sosiego con instantes de temblorosa expectación ante lo insondable. 
    


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