En un artículo de su blog,
Blanca Andreu, agradece orgullosamente, haber venido a este mundo a través de
la persona que fue su madre. Sin esoterismos por en medio sino todo lo
contrario, con la mayor decisión y claridad,
es importante conocer y saber a través de qué tipo de persona, hemos
aparecido en este tejido fenomenológico que es el mundo, con la intención,
solamente, de confirmar alguna de las razones que han influenciado para que el
entramado de nuestros destinos fuera como ha sido.
Tan certera como toscamente,
se dice que los hijos son producto de los padres. El enunciado se refiere a la
psicología, al ser de tales hijos. Naturalmente que es así, pero los hijos
suponen la alquimia de sus ascendentes, es decir, que las cualidades que
ostentan son reflejo vivenciado y contextualizado de las ya existentes en los
padres.
Me detengo en estas observaciones
para examinar la figura de mi madre a través de la fotografías que tengo de
ella y atemperar la extrañeza que a veces asoma
- el fallecido se convierte en otro
- y , por otro lado, llevar a cabo la radiante confirmación de un vínculo en el
que se produce mi reconocimiento de ella en mí, sin evitar la irremediable
fascinación ante la aventura que a través del tiempo se ha cumplimentado, la
historia de su vida y la relación de sus características humanas conmigo y la
familia.
Me doy cuenta de que lo que he estado haciendo estas últimas tardes es
lo que hizo ese intelectual cuyas obras he disfrutado tanto, Roland Barthes,
precisamente, tras la muerte de su madre: revisar fotografías. A Barthes este
revisar fotos de su madre le llevó a la concepción de una obra que sigue siendo
de referencia: La cámara lúcida. A mí,
en principio, el mirar fotos de mi madre ahora que ella no está, implica un lo
siguiente: descubro que era cierto lo que me contaba sobre su juventud. Esto
parecería una suerte de tautología si no constatásemos que “descubrir” lo que
ya conoces implica reconocerlo en un estatus distinto, es toparte con la verdad
metafísica de la persona que quieres, es encontrarte con esa persona en los
momentos de su mayor plenitud física y vital y que tienden a escapar a un
remoto confín con el que tu melancolía lucha.
Me conozco la falibilidad de
la fotografía: no es un documento al cien por cien fiable. La foto miente
comunicando algo que supuestamente ha sido objetivamente registrado. De todos
modos, si lo que pretendo es escudriñar
la vida y la gestualidad de una persona como mi madre, ¿la foto me ayudará a
inscribirla en el tiempo y que sea este el filtro de todas sus apariencias?
Se dice que antes los
tiempos eran más inteligibles que ahora. Esta singularidad creo que vale para
aplicarla a la época de juventud de mi madre y no sospechar barrocamente de la
fotografía, pues si la década de los cincuenta y sesenta son más accesibles que
la nuestra actual, a ello se le suma aquella espontaneidad que da
universalmente la juventud.
Mi madre, en plan flamenco, con rebeca verde junto a mi padre, en el casino de Orihuela. A la derecha, mi tía Charín y mi tío Antonio. |
Observando el conjunto de
fotos que he reunido sobre mi madre, tengo una sensación que puede confundirse
con otra pero que resulta nueva y definitiva. Diría: buena parte de lo que ha
sido la vida de mi madre ya no nos pertenece, íntegramente, a la familia. Es
como si todo lo que mi madre vivió retorne a un confín mudo en el que se supone
que por piedad, la divinidad no permitirá que su memoria se destruya o
desaparezca.
Cuando mi madre me contaba
historias de su juventud, en plena posguerra, y me hablaba del molino de
Albatera donde vivía, de su abuelo ciego que escondía una fortuna de duros de
plata bajo la cama, del pony que le regalaron siendo una chiquilla y que
compraron a un circo que pasó por el pueblo, de los bailes en el casino
orcelitano, de las serenatas, de las bromas que se gastaban entre los empleados
del molino, de los asediantes miradas masculinas, etc..., yo ya sentía que
entre la vida que yo vivo y viviré y aquella cuasi arcadia de recuerdos, la
distancia era absoluta. Experimentaba la gran diferencia entre aquel tipo de
vida entrañable entre perros, gatos, conejos, gallinas y fiestas populares, y
la mía; me daba cuenta de lo que yo perdía ante lo que me contaba. Pero con la
muerte de mi madre esa distancia consagra un mundo con respecto a otro y lo
convierte en universo visitable.
Inmediatamente después de
esta percepción, viene la pregunta trascendente y la ira ante la pérdida: a dónde
ha ido lo que vivió mi madre, lo que sintió, lo que disfrutó o lo que sufrió.
Incluso, qué tipo de significado tiene
todo lo que vivió y que se pueda computar como potenciador de su
inocencia, de su no culpabilidad.
La muerte no es pensable, no
sucede de “este lado”, según decía
Wittgenstein, como para que podamos consignar la visibilidad de sus pasos y
discernir el lugar, el destino de la persona alcanzada fatalmente por ella. En
este punto comienza a brotar la impotencia y el desasosiego.
Cuando brota el malestar y
la rabia a un tiempo, es cuando me pregunto a dónde ha ido a parar la “gracia”
de mi madre, es decir, esa mezcla entre humor y amor, su estilo en la consideración
de las cosas, su discriminación de la realidad. ¿En el ámbito del universo todo
esto era nada y por ello a la nada ha vuelto? Pero ¿no es precisamente a partir
de lo particular como las nuevas tendencias salvíficas prometen el rescate
sobrenatural de la persona?
Si no es una falacia lo de
que cada uno de nosotros aportamos nuestra singularidad en la construcción
moral del universo, las muy elocuentes capacidades de mi madre, ¿tendrán la
posibilidad de regresar de algún modo, o esto lo tengo que entender
simbólicamente y rastrear genialidades maternas en los gestos de mis sobrinas,
de mis hermanos, de futuros nietos?
La muerte es un escándalo, decía Simone de Beauvoir. Y uno
llega a esta desasosegante y furiosa
consideración si se detiene a pensar que la desaparición literal y definitiva
de alguien es tan inasumible como irrepresentable.
Mi madre siempre se hacía
cómplice tuyo, como diría un André Breton, en
la aventura. Y en esta reacción yo siempre vi, además de un deseo de
fraternidad inmediata, o la razón de su ubicación natural en la amistad, un efecto de su comprensión literaria de las
cosas. Por ejemplo, esa serie que echan
por la tarde en Televisión Española, llamada Centro Médico, hasta el último
momento, ella prefería interpretarla como un documental y creer que tanto las
historias como los personajes eran de verdad a contemplarlo como una mera
ficción, ya que tal cosa le decepcionaba.
-Era encantadora-, me dice una de sus antiguas
alumnas
-Era muy moderna-, me dice otra.
-Si era un pedacico de pan, ¿con quién se iba
a pelear?- me dice uno de sus ahijados.
Este consenso entre los
conocidos siempre ha producido en mí un
interrogante antipático. La bondad de mi madre, este saber estar nativo
¿me convertía a mí en un bicho raro cuando discutíamos o es que le faltaba
cierta información de tipo psicológico que en su formación estuvo ausente?
Aquellos contados ramalazos
de autoritarismo no eran en realidad tal cosa sino simplemente deseos de tener
en orden la casa, esmeros de quien era
el alma del hogar.
Viendo estas fotos, me
siento orgulloso de mi madre porque llegó más lejos que yo: en el ámbito de la
educación, trabajó durante años, ganando un dinero que aportar a su futura
casa. El motivo por el cual abandonó el trabajo fui, precisamente, yo.
En qué confín continuará su
vida, o se aleja para siempre, o se fundirá con la memoria de las estrellas
convirtiéndose en materia de un futuro e
incomprensible milagro.
Roland Barthes en el diario
que llevó tras la muerte de su madre, especificaba que nos podemos alejar, en
la suma de los días, del hecho fatal ocurrido, pero que el duelo, pese al
tiempo que pase, continúa, o si se atenúa, puede iniciarse en cualquier
momento.
Es curioso detenerse en la
doble significación de la palabra “duelo”, pues también posee la significación,
aparte de la obvia, de “lucha”. Yo creo que el duelo por el ausente es una
lucha interminable, sin un rotundo vencedor.
“¿Qué es un espectro – se pregunta el filósofo Quentin Meillassoux?- Un muerto cuyo duelo no hemos hecho”.
No, el alma preciosa de mi madre no se convertirá en un vulgar espectro. Ella
hizo lo que tenía que hacer, por un lado, y por el otro, nosotros desde aquí,
velaremos con delicadeza su recuerdo en correspondencia con el papel que con
tanta responsabilidad como humor, llevó a cabo.
Además, yo, por el momento,
constreñiré toda filosofía en busca de signos, de confirmaciones, de probables respuestas, mientras el dolor
persista y no sin que antes convivan momentos de fulguración y sosiego con
instantes de temblorosa expectación ante lo insondable.
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