Bruno Montané. Mapas de bolsillo.
Según nos informan las
solapas del volumen, fue en la casa que el poeta Bruno Montané tenía en México
D. F, donde un buen día de un algo remoto ya, 1976, en compañía de
Roberto Bolaño y Mario Santiago, se fundó el infrarrealismo. O sea, que este
poeta que poco conocido o infrecuente nos parece, participó discretamente en la
renovación de la escritura poética en los tiempos todavía entusiasmados de las
post y transvanguardias.
Este volumen, el último, que
sepamos, publicado por Bruno Montané, de poesía, ofrece el material depurado de
una producción de signo, generalmente,
metaliterario que especula sobre los extraños modos en que la realidad se da y
se enreda en nuestra percepción. Bruno busca valorar los mensajes que en la
experiencia el propio lenguaje genera, tanto sobre las numinosidades de lo real
como sobre cualquier aspecto de lo circunstancial, lo que implica considerar el
lenguaje agente de lo que se produce – nuestro interpretar- y lugar privilegiado de lo que deviene.
El minimalismo observador de
Montané sintetiza con precisión y levedad lo que se presenta como irresolución
y paradoja.
La realidad es como un
espejo o un laberinto: nos devuelve nuestras miradas o nos sume en una
multiplicidad banal sin fin.
No es tanto que Bruno
Montané reivindique una última reflexión sobre la naturaleza de la realidad
albergada en los confines móviles del lenguaje, como que algunos pasajes
cenitales de lo real se hagan especialmente inteligibles sólo desde el
lenguaje. Y ahí reside tanto la complejidad de lo real como cierto hálito de
esperanza: tenemos un instrumento que nos ayuda a vislumbrarla, aunque la
perplejidad ante el mundo no desaparezca y llegue a sospecharse que lo esencial,
a veces, quede sepultado bajo las palabras. Bruno Montané defiende el don del
poema ante las evidencias del tiempo y del mundo: desde la poesía nos es
posible despejar esa broza que la propia realidad segrega sobre su ascendencia.
Cosas para hacer en Nueva York. Ted Berrigan.
Se trata de la primera vez
que se vierten al español, poemas de este poeta norteamericano (1934-1983)
adicto a las hamburguesas y a la Pepsi. Su persona me ha hecho recordar cómo
conocí la obra de Allen Ginsberg: interesado por las irradiaciones caligramáticas
de los versos en las páginas y decepcionado por su carácter oral. Berrigan, que
perteneció a la segunda generación de la Escuela de poetas de Nueva York,
desarrolló su obra a través de dos décadas tan prodigiosas como vertiginosas
para Estrados Unidos: los sesenta y los setenta. La experiencia personal con Berrigan
ha sido muy distinta a la de Ginsberg, que se produjo en un remoto año 1980,
cuando un servidor era un devoto de experimentalismos y surrealismos: Berrigan
despide vitalidad y humor y me ha hecho recordar, en algunos pasajes, a
Apollinaire, precisamente por su atrevimiento y festiva despreocupación.
También he sentido melancolía, temblorosa melancolía ante determinadas imágenes
que no me llevado sino a soñar aquellos años de rock, vida en comunas hippies,
locura psicodélica y convivencias universitarias que ya forman intensa parte de
la historia de nuestro mundo. Para un lector muy literario, estos poemas
necesitan de la cobertura contextualizadora necesaria tanto para hacerse
inteligibles como poéticamente eficaces. De este modo, y contando con las notas
que la traductora incluye al final de la edición, el texto cobra un significado y una vitalidad que lo
inscriben en la memoria reciente y lo ubican en un momento de extraordinaria
libertad social en los Estados Unidos. Me encanta la calidad de la edición y
esa imagen de la portada que, aunque sea reciente, proyecto obsesivamente como una
expresión del imaginario pop de los setenta.
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