La enorme
industria de la publicidad, la de las telecomunicaciones, junto al universo
específico del cine, suponen otras masas igualmente enormes: las de los
consumidores de sus productos. Y tales productos son transmitidos,
generalmente,- en el caso del cine, exclusivamente - a través de un mismo
envase: el visual. Y esa visualidad, continuando con los términos de la
exposición, no sería nada sin un conjunto cuasi cósmico de espectadores más o
menos inertes, o bien, semidispuestos al viaje catártico de la imagen en
movimiento. Y parece claro que para estimular o no perder a esa masa de
espectadores tendentes a la inercia o a la mera expectación, el mundo
audiovisual, en sus distintas expresiones, ha tenido que ofrecer carnaza
especial. La sociedad de hace algunas décadas, a través del cine, precisó de
esa carnaza que actualmente ofrece variaciones mediáticas de otro orden.
La
comedia erótica de los años setenta consagró fatalmente a una serie de actrices
que en su conjunto y fenómeno representa esa carnaza de la que hablo.
Confieso
mi envidia a los actores: envidio esa capacidad de trabajo, esa sólida
maleabilidad, valga la contradicción, esa entrega psíquica y física que define
su profesión. La cuestión es que tal entrega, cuando se ha tornado literal y ha
transcendido los sanos límites en que consiste la vocación, pervirtiéndose en
una suerte de esclavismo consentido e irremediable, se ha llevado por delante
la salud del actor y de la actriz.
Nadiuska,
Karine Schubert, Bettie Page, Amparo Muñoz, Adriana Vega, Blanca Estrada, Margaux
Hemingway, son nombres nacionales e internacionales que me vienen a la cabeza de
esa furtiva galaxia hecha de estrellas heridas, actrices y modelos que tras el
éxito y la fama se aproximaron al límite: intentos de suicidio, locura,
internamiento en psiquiátricos, o bien, melancólicos retiros del baño de
multitudes al olvido, cuando ya la belleza que exhibían, empezaba a velarse.
Todas
estas actrices que estimularon nuestras fantasías de adolescentes a mediados y
fines de los setenta, se me antojan no las meras protagonistas de comedietas
chispeantes sino ejemplos trágicos del comercio sexual de las imágenes que entonces,
en aquellas décadas de modo singular, aunque creo que nunca ha acabado tal
cosa, nos sumió una época del cine, convertido furiosamente en industria.
No eludo
la implicación feminista, sólo subrayo la protesta: cuando a una artista que
vive de sus cualidades interpretativas y especialmente, de su apariencia, la
industria utiliza y explota hasta que ya
“su cuerpo” y su psique no dan más de sí.
De un
modo singularmente evidente el cine representa con generosidad de escenarios la
utilización y alienación del cuerpo femenino, por ello culpabilizar al cine no
deja de ser algo ambiguo, pues, como decimos, el cine confirma la explotación
sexual de la mujer y se convierte, a un tiempo, en protesta de ello. Al fin y
al cabo, el medio artístico que es el cine, conserva la complicidad de sus
mensajeros y ejecutantes.
El
mensaje que el cine articula, en suma, es la indignante reducción de la belleza
a objeto de violentación y posesión destructora. Que la belleza de tales
mujeres fuera tanto lo que les lanzara a la fama como lo que las condenara al
exilio profesional tiene el aire fatal de una fábula acerca de la avidez humana,
de su lucha contra el deseo más poderoso. Pues cómo es que lo que semeja ser tu
virtud más elogiable se convierte en elemento de tu condena. El destino de
todas estas mujeres se me antoja, simbólicamente, como una suerte de inextricable sacrificio cuya elección responde
a esta mecánica atroz: la mujer es culpable por ser bella y por ello es
sacrificada, lo cual también semeja un siniestro y confuso anillo de Moebius.
La
fugacidad de la belleza en la mujer es una advertencia de la temporalidad de la
pasión, un recordatorio de la naturaleza acerca de la no eternidad de su don. Y
esta delicada circunstancia, en el caso de modelos y actrices se convierte en
un motivo mortificador de la persona cuando no, en un destino de tintes
trágicos.
Quién es
el culpable de esta crueldad, por qué la belleza tiene este fin tan injusto,
qué mundo gansteril permite que las mujeres bellas acaben así tras “un uso”
perverso y alienante de su imagen. Recuerdo lo que decía Antonin Artaud, que
fue además de poeta, actor: El cine es una cueva de ladrones. Aplíquese este
funcionamiento mercantil de intereses a momentos históricos de la misma
industria cuando la sociedad europea descubrió sin censuras ni oficialidades,
el mundo del sexo.
Quizá ,
en comparación con el destino de aquellas actrices de los setenta, el de las de
ahora no ofrezca finales tan abruptos ni tan crudos: suficiente tienen con la
obsesión anoréxica y con que los productores cuenten con ellas para alguna
serie o película.
Pero no
puedo visionar a aquellas mujeres sin evitar la fascinación morbosa de sus trayectorias
e interrogarme sobre las razones profundas de sus magulladas biografías. Pensemos
en el icono por excelencia: Marilyn.
Lo
repito, este sacrificio de la belleza me parece un misterio como el de los
poetas malditos, emblemas de la modernidad, o, incluso, como el de la entrega a
la redención humana de la figura de Cristo. Basta examinar la lógica del
sacrificio para confirmar que las existencias complejas, tortuosas y
desdichadas de actrices, artistas y poetas comparten con la vida de Jesús la
expiación total por la excelencia que representan, de modo específico, cada
uno.
La vida
de un Leopoldo María Panero y la de una Amparo Muñoz, por ejemplo, aunque
aparentemente una esté a años luz de la otra y viceversa, insinúan un
paralelismo inquietante y elusivo que no se reduce a la vulgaridad de la
expresión “se quemaron en vida”, sino que muestra cómo esta, la vida, se trunca
cuando insistimos en vivirla hasta sus últimas consecuencias, hasta el
dionisíaco exceso sin que la pregunta deje de insistir: cuál es el límite del
existir cuando los márgenes que lo vehiculan han volado por los aires y no soy
yo quien ha minado intencionadamente el camino.
En el
caso de las actrices que acabaron mal como en los cuentos aparentemente de hadas pero con un
desenvolvimiento inesperado y siniestro, la famosa y polémica cita bíblica del
Génesis vendría a afirmar la inocencia humana y a exculpar a las mujeres por
ser bellas: Y vieron los hijos de Dios
que las hijas de los hombres eran hermosas y tomaron mujeres de entre las que
le gustaron.
Esos
hijos de Dios son, según la exégesis común, los ángeles, o al menos, una
singular partida de los mismos.
Si los ángeles
ya marginaron y discriminaron por la belleza física, qué no irían a hacer la
lujuria y el egoísmo humanos. La gracia de la divinidad se revela, en este
episodio, algo ambigua: los seres más bellos son también los más vulnerados.
¿Quizá por estarles reservados un destino ultraterreno de infinita gloria, o
por un descuido de incomprensible crueldad?
5 comentarios:
Ummmm...no sé si estoy de acuerdo. La belleza y el atractivo de los varones que se dedican al cine...la presión...el alcohol, las drogas... A mí me parece que su situación fue la misma en el Holywood dorado. Por otra parte, es una carrera que se elige voluntariamente. Hay que tener la cabeza muy bien sentada para soportar el éxito. Nadiuska, Blanca Estrada, a las que no considero actrices, sino " actricillas"y demás fauna sin talento del Destape Nacional no me parecen víctimas más que de sus decisiones equivocadas: si usas el sexo para triunfar lo más seguro es que ( en esa generación) no puedas fundar una familia no tener una estabilidad emocional, cosa que en la vejez se paga. Ahora es diferente. Actrices porno como No Sé Qué La Piedra está todo el día en Telecinco, integrada como si fuera Charo López en su día. Y a mí me escandaliza, la verdad. Porque no es igual quien triunfa con su arte que quien lo hace colándose por la puerta del patio.
Ah, muy bueno el título. Impactante.
Es dificil que alguien se resista a brillar, nadie piensa que la luz mas temprano que tarde de apaga.
Nadie se resite a brillar como un estrella, nadie piensa que mas temprano que tarde se apagará.
Tienes razón, Gabriel. Pasar de un estado al otro puede convertirse en un drama.
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