Apenas entré en la
sala de Las Verónicas, y me di cuenta de la pieza que figuraba a la izquierda,
una escultura representando un curioso personaje boca abajo, apoyándose en la
nariz, abandoné las obras más conceptuales y me aproximé. La razón es muy
simple: buscamos lo que nos divierte, evitando la aspereza de los motivos u
objetos que, aun siendo portadores de una información simbólica evidente,
precisan de una mayor intelectualización o inteligibilidad. Lo que en un primer
impacto nos sorprende, y nos gusta, y nos entretiene, ya lo estamos
entendiendo. Precisamente uno de los juegos más enriquecedores de la
imaginación es rastrear similitudes, buscar correspondencias entre cosas
aparentemente distintas. Esta exposición juega a eso, apuesta por definir con
levedad, un horizonte común de investigación creativa. Colocar en un mismo
espacio las obras de Pepe Espaliú y Juan Muñoz, se justifica doblemente:
por la similitud parcial de sus repertorios inventivos y por la curiosidad
histórica de realizar esta comparación, teniendo en cuenta que sus obras son ya
expresiones singulares de la memoria de nuestro arte reciente.
Resulta curioso. Me
cuesta imaginar la muerte de un artista contemporáneo. La libertad creativa que
las vanguardias hicieron eclosionar a principios de siglo, en cuanto a motivos
y modos operativos, puso en manos del artista tal cantidad de técnicas, objetos
y materiales, dispuestos para la
inmersión alquímica a la búsqueda del símbolo anhelado, que resulta artificioso
añadir a semejante épica las desazones amargas de la muerte real del propio
artista. Esta ultrametaforización que
hizo del pintor o del escultor un mago, un demiurgo de las formas infinitas e
inauditas es lo que hace que se me haga difícil imaginar la muerte de tan proteico
personaje. Por ello, independientemente del interés y gravedad de los objetos
propios, esta exposición puede tener un suave deje melancólico si reparamos en
la suerte de sus autores. Es esta una historia que queda pendiente de realizar
y esclarecer: la muerte de los artistas jóvenes e importantes de España.
Cualquier objeto,
al ser aislado de su contexto y ser colocado en un espacio vacío, perdiendo su
funcionalidad, se somete a ser
transformado en otra cosa. Esto ya lo sabemos bien con los hallazgos de Duchamp. El objeto en cuestión puede convertirse en
algo enigmático que parezca pedir un desciframiento ante su nuevo estatus, o
convertirse en un potenciador extraordinario de lo que ya es y representa. De
este modo, los palanquines y los pasamanos que se exponen aquí, en Las
Verónicas, antes de parecernos meros fragmentos de una historia probable,
asumen lo que son con una notable densidad. Más que su utilidad es la significación que
adquieren por su destinación social originaria, lo que ahora los identifica
ante nuestros ojos a través de una consideración nueva y crítica.
Cada objeto que el
artista crea es el punto grávido de un mapa imaginario de desenlaces y contextualizaciones,
al tiempo que aportación indiscutible de un modo siempre nuevo de mirar. Ya sea
una balconada, una ventana intervenida, unas piernas ortopédicas, cualquier
esconce que pueda ser multiplicado, lo que el artista propone es la
concentración súbita de un enigma, la suma crítica de un sentir y de un temer,
integrada en un objeto, en esa cosa que nos sale al camino. Para el visitante
estos objetos pueden parecer caprichosos e incluso aleatorios, pero la
consideración del genio del artista implica el reconocimiento de una aventura
selectiva ante el evento del mundo. El sentir del artista le legitima para que
lo que nos presente, ostente esa multidimensión que lo distingue de toda otra
elección. Ante una serie de caparazones de tortuga, ante un pasamanos solitario,
la intriga se excita y dirime en qué desfiladero o proyección simbólica ubicarlos
para hacer inteligible su representación. Aquí surgen dos temas: conocer los repertorios
íntimos del artista para esclarecer sus pretensiones es una ocupación propia
del que le interese hacerlo. La otra cosa que muestra sus tintes irritantes es
esa uniformidad de la rareza en que se ha convertido el arte normalmente
contemporáneo y que en un primer golpe de impacto, puede convencer al visitante
de exposiciones que no nos encontramos sino ante la repetición y
monumentalización de lo puramente onírico. Por ello, el esfuerzo que ante el
arte moderno se exige es el conocimiento del lance simbólico del artista, el
pretexto que justifica esas fijaciones de apariencias rutinariamente
herméticas.
El artista moderno
muere y nos deja un conjunto de formas y objetos enigmáticos. Tal conjunto ha implicado
para quien los ha construido, un trabajo
en el tiempo y una experiencia muy singular con el universo de los materiales.
Si deseamos saber qué ha acontecido alrededor nuestro, en el panorama de las
constelaciones formales, nuestra misión consistiría en conocer las razones de
la pasión de los artistas.
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