Siempre
me ha parecido genial y tremenda la invención verbal con que Miguel Hernández tituló una de sus obras: El hombre acecha. Más que
el epígrafe de un poemario, se trata de un aforismo contundente sobre el hombre
convertido en el peor enemigo del hombre, de la reflexión fulgurante contenida
en una sola frase sobre el peor salvajismo, el humano. No es la fiera de la selva
o un monstruo de otro mundo quienes nos acechan para atacarnos: es el asesino
en serie, el enemigo durante la guerra, el ladrón, el envidioso, el prójimo que
irracionalmente, odia.
Acabo
de ver un documental sobre los cortometrajes que los Lumiére filmaron en los primeros años de su hiperfamoso invento. La
belleza de las imágenes, el inteligente guión del programa, la reveladora
reflexión estético-técnica sobre las intenciones y originales hallazgos de
estas piezas, incluso el emotivo tono de la voz en off han hecho que el corazón
se me pusiera en vilo. Ya había visto
este documental no hace mucho, también, como ahora, emitido por La Dos, pero en
esta ocasión lo que he experimentado ha sido más intenso. Cuando lo dieron por
primera vez, papá estaba con nosotros. Independientemente de mi estado, este
dato es importante. Como digo, durante el primer cuarto de hora, he sentido tal
tensión interior, que he notado la lágrima queriendo aproximarse. No sé si
sería capaz de profundizar óptimamente en el análisis de estas sensaciones.
Antes me fascinaban las imágenes antiguas porque me hablaban de un mundo remoto
que había sido real y que ahora sólo contaba con el recuerdo como sostén de su
“haber sido”: ahora, ese hecho, precisamente, el haber sido de un mundo que, independientemente de las apariencias,
es como el mío, como cualquier otro, me impresiona no sé, por su fugacidad, por
su carácter mágico al pertenecer al sueño de la historia, a la memoria.
Viendo
el documental, he sentido una deliciosa mezcla de dulzura y misterio. Contemplaba
las imágenes entrañables de un mundo pasado, el de fines del XIX y principios
del XX, un mundo ya acontecido, ya
cumplido, y por siempre lejano. Lo que no quiere decir, absolutamente
extraño. Precisamente, lo humano es el único vínculo que trasciende épocas y
por el que yo puedo sentirme próximo a lo que las gentes de entonces sintieron
o temieron. Son los atavíos, las indumentarias de las personas, cómo visten los
cuerpos, lo que inaugura la extrañeza, lo que sí pone una barrera clara y marca
la distinción entre las épocas, lo que pese a todo detalle que pudiera
hermanarnos y asemejarnos a través del tiempo, produce y ubica los
distanciamientos.
También
he percibido otra cosa: en escenas callejeras, en tomas en las que aparecen
bañistas pescando en la orilla, la gente no se comporta “como si estuviera a
fines del XIX”, es decir, no adquiere las posturas que se corresponden con la
poética de la época, se comporta como lo haría cualquiera que, finalmente, se
olvidara de que hay un aparato llamado cámara, filmando. Es con respecto a mí
que esas gentes son de fines del XIX, es para mí, que los observo un siglo
después, que tales gentes evolucionan en una sustancia llamada tiempo con una
etiqueta que especifica en qué período concreto lo hacen. Las personas representan
la belleza de su época, independientemente de su voluntad, de que conozcan el
emprendimiento vital que tal época significa y porta. Como si hubiera algo superior a ellos que les
colocara los ropajes correspondientes y los lanzara al flujo del tiempo,
haciéndolos masivos protagonistas involuntarios de esa franja histórica en la
que nacieron, se encuentran y viven.
Me
sorprenden los piropos que Cristóbal
Serra le dedica a un poeta tan ignoto como Pierre Jean Jouve. Le asigna el papel y la identidad, nada menos,
que de profeta, pero en su significado de vidente, más que de neto averiguador
de posibles futuros. He leído una
notable selección de la obra de Jouve en una edición argentina de 1974.
Palabras profusas, evocaciones transcendentes, maldición de los tiempos
presentes, orfandad de Dios y de
metafísicas. En la poesía de Jouve creo descubrir una tendencia hermenéutica,
una intención de conjurar los males típicos de la modernidad. Serra asimila
pasajes de la obra de Jouve a la obra de san Juan. La cuestión que me planteo
es quién lee hoy a autores como Jouve, sumido
en tales densidades teológicas. A no ser que la incidencia profunda de una obra
como la de este poeta se encuentre en las inquietudes de los ensayistas
actuales que reflexionan sobre las andaduras históricas de la modernidad y su
destino final.
En la madrugada del viernes, viendo fotos antiguas. Suena música de Offenbach. Soy un experto en complicarme la vida, en…agonizarme. Las fotos antiguas me lanzan a la fantasmidad pura, a la vida que se vivió, al pasado. Siento opresión en la mismísima alma. Comienzo, neuróticamente a compararme y me angustia no haber vivido la felicidad que la gente sí vivió. Por otro lado, la música de Offenbach me hace recordar la vida nocturna del París decimonónico, los bailes, el can-can, los salones lujosos, disfrutar de la vida con estilo, los carteles de Lautrec. Pura literatura, pero me aniquila la plenitud que fue, la que nunca viviré. Recuerdo que el personaje del cuento de Borges, El Aleph, llora al contemplar en el objeto mágico el flujo vertiginoso del tiempo, de la historia. Cambio la música por algo electrónico. Eso me recupera, me alivia de desaparecer otra noche más de esta no-vida que llevo desde hace siglos.
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