LA
INVESTIGACIÓN PARANORMAL
CONVERTIDA EN PRÁCTICA ARTÍSTICA
Recuerdo cómo bien
pronto las primeras psicofonías que hice, allá por el año 1980, se
transformaron en otra cosa que investigación de lo extraño, cuando tuve que
esforzarme en escuchar minutos y minutos de grabación a la espera de que
saltara el fonema inexplicable de entre el flujo de sonidos restantes que la
cinta iba recogiendo.
Tras los primeros
intentos infructuosos y tras realizar grabaciones de media hora en las que la
escucha era asimilable a rastrear desiertos sonoros salpicados de chasquidos, y
cumpliendo con el rigor del buen investigador que me obligaba a escuchar tales tediosas
grabaciones varias veces, las cintas en que no había aparecido nada realmente
extraño, fueron siendo asimiladas y torneadas por la memoria, adquiriendo “forma” y transformándose en otra
cosa además de muestras de investigación. Las experimentaciones psicofónicas de
resultado negativo en vez de desaparecer al ser descartadas y como yo no las
borraba sino que las iba guardando, adquirieron un signo distinto al de
investigación paranormal: se habían convertido en fragmentos de tiempo grabado.
Recuerdo cómo cada
grabación presentaba una identidad
singular dentro de su monotonía esencial. Tenía grabaciones que incluso me fascinaban
por el “ambiente” específico que le
prestaba el hecho anecdótico, por ejemplo, de haber llovido recientemente, o de
haberme encontrado con algún amigo aquella tarde antes de grabar o por el lugar
en el que se había realizado la grabación. Llegó a tal obsesión con la escucha desolada
y mágica de aquellos fragmentos de tiempo registrado que había cintas que las
escuchaba como partituras azarosas de sonidos, como obras anónimas del puro y
duro fluir temporal.
Aquellas grabaciones se
habían metamorfoseado en mi imaginación en una suerte de muestras descoyuntadas
de la llamada por la vanguardia
experimental música concreta o bien,
captación libre de ambientes sonoros.
Naturalmente para que tal cosa se
produjera, la sensibilidad de uno en aquellos años se prestaba al efecto alucinatorio
que cualquier cosa mínimamente rara, pudiera provocar.
Yo grababa en los
lugares más heterogéneos: escondiendo el aparato en rincones de casa, en medio
del pasillo cuando no había nadie, en el campo, bajo unas moreras o al lado de
una acequia, en el ascensor, en mi propia habitación a las tantas de la
madrugada, dentro del congelador o de una caja de zapatos...
De algún modo, esta
metamorfosis de investigación psicofónica a ambiente sonoro, era previsible. Antes
de que se me ocurriera investigar psicofonías, cosa que la motivó la lectura de
un libro muy audaz sobre lo paranormal que en el año ochenta discurrió por
librerías, en mi casa era normal que con mis hermanos grabásemos en casa, a
parientes y amigos. Titulábamos aquellas cintas Ambientes y recuerdos y su contenido era un cajón de sastre de todo
lo que se nos ocurriera grabar: por la calle, por las escaleras del edificio,
de madrugada con mis padres durmiendo, grabando anuncios y programas de la
tele, a mi hermano tocando el piano o aporreándolo yo mismo, a mi abuela
cantando, etc.
Aquellas cintas las
guardábamos y yo, al menos, las disfrutaba escuchándolas tiempo después en
sesiones especiales. Recuerdo cómo algunas me gustaban más que otras. Eran el
depósito del tiempo, del pasado inmediato, inmediatísimo.
Ahora bien, pronto me di
cuenta de una cosa: que la realidad es una fuente proteica de efectos infinitos
que pueden disfrutarse con mínimos retoques, pero que en el caso de las
grabaciones, el tiempo ofrecía un aspecto tan vertiginoso como banal: su
duplicación sin término y sin gracia, ya que el atractivo que tenían las grabaciones,
en suma, era poder reproducir lo que había ocurrido para divertirnos
comprobando cómo sonaba.
Cuando muy a fines de
los setenta y principios de los ochenta mis hermanos y yo hacíamos aquellas
grabaciones no sabíamos que estábamos llevando a cabo una suerte de diario sonoro
de nuestras vidas en lo que primaba, desde luego, era el gesto lúdico, aunque
una cinta entera de grabación, una hora de recuerdos, supusiera algo de
gravedad, de relativa importancia con respecto a lo que le habíamos arrebatado
al azar.
Ahora bien, más de una
vez nos ocurrió que al realizar aquellas grabaciones caseras en un ambiente
también bien casero, apareciese una voz o exclamación cuyo origen no
explicábamos. Y más de una de aquellas voces que contrastaban con las
circunstancias en que habíamos grabado se convirtieron en contundentes parafonías.
En estos momentos la memoria
deja escapar una esquirla líquida de tiempo añejo y recuerdo que las
primerísimas grabaciones que hicieron en casa se remontan al año 1973 o bien,
1974. Entonces éramos unos críos y apenas sabíamos utilizar el micrófono.
La impresión general que se me queda es que
del puro juego se derivó una suerte de contemplación primaria de lo que hoy
sería un documento, un registro informativo de aquellos años. También es cierto
que hay trampa en querer darle a todo esto un estatus: basta que grabe un par
de segundos de cualquier cosa para que lo que acaba de ser se convierta en un “acontecimiento”.
Cuando en la búsqueda de
la parafonía, los resultados eran nulos, caíamos en la tentación de “estetizar”
lo grabado a través de la mera escucha repetida. Del mismo modo que el cerebro
completa los datos de una percepción sea auditiva o visual, la práctica de la
escucha remodela lo informe e inventa un acontecimiento.
En suma, con aquellas
grabaciones realizadas por la lúdica inocencia, nos adentrábamos en el azar
atómico del sonido, en el laberinto de los tiempos cruzados, sin excluir que en
tales borrosos confines revelados por la cinta magnética, pudiera aparecer la expresión
temible.