Estratos se llama la serie de exposiciones que del 31 de enero al 31 de marzo podrá verse en todas las salas y centros públicos de exposiciones de Murcia. Las exposiciones combinan fotografía, grabados, cortometrajes y sobre todo, acciones, performances. ¿Por qué Estratos?
Porque la acción estrella va a ser el practicar una galería subterránea en algún punto del malecón de la capital. El grupo de artistas convertidos en aguerridos mineros, excavarán una galería cerca del lecho del río Segura y la irán cubriendo conforme vayan adentrándose en la entraña arenosa de la tierra. Será una galería temporal, una excavación sin objetivo arqueológico, que habrá durado y tendrá la existencia de la acción misma de practicarla.
Si el interés de acciones como ésta es la de perderse lúdicamente en el seno de la madre tierra, convertir los espacios naturales o artificiales en territorios de narrativas específicas, contemplar la naturaleza como el desbordamiento de todo límite conceptual,el lugar matricial de la aventura y de los orígenes, pienso que alguna vez alguno de nosotros hemos hecho arte, quizá sin saberlo, en más de una ocasión.
En 1980, un grupo de amigos y yo, escogimos un rincón apartado de la ciudad en la finca llamada "La caseta", como secreto lugar de reunión. El sitio tenía un sugerente y espléndido camino de cipreses, un par de charcas artificiales llenas de ranas cantoras y bichejos subacuáticos, y como resto arqueológico importante conservaba el ancho brocal de un pozo cuya construcción parece remontarse al siglo XVIII, además de una melancólica noria encallada en el légamo de una acequia, a la sombra de unos árboles. Allí nos reuníamos, rodeados de luciérnagas, para hablar a la luz de la luna, de poesía, ovnis, Stravinsky, sueños e intentar escribir algo. Pero sobre todo, nos gustaba perdernos un poco en aquel espacio y a aquellas horas, no sólo por motivos de escapismo hedonista: aquella era una forma de disentir estética e ideológicamente.
El espacio en la madrugada era sedoso, húmedo, calmo, ondulante y quieto a la vez, y estábamos seguros de que había presencias mágicas acechando. Convertimos aquel rincón en un lugar de poder. De allí nos llevábamos la sensación mágica del recuerdo, entre ingenuo y maravillado, de haber experimentado otro orden espacio-temporal: qué opaca sensación de actualidad, de concreción olvidada en la que de nuevo nos instalábamos, al regresar a casa.
Pero conservábamos un documento especial de nuestras incursiones nocturnas fuera de la ciudad:las psicofonías. Entonces hacíamos grabaciones de media hora, bien lejos de los tres o cuatro minutos que se suelen aconsejar. Tampoco respetábamos lo de invocar las voces, ya que pensábamos que si se encontraban presentes, se manifestarían espontáneamente sin necesidad de darles el tostón con nuestras súplicas.
Nuestra modesta investigación paranormal acababa convirtiéndose en otra cosa, en una suerte de práctica espacio-temporal, ya que la captación de algún sonido o voz inexplicable en aquellas larguísimas psicofonías cedía, era algo secundario frente al "ambiente" que quedaba registrado en la cinta. Al final lo que nos excitaba era la grabación de algún grito lejano, el ruido de alguna moto que pasaba, el chasquido de una rama rota, el revoloteo de algún pájaro, el murmullo de nuestras propias voces ininteligibles.
En vez de escuchar una psicofonía, acabábamos escuchando música concreta, la respiración de la naturaleza misma en un día y en un horario determinados: en tal instante la rana iba a croar, en tal otro, el viento soplaba sobre el micrófono. Nos llevábamos a casa un pedazo de tiempo puro en el que poder recrearnos, ya que aunque no hubiera salido nada extraordinario, aquellas grabaciones conservaban la sugerencia, la atmósfera de la noche. La grabación era como una escritura cuya grafía fuesen los sonidos impresos en una veta de tiempo.
En casa hacíamos algo parecido. Cuando los mayores se largaban y la casa entera estaba a nuestra disposición, llevábamos a cabo una exploración, con las luces apagadas, a través de habitaciones, pasillos y armarios. Y con la cinta del casette, naturalmente, grabando nuestro simulacro doméstico de investigación intrauterina. De ahí que los motivos que inspiran las exposiciones en Murcia, Estratos, me haya sugerido la relación tanto con nuestras inocentes escapadas como con aquellas psicofonías y grabaciones.
Si la intención de la performance es romper con el tiempo de la ciudad, experimentar con la posibilidad de estar en un espacio a salvo de todo artificio, de todo signo instituido, aquellas visitas nocturnas que hacíamos con ignorancia total del land art o del mundo de las performances, ofrecen cierto paralelismo, en cuanto que no había otro objetivo que vivir la realidad tal cual. Ya el mero hecho de grabar con la cinta cualquier cosa, convertía lo grabado en signo de la realidad grabada. Practicar en la realidad un agujero por el que la realidad misma entra pero transformándose, es decir, diferenciándose de la masa inerte general de la realidad total.
Pensando en los artistas que practican este tipo de arte, convertidos en exploradores, en mineros, en jardineros subterráneos, en antropólogos de campo, qué desasosiego por remontarse a los orígenes, por purificarse de la alienaciones urbanas, por escapar de la civilización. Lo fascinante de viajar a través de estratos es que esos estratos también son culturales, territoriales, simbólicos. Al artista ya no le basta el marco del cuadro, ni el de la foto, ni el de la página, ni el movedizo de la cámara. Es el mismísimo espacio, natural o no, el que se convierte en marco de incursiones aventureras, en territorio de inscripciones, en escenografía de una acción inaugural. El espacio como gruta insondable, como caverna sagrada y amenazada, como laberinto y habitáculo, como posibilidad del hallazgo sorpresivo. El espacio como invitación animista al viaje de sus entrañas. Estratos practicados en el espacio que lo son también de tiempo.
Porque la acción estrella va a ser el practicar una galería subterránea en algún punto del malecón de la capital. El grupo de artistas convertidos en aguerridos mineros, excavarán una galería cerca del lecho del río Segura y la irán cubriendo conforme vayan adentrándose en la entraña arenosa de la tierra. Será una galería temporal, una excavación sin objetivo arqueológico, que habrá durado y tendrá la existencia de la acción misma de practicarla.
Si el interés de acciones como ésta es la de perderse lúdicamente en el seno de la madre tierra, convertir los espacios naturales o artificiales en territorios de narrativas específicas, contemplar la naturaleza como el desbordamiento de todo límite conceptual,el lugar matricial de la aventura y de los orígenes, pienso que alguna vez alguno de nosotros hemos hecho arte, quizá sin saberlo, en más de una ocasión.
En 1980, un grupo de amigos y yo, escogimos un rincón apartado de la ciudad en la finca llamada "La caseta", como secreto lugar de reunión. El sitio tenía un sugerente y espléndido camino de cipreses, un par de charcas artificiales llenas de ranas cantoras y bichejos subacuáticos, y como resto arqueológico importante conservaba el ancho brocal de un pozo cuya construcción parece remontarse al siglo XVIII, además de una melancólica noria encallada en el légamo de una acequia, a la sombra de unos árboles. Allí nos reuníamos, rodeados de luciérnagas, para hablar a la luz de la luna, de poesía, ovnis, Stravinsky, sueños e intentar escribir algo. Pero sobre todo, nos gustaba perdernos un poco en aquel espacio y a aquellas horas, no sólo por motivos de escapismo hedonista: aquella era una forma de disentir estética e ideológicamente.
El espacio en la madrugada era sedoso, húmedo, calmo, ondulante y quieto a la vez, y estábamos seguros de que había presencias mágicas acechando. Convertimos aquel rincón en un lugar de poder. De allí nos llevábamos la sensación mágica del recuerdo, entre ingenuo y maravillado, de haber experimentado otro orden espacio-temporal: qué opaca sensación de actualidad, de concreción olvidada en la que de nuevo nos instalábamos, al regresar a casa.
Pero conservábamos un documento especial de nuestras incursiones nocturnas fuera de la ciudad:las psicofonías. Entonces hacíamos grabaciones de media hora, bien lejos de los tres o cuatro minutos que se suelen aconsejar. Tampoco respetábamos lo de invocar las voces, ya que pensábamos que si se encontraban presentes, se manifestarían espontáneamente sin necesidad de darles el tostón con nuestras súplicas.
Nuestra modesta investigación paranormal acababa convirtiéndose en otra cosa, en una suerte de práctica espacio-temporal, ya que la captación de algún sonido o voz inexplicable en aquellas larguísimas psicofonías cedía, era algo secundario frente al "ambiente" que quedaba registrado en la cinta. Al final lo que nos excitaba era la grabación de algún grito lejano, el ruido de alguna moto que pasaba, el chasquido de una rama rota, el revoloteo de algún pájaro, el murmullo de nuestras propias voces ininteligibles.
En vez de escuchar una psicofonía, acabábamos escuchando música concreta, la respiración de la naturaleza misma en un día y en un horario determinados: en tal instante la rana iba a croar, en tal otro, el viento soplaba sobre el micrófono. Nos llevábamos a casa un pedazo de tiempo puro en el que poder recrearnos, ya que aunque no hubiera salido nada extraordinario, aquellas grabaciones conservaban la sugerencia, la atmósfera de la noche. La grabación era como una escritura cuya grafía fuesen los sonidos impresos en una veta de tiempo.
En casa hacíamos algo parecido. Cuando los mayores se largaban y la casa entera estaba a nuestra disposición, llevábamos a cabo una exploración, con las luces apagadas, a través de habitaciones, pasillos y armarios. Y con la cinta del casette, naturalmente, grabando nuestro simulacro doméstico de investigación intrauterina. De ahí que los motivos que inspiran las exposiciones en Murcia, Estratos, me haya sugerido la relación tanto con nuestras inocentes escapadas como con aquellas psicofonías y grabaciones.
Si la intención de la performance es romper con el tiempo de la ciudad, experimentar con la posibilidad de estar en un espacio a salvo de todo artificio, de todo signo instituido, aquellas visitas nocturnas que hacíamos con ignorancia total del land art o del mundo de las performances, ofrecen cierto paralelismo, en cuanto que no había otro objetivo que vivir la realidad tal cual. Ya el mero hecho de grabar con la cinta cualquier cosa, convertía lo grabado en signo de la realidad grabada. Practicar en la realidad un agujero por el que la realidad misma entra pero transformándose, es decir, diferenciándose de la masa inerte general de la realidad total.
Pensando en los artistas que practican este tipo de arte, convertidos en exploradores, en mineros, en jardineros subterráneos, en antropólogos de campo, qué desasosiego por remontarse a los orígenes, por purificarse de la alienaciones urbanas, por escapar de la civilización. Lo fascinante de viajar a través de estratos es que esos estratos también son culturales, territoriales, simbólicos. Al artista ya no le basta el marco del cuadro, ni el de la foto, ni el de la página, ni el movedizo de la cámara. Es el mismísimo espacio, natural o no, el que se convierte en marco de incursiones aventureras, en territorio de inscripciones, en escenografía de una acción inaugural. El espacio como gruta insondable, como caverna sagrada y amenazada, como laberinto y habitáculo, como posibilidad del hallazgo sorpresivo. El espacio como invitación animista al viaje de sus entrañas. Estratos practicados en el espacio que lo son también de tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario