Los franceses han convertido "el pensamiento" en pretexto de una copiosa filosofía literaria, en un suntuoso ejercicio de estilo. Paul Valéry emerge aquí como un modelo del escritor que aprovecha su familiaridad y comunión con la palabra, su destreza reflexiva adquirida bajo el auspicio de la poesía y de las matemáticas, para convertirse no en un mero filósofo, sino en un investigador a cuenta propia.
Y sólo pensando en Valéry como un soberbio esteta, como un delicado e hialino gozador del pensar y de su propio pensamiento, podemos eximirle de considerar como un equívoco (como una compleja frivolidad) el haberse entregado durante décadas a la anotación diaria y sistemática del funcionamiento de ese prodigioso instrumento llamado pensamiento, teniendo en cuenta que hablamos de un poeta y no de un profesional de la filosofía.
Y es que la cuestión es ésa. Estoy a punto de terminar de leer las 537 páginas de que consta el volumen de los cuadernos, editado por Galaxia Gutemberg. Le he echado un vistazo a un buen número de las críticas aparecidas por la red sobre el libro - la mayoría, como era de esperar, elogiosas, celebrando por fin la salida al mercado español de semejante grimorio del pensamiento- y no dejo de tener una impresión que no se ve del todo desmentida, alcanzado casi el fin del volumen, impresión que se concreta en una pregunta tan aparentemente simple y tosca como directa: ¿qué hace un poeta, alguien, en definitiva, cuya obra no depende tanto de la urdimbre lógica como de la sensibilidad, empeñado en esta tarea? ¿Resulta prioritario para alguien que es poeta el saber pensar antes que adaptar su naturaleza al tránsito harmónico de los sonidos, las palabras o las formas? ¿O es que ambas cosas pueden funcionar convergentemente?
El propio Valéry resuelve dicotomías entre pensar racionalmente y saber utilizar los recursos de la imaginación: "pensar es adaptarse". Es decir, lo importante no es tanto buscar un método infalible de pensamiento como saber permeabilizarse a las circunstancias, a los contextos.
También es cierto que Valéry no escribe un libro de filosofía.
Valéry se encuentra en el terreno medianero del aforismo, la apreciación rigurosa y el placer intelectual de una ejecutoria heterogénea. Su perseverancia en el rigor, en dejarse llevar sólo por el placer del orden, quizá hagan justicia a la fama de estas notas: Valéry es hombre de constataciones, de hallazgos más que de balbuceos sublimes; por lo tanto, limita las especulaciones gratuitas y presenta conclusiones en vez de meras divagaciones.
Independientemente del acierto luminoso de alguna de estas notas, quizá haya varias formas de valorar o de justificar el libro.
1. Fue una disciplina psíquica que Valéry se impuso con fines, en definitiva, terapéuticos para la conciencia: su intención era no ocupar la mente con cualquier cosa que acabara convirtiéndose en residuo, en pesada nadería, en servidumbre mental, en repetición inútil.
2. Estas notas no son tanto el resultado de una disciplina como el producto de una escritura natural, es decir, la proyección de una determinada ubicación del cuerpo y de la mente, la lúcida prolongación de unas coordenadas en las que Valéry percibía el mundo y el modo de proceder del pensamiento ante su objeto.
3. Si contextualizamos estas notas, si las consideramos históricamente, nos revelan a alguien que, lejos de seguir tendencias o maestros, decide trabajar solitariamente, con una disciplina monástica, aplicándose en la búsqueda no de ningún éxtasis del saber sino de un conocimiento objetivo y soberano.
Personalmente, y teniendo en cuenta la publicidad producida en torno a la obra, esperaba no otro libro pero sí otro tipo de escritura más desatada o proteica. Por el contrario, y como si Valéry reservara el placer intelectual al estricto desciframiento y no tanto a su expresión, la escritura es seca, meticulosa, deteniéndose a penas ha verificado un punto, y nada voluptuosa.
El prologuista, Sánchez Robayna ya advierte que no es un texto pensado para publicarse y eso se percibe en muchas de las notas, demasiado breves y esquemáticas, poco elocuentes en sí.
Es una lástima que las escasas notas verdaderamente íntimas sean tan contadas e incluso raquíticas: las anotaciones sobre paisajes o ciudades, sobre amores que no pudieron ser, sobre viajes y ambientes azuzan instantáneamente y desaparecen. Aquí Valéry elimina toda profusión, y esto vuelve a chocar en quien se considera un poeta, pues la gran materia lírica de la subjetividad, vivida, con toda seguridad, por Valéry con intensidad y fulgor de detalles, es prácticamente desecada y reducida a un par de líneas.
Este "sacrificio" de la vida íntima, esta escuetez en los detalles que podrían haberse convertido en jugosos motivos, esta prioridad de la vida mental sobre la sentimental, este estacionamiento en la descripción de los procesos del pensar- para algunos comentaristas, poco relevantes - es lo que frena un tanto el nivel de expectación de los que esperábamos de Valéry algún tipo especial de revelación.
Independientemente de su obra como poeta, algunos autores, aun admirándolo, no han dejado de reprocharle sus "veleidades" como pensador. Borges se arrepintió lo suyo por haber denominado a Valéry "héroe de la lucidez". Décadas después de haber escrito sus ensayos sobre el escritor francés, cambió aquella hipérbole con que le definió por un manifiesto desprecio.
Y también hay que recordar la displicencia de Ortega y Gasset con el poeta-filósofo, epíteto que, al parecer, juzgaba un poco ridículo.
De todos modos, en este fajo de rutilantes notas se encuentran significativas intuiciones de lo que inmediatamente después de su muerte se convertirían en importantes procesos teóricos y tendencias del pensamiento moderno: las reflexiones sobre el lenguaje, el concepto del pensamiento como un juego de cuya articulación no está excluído el azar, los procedimientos del análisis semiótico, la valoración de las ciencias físicas como vanguardia del conocimiento.
En este sentido Valéry es absolutamente moderno y sus inquietudes establecen unos hilos de tensa conexión con las actuales. Si evitó la exposición abierta de las incidencias íntimas sustituyéndolas por el afán reflexivo de asuntos estrictamente intelectuales, esa austeridad le valió alcanzar una eficacia modélica. El gesto de estupor con que aparece en las fotos de su estudio revelan la pasión de su entrega. Parece decirnos que sumirse en el Pensamiento es sumirse en el estremecimiento de las cosas.
Y sólo pensando en Valéry como un soberbio esteta, como un delicado e hialino gozador del pensar y de su propio pensamiento, podemos eximirle de considerar como un equívoco (como una compleja frivolidad) el haberse entregado durante décadas a la anotación diaria y sistemática del funcionamiento de ese prodigioso instrumento llamado pensamiento, teniendo en cuenta que hablamos de un poeta y no de un profesional de la filosofía.
Y es que la cuestión es ésa. Estoy a punto de terminar de leer las 537 páginas de que consta el volumen de los cuadernos, editado por Galaxia Gutemberg. Le he echado un vistazo a un buen número de las críticas aparecidas por la red sobre el libro - la mayoría, como era de esperar, elogiosas, celebrando por fin la salida al mercado español de semejante grimorio del pensamiento- y no dejo de tener una impresión que no se ve del todo desmentida, alcanzado casi el fin del volumen, impresión que se concreta en una pregunta tan aparentemente simple y tosca como directa: ¿qué hace un poeta, alguien, en definitiva, cuya obra no depende tanto de la urdimbre lógica como de la sensibilidad, empeñado en esta tarea? ¿Resulta prioritario para alguien que es poeta el saber pensar antes que adaptar su naturaleza al tránsito harmónico de los sonidos, las palabras o las formas? ¿O es que ambas cosas pueden funcionar convergentemente?
El propio Valéry resuelve dicotomías entre pensar racionalmente y saber utilizar los recursos de la imaginación: "pensar es adaptarse". Es decir, lo importante no es tanto buscar un método infalible de pensamiento como saber permeabilizarse a las circunstancias, a los contextos.
También es cierto que Valéry no escribe un libro de filosofía.
Valéry se encuentra en el terreno medianero del aforismo, la apreciación rigurosa y el placer intelectual de una ejecutoria heterogénea. Su perseverancia en el rigor, en dejarse llevar sólo por el placer del orden, quizá hagan justicia a la fama de estas notas: Valéry es hombre de constataciones, de hallazgos más que de balbuceos sublimes; por lo tanto, limita las especulaciones gratuitas y presenta conclusiones en vez de meras divagaciones.
Independientemente del acierto luminoso de alguna de estas notas, quizá haya varias formas de valorar o de justificar el libro.
1. Fue una disciplina psíquica que Valéry se impuso con fines, en definitiva, terapéuticos para la conciencia: su intención era no ocupar la mente con cualquier cosa que acabara convirtiéndose en residuo, en pesada nadería, en servidumbre mental, en repetición inútil.
2. Estas notas no son tanto el resultado de una disciplina como el producto de una escritura natural, es decir, la proyección de una determinada ubicación del cuerpo y de la mente, la lúcida prolongación de unas coordenadas en las que Valéry percibía el mundo y el modo de proceder del pensamiento ante su objeto.
3. Si contextualizamos estas notas, si las consideramos históricamente, nos revelan a alguien que, lejos de seguir tendencias o maestros, decide trabajar solitariamente, con una disciplina monástica, aplicándose en la búsqueda no de ningún éxtasis del saber sino de un conocimiento objetivo y soberano.
Personalmente, y teniendo en cuenta la publicidad producida en torno a la obra, esperaba no otro libro pero sí otro tipo de escritura más desatada o proteica. Por el contrario, y como si Valéry reservara el placer intelectual al estricto desciframiento y no tanto a su expresión, la escritura es seca, meticulosa, deteniéndose a penas ha verificado un punto, y nada voluptuosa.
El prologuista, Sánchez Robayna ya advierte que no es un texto pensado para publicarse y eso se percibe en muchas de las notas, demasiado breves y esquemáticas, poco elocuentes en sí.
Es una lástima que las escasas notas verdaderamente íntimas sean tan contadas e incluso raquíticas: las anotaciones sobre paisajes o ciudades, sobre amores que no pudieron ser, sobre viajes y ambientes azuzan instantáneamente y desaparecen. Aquí Valéry elimina toda profusión, y esto vuelve a chocar en quien se considera un poeta, pues la gran materia lírica de la subjetividad, vivida, con toda seguridad, por Valéry con intensidad y fulgor de detalles, es prácticamente desecada y reducida a un par de líneas.
Este "sacrificio" de la vida íntima, esta escuetez en los detalles que podrían haberse convertido en jugosos motivos, esta prioridad de la vida mental sobre la sentimental, este estacionamiento en la descripción de los procesos del pensar- para algunos comentaristas, poco relevantes - es lo que frena un tanto el nivel de expectación de los que esperábamos de Valéry algún tipo especial de revelación.
Independientemente de su obra como poeta, algunos autores, aun admirándolo, no han dejado de reprocharle sus "veleidades" como pensador. Borges se arrepintió lo suyo por haber denominado a Valéry "héroe de la lucidez". Décadas después de haber escrito sus ensayos sobre el escritor francés, cambió aquella hipérbole con que le definió por un manifiesto desprecio.
Y también hay que recordar la displicencia de Ortega y Gasset con el poeta-filósofo, epíteto que, al parecer, juzgaba un poco ridículo.
De todos modos, en este fajo de rutilantes notas se encuentran significativas intuiciones de lo que inmediatamente después de su muerte se convertirían en importantes procesos teóricos y tendencias del pensamiento moderno: las reflexiones sobre el lenguaje, el concepto del pensamiento como un juego de cuya articulación no está excluído el azar, los procedimientos del análisis semiótico, la valoración de las ciencias físicas como vanguardia del conocimiento.
En este sentido Valéry es absolutamente moderno y sus inquietudes establecen unos hilos de tensa conexión con las actuales. Si evitó la exposición abierta de las incidencias íntimas sustituyéndolas por el afán reflexivo de asuntos estrictamente intelectuales, esa austeridad le valió alcanzar una eficacia modélica. El gesto de estupor con que aparece en las fotos de su estudio revelan la pasión de su entrega. Parece decirnos que sumirse en el Pensamiento es sumirse en el estremecimiento de las cosas.
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