El hallazgo de la grabación de Martinville me ha hecho recordar un sueño que tuve hace algunos años. Soñé que se había encontrado una filmación de 1913 en la podía verse una pareja de extraterrestres de gran cabeza oscura, embutidos en un mono escamoso, de pie, junto a un muro.
En el sueño lo que me daba pánico no eran las extrañas criaturas filmadas, sino el temblequeo, la neblina de la vieja cinta a través de la que eran visionadas.
Esa neblina soñada que enturbiaba espectralmente las figuras grotescas de los extraterrestres era el efecto, la impronta del tiempo. Hay cierta semejanza entre mi sueño y la grabación, o mejor dicho, la impresión subjetiva de la grabación de Scott de Martinville: un desbarajuste cronológico - canción grabada ¡hace 148 años!, extraterrestres filmados en 1913 -, y luego, esa sensación de irrealidad al escuchar la grabación, una voz infantil o de mujer medio ahogada por las gasas momificas de los años, sonando desde un día remoto de 1860, y, por otro lado, el miedo nervioso que me producía la neblina del film soñado.
(La verdad es que escuchando la grabación de Martinville es difícil no hacer asociaciones y no pensar en una psicofonía...)
Yo creo que si técnicamente fuera posible limpiar íntegramente la grabación de ese ruido tenebroso y escucháramos la canción como si acabaran de grabarla, resultaría decepcionante. Sería difícil imaginar que quien canta lo hace casi 150 años atrás, plantándose de pronto ante nosotros.
Lo que quiero decir es que "el ruido" es inseparable de cualquier grabación antigua, forma parte de la misma grabación, porque ésta se hizo en el tiempo y el tiempo se manifiesta inercialmente de este modo. Las grabaciones antiguas son antiguas porque están envueltas en un ambiente propio, en esa madeja de soplidos, frituras y chisporroteos que hacen que parezca que la música esté jadeando por el esfuerzo de estar encerrada tanto tiempo en sus respectivos soportes.
El ruido en las grabaciones sonoras, el efecto borroso en las imágenes fotográficas o fílmicas, es la interferencia inevitable, gravitacional que el tiempo produce. Pero ese efecto, si no resulta invasor o destruye la imagen y el sonido, acaba por convertirse en un efecto estético. Recordemos lo que decía Simmel sobre las ruinas, o como, en las composiciones de música de vanguardia, autores como Cage o Stockhausen han incorporado ruidos al articular sus composiciones, en gran medida, sobre el azar interpretativo.
El precipitado molecular, fatal y continuo del tiempo sobre las fotos, por ejemplo, produce esa numinosidad especial a través de los contornos desleídos de las imágenes, convirtiendo los cuerpos en espíritus; en la grabaciones sonoras distorsiona el sonido original haciéndolo parecer espectral; en las filmaciones, coloca un velo epocal, sobre los gestos, poses y ambientes.
La mancha de polvo adherido a la placa fotográfica de vidrio, o la erosión física del soporte de caucho en el que Martinville grabó la canción un día de 1860, no son meramente manchas o desperfectos: esas marcas ahora significan, ponen la barrera infranqueable entre mi mundo y el pasado, nos recuedan que las formas son inseparables del tiempo y que emergen de él. En cierto sentido marcan melancólica, dramáticamente la historia, que somos historia.
Todo lo que podríamos catalogar como efectos deteriorantes del tiempo, o bien arte realizado en condiciones técnicas ya superadas y anacrónicas - recordemos las peculiaridades escenográficas o gestuales de las películas mudas, por ejemplo-, actúan como "potenciadores semánticos" hasta el punto de convertirse en códigos específicos para el artista que pretenda reproducir atmósferas o espacios impregnados de ese aura inmaterial de tiempo pasado.
Por eso digo que si fuéramos capaces de eliminar todos los efectos deteriorantes del paso del tiempo sobre las cosas, sobre los soportes de las representaciones gráficas, fotográficas y sonoras, experimentaríamos una extraña sensación de uniformidad, de carencia de acontecimiento.
Pero hasta en las fotografías antiguas más nítidas hay "algo" que resulta irremontable, algo de lo que no podemos ser contemporáneos.
Escrutando retratos antiguos, mirando esos rostros a veces tan vívidos y próximos, pero con los que nos es imposible coincidir vitalmente, advertimos que es como si estuvieran irremediablemente distraidos con respecto a nosotros, como si a pesar de su humanidad, hubiera algo que coaccionara invisible, indirectamente el contacto franco.
Escuchando la grabación de Martinville, se perfectamente que fabulo puerilmente, que no es ningún fantasma quien canta, sino sólo una niña, quizá la hija del propio Martinville, pero al mismo tiempo me resulta difícil no evocar los días del romanticismo, a Hugo, a Baudelaire, los bulevares ámbar del París de Nadar, personajes que, seguramente, no conocieron a la anónima cantante que yo sí puedo escuchar extrañamente ahora.
En el sueño lo que me daba pánico no eran las extrañas criaturas filmadas, sino el temblequeo, la neblina de la vieja cinta a través de la que eran visionadas.
Esa neblina soñada que enturbiaba espectralmente las figuras grotescas de los extraterrestres era el efecto, la impronta del tiempo. Hay cierta semejanza entre mi sueño y la grabación, o mejor dicho, la impresión subjetiva de la grabación de Scott de Martinville: un desbarajuste cronológico - canción grabada ¡hace 148 años!, extraterrestres filmados en 1913 -, y luego, esa sensación de irrealidad al escuchar la grabación, una voz infantil o de mujer medio ahogada por las gasas momificas de los años, sonando desde un día remoto de 1860, y, por otro lado, el miedo nervioso que me producía la neblina del film soñado.
(La verdad es que escuchando la grabación de Martinville es difícil no hacer asociaciones y no pensar en una psicofonía...)
Yo creo que si técnicamente fuera posible limpiar íntegramente la grabación de ese ruido tenebroso y escucháramos la canción como si acabaran de grabarla, resultaría decepcionante. Sería difícil imaginar que quien canta lo hace casi 150 años atrás, plantándose de pronto ante nosotros.
Lo que quiero decir es que "el ruido" es inseparable de cualquier grabación antigua, forma parte de la misma grabación, porque ésta se hizo en el tiempo y el tiempo se manifiesta inercialmente de este modo. Las grabaciones antiguas son antiguas porque están envueltas en un ambiente propio, en esa madeja de soplidos, frituras y chisporroteos que hacen que parezca que la música esté jadeando por el esfuerzo de estar encerrada tanto tiempo en sus respectivos soportes.
El ruido en las grabaciones sonoras, el efecto borroso en las imágenes fotográficas o fílmicas, es la interferencia inevitable, gravitacional que el tiempo produce. Pero ese efecto, si no resulta invasor o destruye la imagen y el sonido, acaba por convertirse en un efecto estético. Recordemos lo que decía Simmel sobre las ruinas, o como, en las composiciones de música de vanguardia, autores como Cage o Stockhausen han incorporado ruidos al articular sus composiciones, en gran medida, sobre el azar interpretativo.
El precipitado molecular, fatal y continuo del tiempo sobre las fotos, por ejemplo, produce esa numinosidad especial a través de los contornos desleídos de las imágenes, convirtiendo los cuerpos en espíritus; en la grabaciones sonoras distorsiona el sonido original haciéndolo parecer espectral; en las filmaciones, coloca un velo epocal, sobre los gestos, poses y ambientes.
La mancha de polvo adherido a la placa fotográfica de vidrio, o la erosión física del soporte de caucho en el que Martinville grabó la canción un día de 1860, no son meramente manchas o desperfectos: esas marcas ahora significan, ponen la barrera infranqueable entre mi mundo y el pasado, nos recuedan que las formas son inseparables del tiempo y que emergen de él. En cierto sentido marcan melancólica, dramáticamente la historia, que somos historia.
Todo lo que podríamos catalogar como efectos deteriorantes del tiempo, o bien arte realizado en condiciones técnicas ya superadas y anacrónicas - recordemos las peculiaridades escenográficas o gestuales de las películas mudas, por ejemplo-, actúan como "potenciadores semánticos" hasta el punto de convertirse en códigos específicos para el artista que pretenda reproducir atmósferas o espacios impregnados de ese aura inmaterial de tiempo pasado.
Por eso digo que si fuéramos capaces de eliminar todos los efectos deteriorantes del paso del tiempo sobre las cosas, sobre los soportes de las representaciones gráficas, fotográficas y sonoras, experimentaríamos una extraña sensación de uniformidad, de carencia de acontecimiento.
Pero hasta en las fotografías antiguas más nítidas hay "algo" que resulta irremontable, algo de lo que no podemos ser contemporáneos.
Escrutando retratos antiguos, mirando esos rostros a veces tan vívidos y próximos, pero con los que nos es imposible coincidir vitalmente, advertimos que es como si estuvieran irremediablemente distraidos con respecto a nosotros, como si a pesar de su humanidad, hubiera algo que coaccionara invisible, indirectamente el contacto franco.
Escuchando la grabación de Martinville, se perfectamente que fabulo puerilmente, que no es ningún fantasma quien canta, sino sólo una niña, quizá la hija del propio Martinville, pero al mismo tiempo me resulta difícil no evocar los días del romanticismo, a Hugo, a Baudelaire, los bulevares ámbar del París de Nadar, personajes que, seguramente, no conocieron a la anónima cantante que yo sí puedo escuchar extrañamente ahora.
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