Hace un par de sábados, entré con entusiasmo en la sala Espacio AV de Murcia, al comprobar en la puerta, que había exposición y que era fotográfica. La exposición era de Francesca Woodman. No conocía de nada a la artista. Eché un vistazo a las primeras fotografías con que me encontré y me fascinaron enseguida. La punzada la recibí cuando, en el panel informativo de la entrada de la sala, leí que había muerto en 1981, fecha que, de pronto, se me antojó remota.
Continué viendo la exposición con una sensación en la que a la fascinación estética se le añadía ahora el morbo. En las fotos aparece el cuerpo desnudo de Francesca tendido sobre cascotes, abandonado en una habitación desolada, o semihundido entre la hierba oscura, herido por un pedazo de cristal.... Belleza convulsiva, desde luego.
Había una gran composición, de impacto alucinante, en la que Francesca flota, envuelta en gasas. La imagen me hizo recordar la famosa escena de la película El Espejo, de Tarkosky, en la que la protagonista, tendida sobre el lecho, se eleva en el aire, levitando.
Cuando terminé de ver la exposición, salí a la calle ebrio de una mezcla de bienestar y melancolía. Pero cuando llegué a Orihuela, la máquina neurótica comenzó a trabajar. Le daba vueltas y vueltas mentalmente a las imágenes que había visto. Sentía un placer ardiente y como prohibido al hacerlo. El hecho de que la artista muriera tan joven, con apenas 23 años, arrojaba un aura como de virginidad, de pureza o de autenticidad definitiva a su obra, a su memoria.
Al principio pensé que había muerto de una enfermedad o de un accidente. Para colmo de mi lúgubre fascinación, comprobé, investigando en internet, lo que comenzaba a sospechar: Francesca se suicidó, arrojándose por una ventana al vacío.
Nada que objetar. Su obra confirma la verdad dramática de su vida. ¿O es al revés, es el suicidio lo que ratifica la verdad que su obra fotográfica ilustra? De todos modos, fue consecuente. Paradójicamente, se supone que el suicidio es un acto vital y soberano cuando no es el lamentable fruto de una tara incurable, aunque, a veces, la frontera entre ambas cosas sea difícil de discernir. De todos modos, Francesca decidió que ya no había más que decir. No escogió el mero retiro silencioso ni el transpase creativo a otras formas expresivas. Su decisión implicó una consumación y un final. Por eso, tanto su lenguaje - el fotográfico - como su cuerpo, ya que, fundamentalmente, se autorretrataba, desaparecieron.
Yo, al recordar obsesivamente las fotografías, no hacía , en realidad, sino regodearme en la espectralidad de esas imágenes, - en la sobreespectralidad, ahora que sabía que se había suicidado-, no en la verdad estética de las mismas. Aunque, a fin de cuentas, ¿dónde está la diferencia? Las texturas de las paredes desconchadas en las que Francesca se recuesta, las delicadas curvas de su cuerpo arrojado en el suelo, sus largos cabellos, los pliegues del vestido, quizá las modelos que le acompañan en alguna de sus fotografías, todo eso había dejado de existir, todo eso ya no existe, ya no va a existir, ya no está, ya no va a estar, ya no va a estar nunca más.
¿Cómo es esto posible? ¿Cómo es posible que una mirada deje de mirar, que una conciencia desaparezca, que un sentir deje de sentir? Recordaba las palabras de Wittgenstein: la muerte no es un acontecimiento de la vida, "no se vive la muerte". Aunque las imágenes de Francesca casi parecían decir lo contrario. ¿Qué es, entonces, la muerte? Desde la perspectiva de Wittgenstein, una implosión, una absorción. ¿Hacia dónde, hacia el lugar del que no sabemos nada y del que, por ello, no debemos ni podemos hablar?
Cuando Francesca murió en 1981, yo estaba metido en un convento, creyendo en la bondad de la gente y en la belleza del mundo, pero ignorando la parte sacrificial que esa belleza conlleva, y ya ella, entonces, había hecho su obra, una obra que veintitantos años después, me impresiona y fascina hoy. Qué vértigo.
Al reflexionar sobre Francesca, hay un instante en el que puedo amortiguar algo la tremenda sensación de pulverización que me invadió la noche del sábado: evocando su obra y su muerte como una protesta, que como tal, no se extingue, y está ahí, protestando ahora.
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