En el último número de la estupenda revista digital chilena Escáner Cultural, hay un artículo firmado por Vásquez Rocca sobre George Trakl y Jorge Teillier, titulado Hablar con los muertos. En el artículo, el profesor Vásquez Rocca relaciona la figura del poeta austríaco y la del chileno, estableciendo como puntos comunes en sus obras la calidad originaria del nombrar poético, la nostalgia por un paraíso perdido sólo entrevisto en una naturaleza caótica, y el exilio, la enajenación que supone para el poeta, depositario de la memoria y de la palabra, el advenimiento del monstruo urbano.
Leyendo el artículo, me acordé de Miguel Ruiz, fallecido a mediados de este mes de marzo pasado, poeta y amigo nuestro, y pensé: Miguel pertenecía a esta estirpe de poetas.
Si yo dijera, como lo he hecho torpemente en una nota informativa, todavía no publicada a día de hoy, que Miguel era un poeta "entrañablemente vinculado al terruño", apuntando a la verdad, casi mentiría al utilizar semejante cliché: tendría que cambiar, si quisiera eludir la glosa mítico-metafísica, la palabra "terruño", plagada de implicaciones provincianas, por la de "tierra", en todo caso, de significación más amplia y generosa, para, por un lado, evitar el equívoco del estereotipo, y, por otro, ser más justo con la complejidad de la obra poética de Miguel.
Y si yo dijera que Miguel era un poeta de los que van quedando pocos, además de emplear otra gastada muletilla, debiera emplearme en la complicada operación de explicar qué es lo que he querido decir con eso, asunto no sencillo, precisamente.
Hablar de "los poetas de la tierra o del origen", casi parece un anacronismo hoy en día, en Europa, donde el término "tierra" volatiliza sus significaciones locales a través del concepto global y ecológico - el nuevo mito -, mientras que las nostalgias por el edén perdido son interpretadas con sospecha por quienes afirman que civilización feliz y satisfactoria sólo puede existir en el ámbito urbano.
Estamos en la época del hipertexto y de la megápolis cibernética. ¿A son de qué evocar metafísicos principios? Bueno, quizá, precisamente, por todo ello. Si asistimos a una globalización del planeta, el que alguien se afirme legítimamente como originario de un lugar concreto, deja de parecer una restricción, al contrario: se particulariza ante la indistinción de lo global. Y esta pertencia no tiene porqué ser a un sitio geográfico, sino a un lenguaje, a un repertorio de símbolos, a una cadencia.
Digo todo esto no porque Miguel se manifestara cándidamente a favor de un mundo , o en contra de otro, sino para intentar "ubicarlo", lo que implica determinar su poética y su verdad humana.
Miguel Ruiz era un poeta lírico puro, sin concesiones narrativas. La anécdota- la relación amorosa fugaz-, se integraba en el orbe de la palabra como un material que ratificase el ardor de un sentimiento universal. Su "telurismo" - estoy seguro que el literario término le soliviantaría-, no era un telurismo nerudiano, desde luego, sino más mistérico y local, de opulencias íntimas, inevitable, convulsivo. Ese telurismo no era el canto ingenuo o exotérico a ninguna tierra ni a ningún paisaje, sino reflejo de sus transfiguraciones interiores, la pertenencia a una memoria de la que no estaban excluidos los muertos.
La aparente "limitación" (puramente literaria) de su poesía no es sino la constatación de lo que todo poeta sabe que nos queda al final: la verdad misteriosa de la muerte - nuestra ligazón a nuestros muertos-, pero también la prodigalidad maravillosa del amor y del entorno que la experiencia ha hecho vital.
Publicó varios libros. El primero que editó lo tituló con el famoso verso de Aldana: LLora el velo mortal, libro que, injustamente, según mi opinión, luego despreció.
Migel era un indígena de este cálido Levante nuestro, y su poesía desvelaba, desde la entraña del sentir, la luminosa confusión, la dulcedumbre oscura de una tierra tomada por un sol generoso. Viviendo en una localidad como Redován, nos decía que su relación con su pueblo era "incestuosa". Resulta complicado ser uno mismo, ya se sea virtuoso o todo lo contrario, en un espacio pequeño.
A veces yo pensaba en Miguel. Estaba ahí, ahí al lado, en Redován, y yo aquí, en Orihuela. Pero yo sentía algo turbio, una dureza. Teniendo ganas de encontrármelo, se me antojaba como sepultado por su propio ser, por la madeja que es el ser de cada uno. Ante él yo sentía una tosquedad, un descarnamiento, una suerte de arcaísmo vivificado por un enjambre de venas que partiesen de un fuego interno y oscuro. Pero aquella tosquedad era la expresión de una inmediatez, el no pudor a mostrar, en toda su desnudez, el dolor. Por eso tenía que beber, para poder soportar las provisionalidades del ser propio. No simulaba su dolor, como lo solemos hacer, mezquinamennte, los que vivimos en ciudad. Él estaba, quizá, demasiado cerca de la fuente del mito, no le dominaba el discurso sino el acontecer turbio y radiante de la poesía. Recuerdo que un día me lo encontré en la librería Diego Marín, de Murcia. Yo le nombré cierto sofisticado autor. Él frunció el ceño. Las retóricas metapoéticas le parecían agua pasada. Buscaba algo más contundente, menos frívolo. Hubo una época en que le gustó mucho René Char, - poeta que, poco antes de morir, nos escribió, reivindincando la figura de Miguel Hernández - , aunque admitiera reservas ante las fáciles verbosidades del francés.
Despreciaba a los que llamaba "poetas olímpicos", es decir, a los poetas como productores de poesía, a los que han convertido su experiencia literaria en copioso y banal botín explotable. Hasta ahí llegaba su austeridad. Que yo sepa, nunca escribió un artículo, una reseña, un ensayo. El par de escasas y densas prosas poéticas que he leído de él, fueron fugaces excusas, formas tímidas de comunión poética.
La poesía de Miguel no es "comentable" porque en ella no hay literatura, sólo poesía. Como expresó en un verso, después de uno más de sus muchos renacimientos:¡Nadie me quitará que sé sentir!
(En la foto de arriba están José Luis Zerón, a la izquierda y Miguel Ruiz, con chaqueta clara, a la derecha, en la galería de arte Juan de Juanes, de Orihuela, hoy Alcaicería)
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