lunes, 26 de abril de 2010


LA ARENA DEL RELOJ


Hay una escena que me fascina en la película de Bergman, El Séptimo sello, cuando el personaje que juega al ajedrez con la muerte, pierde la partida y le pregunta, entonces, a la lóbrega figura, qué hay tras ella, tras la muerte, y ésta le responde que no hay nada que revelar, que ella misma, la muerte, no sabe qué hay tras la muerte. Más que un sentimiento penoso, lo que la escena transmite es una opacidad imposible de diluir, la constatación de un límite infranqueable. Bergman hace aquí dos cosas: ratifica la realidad indiscutible de la muerte, que no sabemos nada, positivamente, de lo que puede venir después, pero que sea la misma muerte la que responda al jugador de ajedrez, con gesto contrariado, que no hay nada, sugiere que a la muerte no le compete decir qué puede haber después, que ella, digamos, cumple con su misión y se acabó, y que de lo arcano que pueda venir tras su función, si es que lo hay, no puede dar ninguna información. El comportamiento de la muerte ante la incómoda pregunta es lógica. Digamos que su respuesta no-respuesta es una expresión wittgensteniana según el último y famoso dictado con el que el filósofo austríaco cierra el Tractatus. No es la muerte la que nos tiene que decir qué hay tras ella. En este sentido, podríamos decir que la muerte es una mandada. El interrogante sobre la muerte se mantiene inexpugnable pese al asedio de nuestras especulaciones y reflexiones.

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Cada uno elige su universo estético, en consonancia con sus ideas, su sensualidad, el ritmo con que dirige sus rendimientos intelectivos. Barthes viaja al Japón, un lugar delicado, ritualístico, enigmático, que convierte lo que él llama el significante en entidad estética y autónoma. Octavio Paz viaja a la India, lugar caótico y primigenio, exhuberante de colores, sensaciones, miserias y esplendores, fuente loca de estímulos pululantes. ¿Por qué no fue al revés? ¿Por qué Barthes no fue a la India y Octavio Paz al Japón? Tanto Barthes como Paz dieron en la diana. La experiencia de Paz en el Japón hubiera sido exquisita, de hecho viajó a ese país, aunque sin producir un libro específico dedicado a ello. Barthes en la India quizá se hubiera vuelto loco, le habría arrebatado el abigarramiento supremo del país, su bisturí semiótico hubiera tenido exasperantes dificultades para establecer jerarquías conceptuales precisas. El exceso de la India casa bien con una visión ancestral y barroca, en acorde con el temperamento poético del mexicano. La limpidez, la escuetez rectilínea del Japón encaja con el esteticismo de Barthes y provoca su tranquilo examen de un universo nuevo de formas.

1 comentario:

José Antonio Fernández dijo...

Me ha gustado esa reflexión sobre la muerte. Como la fiebre, vamos, le damos más importancia al efecto que a la causa.
Un saludo.

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