viernes, 5 de agosto de 2011


AUTOBIOGRAFÍA
Bertrand Russell
Edhasa


 
Si esto fuera el artículo de una revista y me pagaran por él, me extendería con verdadero gusto en la exposición de los detalles de la vida y obra de Bertrand Russell. Pero siendo sólo la entradica de un blog personal cualquiera en el maremágnum bloguero del ciberespacio, y costándome Dios y ayuda escribir por estar asfixiándome en una habitación en la que sólo dispongo de un ventilador renqueante, no iré más allá de la reseña entusiasta.
La crítica suele considerar esta autobiografía como una de las mejores, si no, casi la mejor de las escritas en el siglo XX. No sé si es la mejor - la más documentada, verídica, interesante, más honestamente redactada -pero sí corroboro, tras devorar, en un plisplás, las 1017 páginas de esta edición de Edhasa, que debe estar entre las primeras. He leído el texto con la pasión que hubiera puesto en la lectura de una novela, con el atractivo sumado de que lo que leía con tanto placer no era ficción, sino parte vivida de la convulsa historia contemporánea de una Europa surcada de conflictos bélicos aniquiladores y aventuras intelectuales vertiginosas.
Russell subrayó en alguna ocasión que lo que sobre todo deseaba, era "escribir bien". Esta autobiografía es un excelente ejemplo de cómo a través de una escritura sencilla se puede reflejar con intensidad los episodios más importantes de toda una vida, implicada en los más diversos conocimientos y actividades. Russell retrata las cosas, huyendo de interpretaciones o especulaciones, que desvirtuarían la linealidad de su exposición. El texto revela precisión y llana voluntad de verdad. Cuando el aludido es el propio Russell, éste no evita la constatación del hecho, ya sea el relato de la anécdota adversa o la recepción de las cartas ofensivas que recibía y que, diligentemente, transcribe, pensando que son, también, documentos útiles en su autobiografía. Sin resultar exhaustivo, Russell no deja huecos significativos sin registrar y el volumen adquiere una ordenada y entrañable entidad - suma vitalis - de totalidad: desde el recuerdo de un baño delicioso con su novia en un río bajo la luz de la luna, hasta el avatar de escribir Principia Mathematica, desde su accidentada militancia pacifista en tiempos de guerra, o su estancia en la cárcel y sus viajes como escritor famoso, hasta la recogida, sin alaracas, del nobel y de otros muchos premios más que recibió sobre todo en su vejez. El atenerse a lo que percibe le hace ser más que sincero, imparcialmente lúcido: en Rusia observa bien pronto, tras una decepcionante entrevista con Lenin, que el proyecto comunista fracasará; en Estados Unidos, su presencia e ideas suscita polémicas y se verá hostigado por los políticos y por la propia clase universitaria.
Russell hace una confesión crucial. Nos dice que su principal objetivo era el intelectual. La reflexión filosófica, la entrega a las matemáticas y a los problemas que de ella se derivaban, satisfacían sus anhelos interiores. Estimaba que no podría haber compensación mayor que la dilucidación de los interrogantes filosóficos. Pero con el tiempo y con los acontecimientos mundiales a los que tuvo que asistir, y sin abandonar su tarea reflexiva, sus objtivos últimos cambiaron. La justicia social, la lucha por los derechos y el bienestar de las personas se convirtieron en motivos prioritarios. Esto es lo que resulta admirable en la vida de Russell, la combinación que lleva a cabo entre su dedicación filosófica y la gran actividad social en la que se implicó.
El talante pedagógico de parte considerable de su obras más divulgativas, su prevención ante toda metafísica, y por lo tanto, su distanciamiento - tan inglés, por otra parte, - del idealismo continental, la necesidad de idear constantes y renovadas formas de presionar a los gobiernos para el desmantelamiento de las centrales nucleares y asegurar la paz mundial, son aspectos destacados de su posicionamiento filosófico e ideológico.
A pesar del hostigamiento del mundo de los media, Russell no se limitó a ser ningún gurú. Su figura y su obra van mucho más allá de ese papel, que en un Sartre sí pareció calar de modo específico durante más tiempo. Tras leer esta Autobiografía uno se siente un poco huérfano de personajes de su talla. La sociedad, infectada de tópicos que no hay quien despioje, ha estereotipado la figura del intelectual, convirtiéndolo en ese tipo - imaginario - que desde salones exquisitos adoctrina a la masa, sin darse cuenta que con esta caricatura, comete el error de equiparar opinión y pensamiento. Quizá por ello, por el peso tiránico de esta idea mayoritaria, nadie se autotilde de intelectual sin sentir cierta vergüenza o de que se ha sobrepasado, en el ámbito doméstico de la comunicación, al colocarse un título que huele demasiado a aristocrático.
Independientemente de estos clichés y pudores circunstanciales, esta autobiografía es un ejemplo brillante de la labor real, sin rémoras ni mistificaciones, del intelectual, cuando pensamiento y vida establecen como pacto natural un vínculo luminoso.

1 comentario:

Francisco Blas dijo...

He leído a Bertrand. Es muy grande.
Sigue así Piñeiro. Ánimo.

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