viernes, 11 de noviembre de 2011


LA MISTERIOSA NATURALIDAD
Este verano pasado, un amigo ucraniano me presentó a una señora rusa, residente en Orihuela, que se dedicaba a la pintura. Esta señora me habló de su interés por la pintura española y, entre otros, se refirió con admiración a Murillo. Le cité a otros más modernos para comprobar si los conocía. Al hablarle de Dalí hizo un gesto elocuente y dijo preferir a Murillo. Tiempo más tarde, por la radio, escuché a una artista o directora de alguna galería de arte, también de nacionalidad rusa, que comentaba a la entrevistadora los nombres de los pintores clásicos españoles más conocidos en Rusia y el primero que citó fue el de Murillo. Este gusto de los eslavos por un autor como Murillo me pareció curioso, mejor dicho, curiosamente anacrónico, y pensé que se debe a los efectos de la educación estética de la era comunista: para los rusos Murillo es un pintor clásico a la vez que popular, de ahí el rechazo a Dalí. Y la verdad es que los rusos no se equivocan en cuanto a su concepto del artista: hace décadas, en la mitad de los hogares españoles siempre se podría encontrar alguna reproducción de alguna virgen pintada por Murillo, presidiendo cabezales de camas y dormitorios.
Recientemente, apareció por mi casa un almanaque con una imagen que, sin tener nada de extraordinario, enseguida llamó mi atención. En esa imagen aparecen dos mujeres asomadas a una ventana. Por el tipo de vestimenta y la apariencia del estilo, supuse que se trataba de una pintura antigua, pero la calidez y la tranquilidad que me comunicaba, hacía que precisamente ese factor, la antigüedad, pareciera extraño, incluso ajeno a la imagen. El contraste entre la figura de la mujer que se cubre, vergonzosa y divertida, y la actitud plenamente comunicativa de la otra, más joven, impregnan este cuadro de realidad, de ternura, de humana naturalidad. Cogí el almanaque, busqué el nombre del autor de la imagen y comprobé, para mi sorpresa, que se trataba de Las gallegas en la ventana de Murillo. Lo primero que hice fue replantearme, en décimas de segundo, la historia del arte, la naturaleza del tiempo, y experimenté una suerte de alegría interior por la agradable sorpresa de este cuadro. Es como una fotografía, pero con una densidad diferente, hay algo entrañable en esta imagen que transmite una suerte de confianza. Lo entrañable reside en su sencillez, en la ligera ociosidad de las figuras que no evitan mirarnos, en cómo el tiempo aquí no pesa. Estamos rodeados, acribillados de imágenes violentas, exasperantes. Lamentablemente, la sentencia - profecía de André Breton : la belleza será convulsiva, o no será , se cumplió hasta el hastío. Y de pronto, contemplo este cuadro y me sereno, me ubico en un tranquilo ahora que podría traducirse en un sereno siempre, porque el que la imagen tenga más de 300 años es una pura ilusión.

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