viernes, 13 de enero de 2012





EL PLIEGUE DOMEÑADO

Según Deleuze, el pliegue, en sus más diversas localizaciones y dinámicas, es la expresión neta del Barroco. La naturaleza, el pensamiento, el mundo rebosa, explota, irradia en una multidireccionalidad que halla en la arquitectura una de sus representaciones modélicas. Podríamos decir que ese pliegue que atraviesa la literatura, la música y las artes plásticas, que articula una imagen del mundo, pasa, con el romanticismo, de ser exterior a ser interior. El famoso pliegue al sumirse en las interioridades configuraría las complejidades del alma romántica. Hay una imagen que podría confirmar este cambio, esta adaptación del fluido energético del Barroco.  La Dama de la lámpara, es una de las piezas más exquisitas de Antonio Gisbert (1834 -1901).
Aunque no conozco información que lo confirme, la obra , probablemente, se inspire en la figura real de Florence Nightale, a quien popularmente, se le denominaba así, "La dama de la lámpara", tras su ejemplar trabajo como enfermera durante la guerra de Crimea. Gisbert prescinde de la persona real y convierte su leyenda - La Dama de la lámpara - en una alegoría numinosa de ¿la caridad, la compasión?

El pliegue es vigoroso, convulso, incansable. La naturaleza del pliegue es, literalmente, desplegarse, es decir, expandirse, sin dejar de ser eso, pliegue. El territorio que describe, su atmósfera natural, es el laberinto. En esta obra de Gisbert, los pliegues del delicado velo de la misteriosa dama no se despliegan, no se expanden caóticamente asumiendo el carácter protagonista de la representación, sino que mas bien se repliegan, se ordenan centrípetamente en torno a la figura de la dama sobre la que harmoniosamente converjen. Aquí los pliegues están concentrados, arropan a la Dama, son, en realidad, expresión de su control soberano, no meras emanaciones lúdicas de virutas dispares; no se proyectan como un delirio demiúrgico, sino que reposan cuasi ingrávidamente sobre quien es señora y dueña de las energías: la Dama de la lámpara.
La harmonía de los pliegues expresan un recogimiento exquisito. Por ello encuentro aquí una discreta obra suprema de la unidad interior-exterior. Los pliegues no juegan sino a acariciar los puntos de los que emanan, velan por el recogimiento atento de la dama, por el abanico secreto de sus cualidades.
Esta harmonía de la representación se multuplica por el simbolismo del marco oval que el artista ha escogido. Se subraya de este modo la plenitud, la potencialidad constantemente germinante de sus virtudes.
Supongo que esta interpretación del pliegue podría aplicarse a todas las representaciones de vírgenes y santos. Teniendo en cuenta que el pliegue, tal y como Deleuze, minuciosamente, lo expone en su obra del mismo nombre - El pliegue, un estudio sobre el Barroco y el pensamiento de Leibniz-, ha pasado a un segundo plano, y ya no es esa fuerza motora - configuradora de carácter autónomo, percibo en la obra de Gisbert, cierto aire ligeramente arcaico en el tipo de rostro de la Dama, un rostro estereotipado si lo comparamos con los magníficos retratos del resto de su obra más realista, y tratándose de un cuadro netamente romántico, adviértase que los pliegues circunscriben una figura solitaria, no saturan los límites del espacio sino que éste queda desierto y sumido en sombras, por lo que la figura de la Dama, a pesar de sus facciones suaves y redondas, adquiere una ambigua apariencia de espectro.

A partir de aquí se abre un interrogante: si Gisbert no quería hacer un retrato de Florence Nightale, sino que la toma como pretexto para su obra ¿qué pretensión, qué significado tiene esta representación? ¿Es una pura demostración del genio pictórico del autor, como podría haberlo hecho escogiendo el típico bodegón, un paisaje, o un motivo cualquiera?
Una cosa parece clara: el pliegue barroco, en la era romántica se transmuta en pliegue psíquico, implosiona, atraviesa las circunvoluciones mórbidas del cerebro de los poetas, se disgrega atómicamente, o se convierte en parapeto ornamental de los abandonos decadentistas, impregna las atmósferas pesadas de los paisajes solitarios, las ruinas y las voluptuosas desolaciones.

La dama de la lámpara que asistía, solícita, a los soldados ingleses enfermos y heridos, se convierte en la obra de Gisbert en la imagen etérea, en el furtivo manifiesto del sentir de toda una época.

     

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