domingo, 29 de abril de 2012




DIARIOS DE VIAJE
ARTHUR SCHOPENHAUER
TROTTA
Leyendo estos diarios que el joven Schopenhauer, entre los 12 y los 16 años, redactó obligado por sus padres como ejercicio de escritura, durante el largo periplo de tres años (1800 -1803) que le llevó desde Alemania hasta Inglaterra, pasando por Holanda y Francia, uno no puede evitar constatar en qué ha consistido buena parte de lo que hemos llamado modernidad o civilización moderna: la conversión del mundo en un espectáculo continuo.
Parece que haya una dimensión proporcional entre el grado de artificialidad con que el hombre consolida y mejora su hábitat y el grado de cosificación del mundo y la naturaleza, en tanto que objetos de estudio y observación. Cuanto mayor es el refinamiento que alcanzamos, más abstractos se vuelven los orígenes de las cosas y más insondable se hace la naturaleza. Y poco a poco, el hombre se convierte en un extraño, en un espectador de ese mundo de ahí fuera lleno de maravillas, sembrado de restos arqueológicos, luminoso de salones y pinacotecas reales, salteado de aberraciones fisiológicas exhibidas en salas, henchido de vetustas bibliotecas, de iglesias, de palacios, en definitiva, de historia.
Efectivamente el itinerario del joven Schopenhauer no puede ser más sintomático de este cuadro del burgués cosmopolita, del nuevo ciudadano: disfruta paisajes y climas, visita ciudades y pueblos, admira museos, parques, jardines, zoológicos, invernaderos, palacios, castillos, observatorios astronómicos, asiste a óperas, conciertos, espectáculos de ilusionismo, exposiciones de panoramas...
Naturaleza y cultura se funden en un solo flujo embriagador de imágenes, que viene a constituir una suerte de film cósmico sobre la memoria del hombre. Y esto es decididamente moderno, sibaríticamente moderno. Poder verlo todo sin poseerlo en realidad, todo lo más virtualmente: versión pedestre del viaje internáutico. El mundo se convierte en una escenografía por la que discurren pintorescamente objetos, paisajes e individuos.
El confort que el hombre civilizado ha alcanzado supuestamente, reduciendo su espacio vital al goze del universo desde el ámbito doméstico, implica, probablemente, una extrañeza de los mundos que se despliegan fuera. El turista es una versión domesticada del aventurero y viajar, un lujo que en los tiempos de Schopenhauer, sólo podían permitírselo los excepcionalmente ricos.
El turista es un tipo que aparece a mediados del XIX, como lo es la tan estilizada como singular figura del "hombre de gabinete" que Walter Benjamin estudiara y cuya encarnación imaginativa Barthes localizara en la persona de Julio Verne. A mí, Schopenhasuer siempre me ha parecido que tiene algo de hombre de gabinete - quizá por ello le gustara a Borges -, alguien que desde la biblioteca particular de su despacho atisba recónditamente los misterios del mundo exterior, guardando unas higiénicas, lúcidas y melancólicas distancias. Cierto es que el estudio y la reflexión también pueden suponer un arduo viaje. Quizá lo que de vida sedentaria llevó el Schopenhauer adulto, ya estaba bien compensado por lo que el joven Schopenhauer tuvo oportunidad de viajar y disfrutar.
Lo que se impone, ineludiblemente, en la lectura de estas páginas, el sentido que dirige globalmente la escritura de estos diarios es uno: la mirada. Todo converge en ella y lo que la mirada nos procura diáfanamente, son imágenes de un todo - ese todo fascinador que hemos referido -  articulada ilustración del laberinto de la memoria. Y Schopenhauer es lo suficientemente joven y lo suficientemente aplicado para que estas notas, ateniéndose a lo visto y sin desarrollar desproporcionadamente impresiones, nos ofrezcan un tipo de imformación curiosa y epocalmente de primera mano.
Resulta llamativa la escueta nota alusiva a Napoleón. Estando en París, Schopenhauer coincide con el emperador durante una ópera. Nuestro diarista se levanta de su asiento, echa discretamente una carrera, se coloca, escondido, en frente de él y lo espía durante unos instantes: el emperador permanece sentado en su palco, vestido con un uniforme rutinario y escoltado por un par de soldados. 
Luis Fernando Moreno Claros nos advierte en su introducción que no encontraremos en este diario el estilo o el carácter reflexivo que puedan hacernos recordar al filósofo que todos conocemos, pero sin embargo, los rasgos de genialidad de la persona son rastreables ya en detalles de su juventud y reflejos de los mismos  los hallamos en notas concretas muy significativas de este documento. Visitando la iglesia de Westminster el martes, 14 de junio de 1803, nos encontramos con lo que podríamos conceptuar como una suerte de precoz imagen premonitoria de una de las ideas o motivos clave de su obra filosófica de madurez:
Cuando vemos en estos muros góticos las reliquias y los monumentos de todos estos poetas, héroes y monarcas, cómo todos han venido a juntarse aquí desde los siglos más diversos; o, más bien, cómo yacen aquí reunidos sus huesos, es un bello pensamiento suponer que también AHORA MISMO estarán reunidos de igual manera allí donde no los separan ni los siglos, ni los estamentos, ni el espacio ni el tiempo.
Esta cita se conecta con otra, localizable en el extremo diametralmente opuesto de su trayectoria vital, y que pomos encontrar entre los últimos apuntes manuscritos por el filósofo reunidos bajo el epígrafe de Senilia: 
Sólo hay un presente, y éste es siempre, pues es la única forma de la existencia real. Para fomentar esta comprensión evóquense en el pensamiento todos los PROCESOS Y ESCENAS DE LA VIDA DEL HOMBRE, buenos y malos, felices y desdichados, alegres y terribles, tal y como se nos presentan sucesivamente en variopinta multiformidad y variación a lo argo de los tiempos y en la diferencia de los lugares como DE UNA VEZ Y AL MISMO TIEMPO y siempre presentes. Entonces se entenderá lo que quiere decir propiamente la objetivación de la voluntad de vivir.

El viaje es una vivencia sensorial que irriga mente y cuerpo. El pensamiento, un viaje extático. Ambas cosas insinúan una correspondencia aunque sea negativamente, a través de la diferencia de sus dinámicas. Lo que el joven Schopenhauer sintió o imaginó en Westminster se liga con lo que el anciano Schopenhauer pensó y escribió 60 años más tarde. Son vasos comunicantes de una misma mente soñando lúcidamente el ser del mundo, la eternidad. El tiempo, aunque nos aniquile, es ilusorio.    
                                                                    

1 comentario:

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