viernes, 31 de agosto de 2012

 
 
 

LA MUERTE DE VENECIA
                                                                    Maurice Barrès

Con la ciudad de Venecia siempre he tenido cierto problema de perspectiva. Su decadencia es contemporánea de la emergencia romántica y, finalmente, del decadentismo finisecular.
Ambos movimientos coinciden en su atracción y juicio estético sobre la ciudad, aunque con una diferencia de grado en ese pathos: en el romanticismo no es prioritario o exclusivo ese regodeo enfermizo característico del decadentismo; existe, quizá, todavía, margen para la aventura y el disfrute orgulloso de los monumentos. Es el decadentismo quien consagra Venecia como lugar de exilio en vida, por antonomasia. Que la ciudad pudiera ser percibida ya por los románticos como una ruina flotante, es posible, pero que se convirtiera en un hospicio para espíritus expatriados de la vida, es producto de la sensibilidad hiperestésica del decadentismo, esa etapa narcisista del dolor. La góndola fúnebre de Lizst es una pieza musical estremecedora, pero no podemos calificarla de decadente. Además, en el final de una de las versiones que hizo el compositor puede vislumbrarse un destino esperanzador para esa alma que emprende el viaje definitivo. El romántico en Venecia habla de un festival de belleza y de melancolía, el decadente de enfermedad.    
Por ello, a veces me he preguntado ¿La imagen decadente de la ciudad, o más explícitamente, su conversión en motivo estético-decadente es producto de la literatura decadente, entonces? Si para los decadentes experimentar la belleza es ya una enfermedad, localizarla supremamente en Venecia, ciudad también enferma al extinguirse su brillo histórico a fines del XVIII, supone un doble delirio. 
La cuestión es que son más de uno los testigos, y que Barrès evoca, de una Venecia como lugar de retiro, como lugar donde gozar de la muerte rodeado de belleza: Wagner, Musset, Taine, Byron, Gautier… Barres es aquí otro peregrino que se suma a la glorificación mórbida del sepulcro flotante, pero es de los últimos de la serie y por tanto su misión se adelgaza, ya no consiste en hacer recuento de monumentos sino de instantes erráticos y gozos desolados. 
Disfruto tanto los textos que elijo leer, que las teorías que los juzgan me suelen parecer casi siempre juicios sumarísimos con respecto a ese prisma de sugerencias y mundos que percibo en ellos. Digo esto porque a Barrès le cogí cierta ojeriza cuando los surrealistas lo señalaron, entre otros escritores, como diana de sus críticas. El texto presente, sin embargo, henchido de mórbido lirismo, es muy preciso en el motivo que presenta: dar informe de un estado ruinoso que es también reflejo de un estado psíquico.
Para Barres la ausencia de aventura romántica - “ somos unos autómatas” - se torna en un abandono a los meandros y naufragios interiores, un sumirse en la melancólica contemplación de cómo el tiempo y la acción física del agua van erosionando lo que creíamos eterno. Su decadentismo es explícito: Barres se detiene y paladea los efectos de la corrupción, y habla de fiebres, de pudriciones, de emanaciones, de bacterias incluso. Lógico. Lo que su atención percibe no es la significación estética de iglesias, pinturas o palacios, sino la floración de los elementos sensoriales y anecdóticos que acompañan a la degradación de los espacios circundantes de todos estos objetos. El material poético de estas breves páginas se materializa, por ejemplo, en los silencios de la laguna, los ocasos, la lividez de las aguas, el musgo que sube por los muros, la escoria acechante entre las umbrías líquidas, los gritos lejanos de los gondoleros…No es el arte en sí el objetivo del viajero veneciano sino su errar por entre el repertorio de sus ruinas.
Este recuento de desolaciones exquisitas me hace recordar el tipo de delectación que produce la observación de las momias: lo más putrefacto parece cobrar paradójicamente cierta cohesión, cierta consistencia. Lo corrupto no es más que otra dimensión, embriagada, exasperante, de lo estético.   
Resulta curiosa la casi coincidencia del título con la famosa obra de Thomas Mann. La diferencia del grado alusivo radica en el eje preposicional. La muerte en Venecia ubica en esta ciudad una experiencia final y aniquilante de la belleza, experimentada por unos personajes, experiencia que confirma la finitud de la ciudad misma a través del metafórico brote de cólera con el que acaba el relato. La muerte de Venecia es el informe de un lujo temerario, la ratificación de que en un punto concreto del cosmos podemos disfrutar ad libitum del placer lento de la extinción.
En su embriagada andadura por Venecia, hay un barroco y escabroso motivo que Barrès señala – y que sería interesante confirmar - en el que a la decadencia histórica de la ciudad se le añade la que trae consigo la industrialización moderna como un híbrido de desolaciones: la finalidad a que eran destinadas, indiscriminadamente, las osamentas que rebosaban de los cementerios de las iglesias de algunas de las islas que rodeaban Venecia: entre otras, el refinamiento de azúcar (¡¡).

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