A veces asociamos el recuerdo de algunas personas a una peculiaridad física o anímica, a alguna anécdota o situación que nos revele un rasgo significativo de su carácter, de su humor. Nos hacemos imágenes de la gente para sintetizar o simplificar su recuerdo a través de un detalle específico que, creemos, la identifica de ese modo.
Mi tía Conchita tomó en su juventud una decisión que determinó su vida: irse al extranjero. Y el extranjero en aquella época, años 60 – 70, o era Francia o Alemania, generalmente. La “imagen” que me hice, y que todavía tengo de mi tía, su halo, diríamos, creo que sería muy diferente si hubiera elegido irse a Alemania. El país germánico es sinónimo de eficacia y maquinismo. Por fortuna se fue a Francia, el país de la delicadeza y del glamour, no sin antes pasar por Suiza, para acabar, finalmente, recalando en Montecarlo, lugar en el que residiría y trabajaría hasta su retiro.
El extranjero, por entonces, y de modo especial Francia, significaba lo sofisticado, la vanguardia, el progreso. Yo, de crío, confundía vagamente, a veces, Inglaterra y Francia. Tenía una imagen abstracta de ambos países: los asociaba, todavía no sé por qué, al color azul marino. Recuerdo cómo me fascinaba ver en Torrevieja las matrículas de aquellos coches que llamaban “tiburones”: esas letras y números blancos sobre fondo oscuro me parecían lo más extraño del mundo. La extrañeza radicaba simplemente en que su aspecto era la forma exactamente inversa en que se diseñaban las matrículas en España: signos en negro sobre fondo metálico en blanco.
Y también recuerdo la expectación con que recibíamos la llegada de mis tíos a su regreso a España, durante las vacaciones de verano. Venían cargados de paquetes, como si fueran una suerte de reyes magos que vinieran no de un Oriente legendario, sino de ese reino fantástico de la realidad, lleno de riquezas y cosas insólitas, que era el extranjero.
Mi tía Conchita tomó en su juventud una decisión que determinó su vida: irse al extranjero. Y el extranjero en aquella época, años 60 – 70, o era Francia o Alemania, generalmente. La “imagen” que me hice, y que todavía tengo de mi tía, su halo, diríamos, creo que sería muy diferente si hubiera elegido irse a Alemania. El país germánico es sinónimo de eficacia y maquinismo. Por fortuna se fue a Francia, el país de la delicadeza y del glamour, no sin antes pasar por Suiza, para acabar, finalmente, recalando en Montecarlo, lugar en el que residiría y trabajaría hasta su retiro.
El extranjero, por entonces, y de modo especial Francia, significaba lo sofisticado, la vanguardia, el progreso. Yo, de crío, confundía vagamente, a veces, Inglaterra y Francia. Tenía una imagen abstracta de ambos países: los asociaba, todavía no sé por qué, al color azul marino. Recuerdo cómo me fascinaba ver en Torrevieja las matrículas de aquellos coches que llamaban “tiburones”: esas letras y números blancos sobre fondo oscuro me parecían lo más extraño del mundo. La extrañeza radicaba simplemente en que su aspecto era la forma exactamente inversa en que se diseñaban las matrículas en España: signos en negro sobre fondo metálico en blanco.
Y también recuerdo la expectación con que recibíamos la llegada de mis tíos a su regreso a España, durante las vacaciones de verano. Venían cargados de paquetes, como si fueran una suerte de reyes magos que vinieran no de un Oriente legendario, sino de ese reino fantástico de la realidad, lleno de riquezas y cosas insólitas, que era el extranjero.
Mi tía murió hace un par de semanas. Curiosamente su muerte coincidió con mi lectura de un trabajo de Umberto Eco sobre los universos posibles: La combinatoria de posibilidades y la inminencia de la muerte. Menciono el texto de Eco porque, pensando en ella, sumido en esa suerte de embriaguez de irrealidad que trae consigo la muerte, he empezado a repasar las distintas “imágenes” que he tenido y tengo de mi tía o que la han secuenciado a lo largo del tiempo en mi recuerdo, intentando establecer vaga y vanamente una escala de preferencias, examinando qué “tía conchita” me fascinaba más o la que me suscitaba los sentimientos más vívidos.
Tengo la imagen de mi tía de los años setenta y muy principios de los ochenta, joven y “rara”, porque vivía en otro mundo, en otro país, - su carácter áspero le daba un aire de hermetismo que yo relacionaba de algún modo con la naturaleza del ignoto espacio que era el extranjero en mi imaginario - y, además, su curriculum cosmopolita confirmaba la dimensión de su carácter distinto porque, además, había viajado, también, por Italia, la antigua Yugoslavia, por todo el Mediterráneo, etc..
Mi tía suponía para nosotros una especie de mensajera de lo “moderno”, de lo que estaba o se iba a poner de moda: por teléfono nos hablaba de una película que había visto de ciencia-ficción en la que aparecía un robot que cuando hablaba “te mondabas de risa”. Se refería a La Guerra de las Galaxias un año antes de que se estrenara aquí la película; o bien, recuerdo el aire de acontecimiento que envolvía al doble LP que me regaló, y que era la banda sonora de una película, Fiebre del Sábado noche, que estaba haciendo furor en todo el mundo, cuando por aquí todavía no se conocía ni el film ni la música. Ninguna de las dos películas formaron parte de mis gustos, posteriormente, pero recibíamos con placer estas noticias y regalos, sintiéndonos algo ufanos de tener un familiar que nos conectara con lo “último” en cultura…
Recuerdo que, una década antes de que aparecieran en España, nos enviaba panetones, esos bizcochos que podemos encontrar hoy, tranquilamente, en Mercadona. Y lo que más me alucinó fue saber que donde ella vivía se podían ver, por televisión, “cientos de canales”. Ciertamente, en Montecarlo podían visionarse canales de Francia, Italia y los del propio Montecarlo, evidentemente, pero no creo que fueran “cientos”. Al enterarme de aquello, sería el año 84, más o menos, imaginé una visión futurista del mundo: la fiesta tecnológica de un enjambre de universos conectándose entre sí, imágenes e información fluyendo desde los más distintos y distantes puntos del planeta: la cotidianidad televisiva a la que nos hemos acostumbrado actualmente y que ya no supone acontecimiento alguno.
La tía Conchita de mediados de los ochenta y principios de los noventa ya es otra. El halo de acontecimiento con respecto a lo que nos contaba o traía, decrece, - de hecho, las novedades desaparecieron: ya no hubo noticias de películas o de músicas nuevas - su estancia definitiva en Montecarlo sustituye el aire sofisticado parisino por el cuasi cursi que desprende una selecta residencia de ricos.
Seguí admirando a mi tía, que era, además, mi madrina, pero el progreso del país, la disipación de ingenuidades, la relativización de esa mitologización del extranjero, la presencia de elementos críticos en la escena política, atemperaron aquel grado de expectación que rodeaba lo que nos contaba o traía.
La de finales de los noventa hasta hoy, es la de su decadencia y abandono físico, con la triste destinación a una residencia para ancianos. “Con todo lo que he viajado y los países y gente que conocido, para acabar aquí,” me decía, ella que había trabajado en casas de cónsules y embajadores, que había conocido a un judío, dueño de la empresa Danone, que pasaba casi a diario por la puerta de la casa de David Niven…
En rigor, esas tías Conchitas no son imágenes posibles de identidades disímiles, personas distintas, sino imágenes de una misma persona, el producto de la metamorfosis que el tiempo obra sobre cualquiera. Es mi percepción, mi recuerdo el que está impregnado de esas impresiones graduales, jugando a establecerlas en dinámicas varias. Aunque, tampoco estoy muy seguro de ello. ¿La persona es una suma de experiencias, una unidad narrativa, un abanico de máscaras bajo el que se esconde una sola pasión, o el grado de intensidad vital y juventud suponen barreras infranqueables dentro de uno mismo ? Ha sido su muerte lo que ha hecho que yo escarbe en la memoria para elegir el mejor recuerdo, y precisamente, combatir de algún modo ese carácter fatal que supone la muerte.
Naturalmente, para mí, mi tía será siempre la que vivía en Francia, la que era casi francesa, la más rebelde y extraña de su familia, la que, nimbada con fascinantes aires extranjeros, aparcaba en la puerta de nuestra casa de Torrevieja su espectacular Ford Taurus azul metálico que contrastaba con el resto de los modestos vehículos “normales” del entorno.
Me es imposible no aceptar, sino imaginar su muerte. Borges decía: “Somos inmortales, aunque sepamos que vamos a morir”. Quizá sea por ello por lo que no puedo asimilar su desaparición, porque la muerte, aunque terrible, tiene algo de trivial.
La de finales de los noventa hasta hoy, es la de su decadencia y abandono físico, con la triste destinación a una residencia para ancianos. “Con todo lo que he viajado y los países y gente que conocido, para acabar aquí,” me decía, ella que había trabajado en casas de cónsules y embajadores, que había conocido a un judío, dueño de la empresa Danone, que pasaba casi a diario por la puerta de la casa de David Niven…
En rigor, esas tías Conchitas no son imágenes posibles de identidades disímiles, personas distintas, sino imágenes de una misma persona, el producto de la metamorfosis que el tiempo obra sobre cualquiera. Es mi percepción, mi recuerdo el que está impregnado de esas impresiones graduales, jugando a establecerlas en dinámicas varias. Aunque, tampoco estoy muy seguro de ello. ¿La persona es una suma de experiencias, una unidad narrativa, un abanico de máscaras bajo el que se esconde una sola pasión, o el grado de intensidad vital y juventud suponen barreras infranqueables dentro de uno mismo ? Ha sido su muerte lo que ha hecho que yo escarbe en la memoria para elegir el mejor recuerdo, y precisamente, combatir de algún modo ese carácter fatal que supone la muerte.
Naturalmente, para mí, mi tía será siempre la que vivía en Francia, la que era casi francesa, la más rebelde y extraña de su familia, la que, nimbada con fascinantes aires extranjeros, aparcaba en la puerta de nuestra casa de Torrevieja su espectacular Ford Taurus azul metálico que contrastaba con el resto de los modestos vehículos “normales” del entorno.
Me es imposible no aceptar, sino imaginar su muerte. Borges decía: “Somos inmortales, aunque sepamos que vamos a morir”. Quizá sea por ello por lo que no puedo asimilar su desaparición, porque la muerte, aunque terrible, tiene algo de trivial.
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