miércoles, 27 de noviembre de 2013

LA ESFINGE EN EL JARDÍN







Se habla del encanto inesperado del pastiche. A veces el azar puede producir mixturas sorpresivas, interconectando estilos e imágenes en un escenario que no les corresponde. Quizás, tal azar no lo sea tanto si, descartando los caprichos de la modernidad y sus apoteosis visuales, hay un espíritu firme que busca alianzas más o menos secretas o la seguridad de las formas. Burdamente, podríamos decir que la historia del arte es la sustitución, más o menos jalonada, de unas imágenes por otras.
Personalmente, me fascinan ciertos pasajes del neoclasicismo y de los albores del romanticismo, esa época de transición entre los siglos XVIII y XIX en la que ya podemos percibir los signos de lo que será un viaje sin fin en la historia del espíritu.
Uno de esos ejemplos en el que el misterio de lo romántico se conjunta harmónicamente con las formas clásicas, lo hallamos en las figuras escultóricas de las esfinges.
¿Existe un grado de significación distinta entre una esfinge antigua y una escultura del mismo motivo, tal y como empezaron a florecer hacia 1800, con la moda, convertida en “ciencia”, de la egiptología? Se me podrá responder que la misma que hay entre una obra clásica y el modelo en yeso que utilizará el estudiante , o bien, aludir a la, en definitiva, atemporalidad de las obras artísticas, no tanto para evitar discusiones sobre jerarquías como para subrayar el trabajo de un espíritu común en todas ellas. De todos modos, las esfinges que aparecen a principios del XIX en Europa, tienen, además de su poder fascinador, un aire inquietante, sutilmente añadido: el contexto histórico y social no es, desde luego, el mismo, y uno se pregunta por qué razones concretas retorna un símbolo tan denso del onirismo y de lo fantástico en un momento en el que descubrimos que “el sueño de la razón produce monstruos”.

Lo que desconcierta de la esfinge es la serenidad del monstruo (la serenidad con la que se la ha representado, diríamos) ¿Somos capaces de imaginar todavía un encuentro con una esfinge, o lo genuino de tal acontecer se ha tornado imposible por la saturación de imágenes producidas convulsivamente por la máquina fílmica y televisiva? ¿Es posible la revelación artística en un momento tan invadido por la velocidad y el efecto?

Hay un lugar en donde tal encuentro es posible: es el jardín El Capricho, enclavado en algún punto fronterizo de Madrid y su campo. Jardín insólito y bellísimo, con una extensión de unas 17 hectáreas, ermitas, laberintos, estanques, templetes, flora y fauna propios, lugar, en su tiempo, de residencias y fiestas regias, y escenario, incluso, del origen de leyendas como las de Don Pedro o Don Mariano.
Reivindico este tesoro nacional, celebrando haberlo conocido gracias a un amigo oriolano, residente en la capital, en una deliciosa jornada de investigación estética, para destacar el septeto de esfinges que circundan la exedra que recibe al paseante al poco de internarse en sus floridos caminos.







En un jardín la naturaleza ha sido domeñada, diseñada, divida en recintos, espacios y caminos, es decir, ha sido alterada para servir a fines específicos. ¿Cuál es la utilidad de las esfinges? ¿Qué guardan, qué escoltan, qué protegen desde sus estáticas posiciones? Ya que en el jardín no hay moradores permanentes, yo diría que las esfinges protegen el lugar mismo. El esteticismo de jardín reúne elementos preciosos al servicio del goce puro. La esfinge no tiene que ser manipulada, tan sólo trasladada. Su sitio es el mito y ya sea frente a un palacete, junto a un templo o a la puerta de un panteón, la intensidad de su belleza, el poder de su significación funcionan y “ambientan” el entorno.

Pero el interrogante se sigue planteando y es lo que a mí, especialmente, me fascina en cuanto a la ubicación de los mundos a través de la representación estética: ¿qué diferencia fundamental, qué huidizas correlaciones, qué complicidades existen entre la esfinge de Guiza y una esfinge simbolista, por ejemplo; qué matices de autoridad, de referencialidad, de sugestión, de finalidad? Una esfinge romántica es ya una esfinge simbolista, y por lo tanto, también una esfinge algo decadente. Pero no podemos decir que la esfinge de Guiza sea decadente, como no sea sino a través de la interpretación esteticista de los amantes del opio…. 

Críticos y filósofos han analizado suficientemente los grados de la experiencia estética. Creo que la experiencia de la belleza como acontecimiento interior y originario en el perceptor, es todavía posible, a pesar del ruido y la obstinación empobrecedora que nos rodean. Algo así sentí la tarde del sábado, cuando, explorando los confines penumbrosos del Jardín El Capricho bajo un tenue velo de lluvia, descubrí con mis amigos, el cerco magnético de las siete esfinges escoltando al Tiempo.    
 

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