De las fiestas de las Navidades pasadas, que se me antojan remotas, aún subsisten restos dispersos por ahí. En los ajados muros de alguna calle oriolana, por ejemplo, este cartel se resistía a ser aplastado por otros, a ser arrancado por los chiquillos o a desleírse bajo la lluvia y el viento. La linda chica que anunciaría, supongo, alguna fiesta discotequera de fin de año, me fascina. Literalmente es un símbolo más que una persona: su vida ha durado lo que las (viejísimas) fiestas navideñas. ¿Quién será? ¿Por dónde andará? ¿Será española? Me cuesta imaginar que sea una modelo, que tenga codificado un número de carnet de identidad, que tenga apellidos. Su vida está engastada en el marco ya fantasmático de las fiestas navideñas pasadas. Fuera de ahí, como símbolo o icono de algo, no tiene razón de ser. No funciona. Salvo el rostro que tendría significación por sí mismo, lo demás, la indumentaria y la motivación que la rodean, la atan, irremediablemente, a un contexto temporal que preñan de lirismo melancólico su imagen contemplada ahora. En la calle se produce lo fantástico, decían los surrealistas. De este cartel sólo derivo una lectura obsesiva: qué fugaces son las cosas, qué lejano el pasado inmediato, el antaño de antes de ayer.
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1 comentario:
Lo más curioso es cómo el resto de los cartelistas la van respetando cuando pegan sus pasquines.
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