Resultan
difíciles de describir esos estados de contemplación profunda que te asaltan,
de alucinación, a plena luz del día, ante la visión de un edificio, una
pintura o un paisaje. Quizá la forma óptima de comunicar estos estados sería a
través de un poema, es decir, hablar directamente desde la ensoñación antes que
analizar impresiones.
A finales
de octubre, un viernes, hacía una tarde tan exquisita que salí a andar.
Mis
merodeos entorno a ningún sitio, con todos los sentidos dulcemente alertas, me
llevaron a las proximidades del colegio Santo Domingo. Al pasar por el
aplastante muro de la enorme fachada, me di cuenta de una figura que nunca
había advertido o que no recordaba haber visto nunca. Esto, la novedad, se sumó
al grado de fascinación contemplativa de la figura, creando una sensación de
entretenido desconcierto.
Rematando
la tercera de las puertas del colegio, sobre la hornacina en la que se
encuentra la figura de Santo Domingo, se eleva la imagen de una figura envuelta
en velos. Se trata de una figura típicamente barroca: un torbellino de pliegues
y drapeados en cuyo extremo retoza un rostro de edad y sexo indefinido. Se trata
de una alegoría de la Sabiduría. En su mano derecha porta la indefectible
pluma, instrumento y signo de la escritura selecta.
La
ubicación en la altura soleada, el tamaño considerable de la estatua, el haberla “descubierto”
en la calidez de una hora otoñal, abandonado a las ensoñaciones de paseante
solitario, todo ello impregnó de una poesía concreta y ondulante ese jalón de
mi itinerario.
Eso
estaba ahí, esa belleza estaba siendo delante de mis ojos, lo mágico se estaba
produciendo a ojos vista, de pronto, así de real y gratuitamente. La imagen
alegórica de la Sabiduría, rodeada de toda una frondosa serie de motivos
barocos, estaba aconteciendo, y yo era el único y casual testigo de ese acontecer.
Lo
sorpresivo es que estemos rodeados de arte, de belleza, de signos. La belleza
es evidente, no habita en ningún inalcanzable confín, se desprende ante
nuestros ojos. Ésa es la moraleja del itinerario sin destino: descubrir que
estamos rodeados, flanqueados, cuasi escoltados por la excelencia. La función
empobrecedora de la monotonía hace que no seamos, a veces, conscientes del
legado que nos rodea; un legado que, por otro lado, ha sido expoliado, destruido
o tendenciosamente mal interpretado.
El arte sacro, aunque se haya producido bajo los auspicios de la Iglesia, no
pertenece a la Iglesia: es manufactura del hombre. El arte sacro, sin el
trabajo y la inspiración de los artistas, hombres seculares, no existiría. El arte
sacro, sin los motivos y estilos del arte clásico, sería inimaginable.
Lo
que sigue sorprendiéndome, y, fenomenológicamente resulte surrealista, es que
de la dura piedra, del lienzo plano de una pared inmensa, se desprenda – se siga
desprendiendo, se esté desprendiendo ahora mismo – un profuso y ordenado conjunto
de abalorios, cintas, espumas , esferas, flores y cenefas, formas celestes en harmónica irradiación. Qué ocurre
ahí, podríamos preguntarnos. Si convenimos que difícilmente se trate de una
paraidolia extraordinaria, tendremos que definir el fenómeno como un gesto complejo inducido en la piedra por la imaginación humana. Cuando el tiempo
erosione la forma, todo volverá a ser sólo piedra. Pero el tiempo, precisamente,
nos habrá dado el tiempo suficiente para que hayamos entendido- esperemos- cómo y cuántas veces el
hombre sorprende al hombre al permitir que el símbolo emerja del vacío.
El barroco en acción. los mil y un objetos al ataque. Dinamismo de lo inmóvil. Casi suena la piedra. |
Tocata y fuga de la piedra. |
Los bucráneos, antiguas expresiones de sacrificios, flanqueados por las ruedas eólicas de los rosetones |
El diablo como portero es la máxima humillación del mal: le obligamos a que nos abra las puertas de la salvación al mismísimo demonio, vencido y ridiculizado. |
Ninfas romanas, cornucopias, angelotes, trasuntos de quimeras. |
Más motivos profanos guardando el misterio de lo divino. |
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