Se
cumplen 40 años de la ignominiosa muerte de Passolini. Escucho por Radio
Tres al director de Nórdica hablar del libro conmemorativo que
ha publicado, un volumen con poesías del autor italiano. Por la noche,
compruebo que en el videoclub de ONO hay
disponible un film suyo: Las mil y una
noches. Veo la película. Las críticas que encuentro en la red, no son muy brillantes. Sobre todo se dedican a denunciar el carácter desfasado de las
escenas eróticas, como si eso fuera lo importante. En este punto, resulta
sorprendente comprobar cómo la pereza mental, los prejuicios estéticos e ideológicos nos pueden
impedir ver con objetividad y novedad la dimensión artística que se despliega ante los
ojos, recontextualizar un conjunto complejo de signos. La verdadera obra de arte supera siempre nuestros particulares modos de
juzgarla, disfrutarla o encasillarla. Recuerdo la fascinación que sentí, allá,
a fines de los años setenta, cuando
descubrí el cine de Bergman. Posteriormente me distancié de él, pensando que
era un pedantesco producto de la mentalidad protestante, para, a continuación,
hace unos pocos años, olvidar semejante juicio y volver a descubrirlo entusiásticamente como una obra
artística de extraordinaria altura. Era yo quien cambiaba, no la obra, naturalmente.
En
el cine de Pasolini vibra algo tremendamente patético y auténtico. Ese aire remoto
y tan tierno, a la vez, a la hora de retratar a personajes y mundos populares,
tanto antiguos como actuales, literarios y reales. Las mil y una noches me ha gustado
por eso, porque logra transmitir un espíritu premoderno, no sé si clásico, pero sí, por momentos, adánico,
originario. La juventud, el erotismo, la
sensualidad, la luz, el sol, lo fantástico atravesando súbitamente esa laxitud
vital de oriente.
Las
historias se entrelazan de un modo inextricable. Son como las ramas de un
árbol. Ramificaciones de ramificaciones. Podríamos decir que en Las mil y una se asiste a una
celebración vertiginosa del fatalismo oriental (un fatalismo lúdico, en este
caso): todos los sueños que tienen los múltiples protagonistas, se ejecutan
irremediablemente, cumpliéndose el destino de cada personaje y conformando una
compacta red tan interminable como enloquecida. Hablaríamos, claro está, de un
fatalismo meramente funcional con respecto al
conjunto narrativo: ser el eje articulador de las pululantes historias que se generan y del carácter final
de las mismas, de su apunte fabulístico.
Pasolini
logra reflejar ese carácter caprichoso e inescrutable de las historias que
surgen del ámbito mítico, traduce impecablemente en el orden cinematográfico lo
que se siente, o se experimenta al leer tales historias en la edición
escrita.
Destacaría
la genial y puntual utilización de la música. En alguna de las secuencias, como
introducción de un desenlace, suena un poderoso órgano de catedral gótica. El
efecto sobre una narración de ambiente oriental es fascinador. El carácter
fantástico de la obra literaria y de la película, amoldan sin contrastes fallidos,
detalles de esta naturaleza. Lo artístico aunque provenga de hemisferios
distantes, es siempre materia cómplice. Hay otros momentos, cuando suena el
fraseo de un arpa, en los que algo se estremece, con arrobo, en el corazón. El cine es esta
máquina de sensaciones fascinadoras.
Al
día siguiente de ver la película, encuentro en mi biblioteca el libro de Borges
Siete noches, que contiene una serie
de conferencias dadas en Buenos Aires. Una está dedicada a las Mil y una noches
(a la obra literaria). Al hablar del intrincado despliegue de las historias,
Borges cita lo que un personaje dice: La verdad no reside en un sueño sino en
muchos, es decir, la verdad no se encuentra, específicamente, en lo que un sueño muestra sino que reside en la suma del complejo de todos los sueños. Justas estas palabras son las que profiere uno de los personajes
protagonistas en la película de Pasolini. Se trata de la sintetizada exposición
de todo un principio filosófico y estético: la multiplicidad como receptora y
expesión de la realidad, la multiplicidad que abriga la unidad
de lo existente.
La
imagen de la película es como una gran plancha de mármol atravesada de
nervaduras: la de las historias sin fin.
La
película tiene hoy una peculiar resonancia. ¿Qué les parecería a los árabes
actuales esta lectura jovial y fantástica del oriente musulmán; retrata su mundo,
de alguna manera? ¿Es con ese oriente con el que hay que procurar renovar el
contacto; es, en definitiva, ese oriente el que debe florecer en un futuro
inmediato, el modelo de su progreso?
Algo
me ha llamado la atención en la película y que me ha hecho recordar la
situación entre Occidente y el mundo árabe. En una de las historias
aparece un extranjero, es decir, para más señas, un cristiano. El personaje
tiene el pelo rojizo y a pesar de ser un esclavo, se comporta de forma chulesca
y soberbia. Infringe las normas del palacio real y es crucificado como
castigo…. Para compensar, y como para demostrar la imparcialidad de la
justicia, otro personaje, este, musulmán, se comporta del mismo modo y acaba
también siendo crucificado. Supongo que esto debe estar en los textos
originales, es decir, que no es invención de Pasolini. Cómo interpretar este
detalle a la luz del estado actual de tensión entre ambos universos….
De
todos modos, y a propósito de esta obra, tanto la literaria como la fílmica, la
fórmula : más Las mil y una noches y
menos Islam, ¿podría ser la base que
facilitara el diálogo entre el mundo árabe del futuro y Occidente?
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