Erik
Satie compone alrededor de 1893 una pieza para piano consistente en una breve
frase musical de 18 notas que se repite más de 800 veces. Parece ser que la compuso
tras un rechazo amoroso, lo que la convertiría en una suerte de secreta auto- expurgación
sentimental.
La
pieza tiene una duración variable- desde unos minutos de curiosa exhibición,
hasta las varias horas de catarsis posible tanto para el ejecutante como para
los oyentes – según expectativas y contextos.
Existen
versiones grabadas y remezclas varias, disponibles en la red; más difícilmente
en otros circuitos.
Personalmente
he realizado una audición de dos horas, y las sensaciones durante y tras la
escucha, pueden ser contradictorias.
En un momento dado te das cuenta de que la música se repite descarada e interminablemente y piensas que estás siendo víctima de una broma, de un experimento. Luego tal repetición se camufla en la limitada variedad de sus notas, - limitada pero incontable - y pierdes de vista el inicio y el final de la frase que calmosa e inmisericordemente se repite y que pretendías rastrear con la intención de desenmascarar la farsa.
En un momento dado te das cuenta de que la música se repite descarada e interminablemente y piensas que estás siendo víctima de una broma, de un experimento. Luego tal repetición se camufla en la limitada variedad de sus notas, - limitada pero incontable - y pierdes de vista el inicio y el final de la frase que calmosa e inmisericordemente se repite y que pretendías rastrear con la intención de desenmascarar la farsa.
Pero
no, la supuesta farsa mezcla términos y tenues desarrollos en una
vibración dolorida que parece diluirse
para, imperceptiblemente, reaparecer una y otra vez, esfumándose de nuevo. Principio
y fin de la frase de que consta la pieza diluyen, mezclan, y confunden sus
inmateriales extensiones, convirtiendo la ínfima pieza en un prodigioso e
inaparente anillo de Moebius sonoro, que es imposible modificar o trasladar.
Vexations es como un punto fijo que reverberase continuamente sin
trascender realmente su ubicación en el espacio-tiempo. Esta es su función cuyo
título revela: hacerte recordar lánguida e infinitamente el pequeño lugar que
ocupa tu existencia y el carácter anodino de tu aventura infinitesimal en tal
lugar.
Tras
haber escuchado durante una hora la música, es precisamente la dimensión tiempo
la que se ve afectada, la que te avisa de que algo está ocurriendo aunque,
cuando te repongas brevemente y seas consciente del desarrollo puntual de la
música, parezca lo contrario. La sensación
es paradójica, pues el transcurso del tiempo deja en la percepción una huella
que deviene fantasmal: ha pasado una hora y la música está comenzando, al
tiempo que pronto va a concluir.
Hay
una significación masoquista más que sugerida en el epígrafe de la obra. Ya sabemos
que a Satie se le ocurrió la obra en el transcurso de un desengaño amoroso. En esta
sentido, creyendo haber definido la causa de la génesis de esta pieza insólita,
uno se imagina a Satie autoflagelándose interminablemente, castigando, por
extensión, a toda alma existente, con su llanto, con su prisión anímica, con su
máquina de producir suaves delirios que es VEXATIONS.
No
es nada, y su duración es incalculable. Esta continuamente empezando y ya ha
acabado. La incidencia que narra es relativamente ilusoria. En tanto el tiempo
de audición sea mayor y uno se convenza de la imposibilidad de saber qué nos
dice la melodía, el oyente se dará cuenta del grado de encantamiento a que está
sometido. Porque escuchar Vexations es algo parecido a pasar una prueba:
comprobar la fantasmidad de la temporalidad con la condición de no poder
reamente abolirla, de naufragar en el umbral mismo donde se diluyen las hebras
de tiempo.
Toda
obra artística que rebase sus marcos formales, que cuestione, incluso, la
naturaleza y límite de su propio género, se convierte en un hito negativo
espectacular, en un fenómeno, en algo de carácter extraordinario. Por ello
Vexations me hace recordar, por ejemplo, la obra de Mallarmé, aquellos versos dispersos
por el espacio vacío de la hoja de Un golpe de dados; o bien, algunas obras de
Goya – esa cabeza de perro absurdo asomándose por el rincón de un piélago de
nada amarilla; o también aquellas apocalípticas obras sinfónicas que el ruso
Scriabin compuso poco antes del estallido de la revolución rusa, y cuya interpretación
imaginaba en la India, durando semanas de concierto y de danzas.
Este
tipo de obras quizás no sean, humanísticamente entendidas, “grandes” obras, pero
resultan extraordinarias al ensayar una trascendencia del concepto convencional
de obra, abriendo una sutura entre obra y recepción, sutura que supondría la
totalización artística, la no distinción entre arte y realidad.
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