Hoy,
quizás más que nunca, la tarea de saber traducir
al otro, es no sólo una obligación antropológica y requisito para el justo
trato social, sino la cláusula básica para el entendimiento global en el marco
de un universo de mixturas culturales y de convivencias raciales. Es más, debiera
ser una tendencia de civilización, precisamente para que las "otras civilizaciones"
puedan ubicarse en un marco general de representaciones que nos las hagan tratables
e inteligibles.
La
operación de entendimiento cultural la llevó a cabo discretamente Barthes en
este libro de un modo directo y ejemplar. Sin efusiones y con gozosa precisión.
Hace
ya tiempo que me resistía a leer este libro. Recuerdo haberlo visto hace siglos
en alguna librería, en una edición de siglo
XXI inencontrable hoy. Creía que sería algo así como la excursión
sofisticada de un lógico por un espacio exótico, y que el texto no podría
evitar los exámenes antropológicos o étnicos consecuentes. Pero precisamente
son estos los motivos que Barthes elude, diluyendo de esta manera la
posibilidad de fomentar o crear, indirectamente, prejuicios o estancarse en los estereotipos.
Barthes
se limita sencillamente a considerar Japón como un espacio concreto de
relaciones muy precisas y sorprendentes, como un sistema de signos perfectamente
delineado. El autor francés se comporta, sí, lógicamente, pero su interés no radica en
clasificar exotismos, sino en examinar las singularidades de ese sistema con
respecto a la mecánica de los nuestros.
El
discurso occidental se caracteriza por una pretensión analítica totalizante. Esto
es lo que Barthes evita en su cuidadosa investigación. Precisamente la peculiaridad
conformativa de la cultura japonesa – desde los insólitos lugares del sujeto y
del verbo en la distribución gramatical, hasta la función del párpado rasgado –
convencen a Barthes de emprender el aproximamiento a un modelo cultural
distinto sin la mera intención de solaparlo con otro. Sin prolijidad y con
transparencia, Barthes nos describe cómo funciona ese delicado y curioso
mecanismo que se llama Japón.
Lo
que le impacta es la multipresencia del signo, es decir, su belleza formal. Al
ser ininteligibles, los ideogramas japoneses se convierten en formas misteriosas,
llenas de belleza y encanto. Casi no podría ser de otro modo: al no entender íntegramente
el alfabeto de una lengua, las grafías que lo constituyen se convierten para mí
en trazos puros, en pinceladas sugerentes que, gozosamente, eludo traducir. Lo único
que veo son dibujos que danzan, formas dinámicas de una música extraña.
Lo
que sorprende a Barthes es constatar cómo un grupo de individuos pueden
edificar una cultura y una sociedad sobre la simple firmeza de unos códigos cuyo funcionamiento no activan
esencialidades metafísicas sino distribuciones de un orden formal.
Supongo
que aquí el debate está en que lo que para nosotros es forma para el oriental
es su razón; y a la inversa, lo que para nosotros razón, para ellos impacto
formal (recordemos la bizarra visceralidad que supone para los japoneses el
flamenco o el visionamiento de una corrida o una procesión de Semana Santa).
Leyendo
las observaciones de Barthes, uno recuerda las experiencias de los escritores
en sus viajes por oriente. De lo que primero se libera uno cuando viaja es de
la pesantez de los códigos propios. Un país, una cultura nueva significa fluir
por un espacio repleto de signos y formas que disfrutamos. No nos presiona
ningún código: nos relaja el despliegue de coordenadas nuevas.
Un
Octavio Paz se deja arrastrar por la profusión caótica de la India porque se
convierte en el espacio ideal para realizar poéticamente aquella consigna de
Rimbaud “el desarreglo de todos los sentidos”. El caos indio es propicio para
la espectacularidad surrealista, y en ese estado de gracia lúcida, el autor mexicano escribe El mono gramático. Barthes, más
tranquilo, más apolíneo, en principio, que dionisíaco, se siente a gusto con el
delicado y preciso marco que la sociedad y la cultura japonesa suponen. En vez
de la profusión barroca, lo japonés suscita la pureza de la línea, un mundo
escueto y pulcro, exento de borrones y enloquecimientos. Es en esta tranquila
delineación espacial donde Barthes ve una ejemplar operación de limpieza de
sentido, de lúcido relax mental. A Barthes le basta, hablando según la retórica
semiótica, con la autonomía del significante: es el significado con sus jerarquías
de sentido lo que le pesa. En Japón
descubre un hábitat en el que ubicar su sueño de un lugar en el que impere la
forma pura, sin asedios metafísicos.
Para
Barthes este sería el modelo cultural, el edén en que vivir: un mundo rodeado
de belleza que no me obligara a descifrarla.
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