Finalmente,
qué simbolismo se desprende de recorrer las ruinas de una civilización: ¿el
tiempo nos ofrece gratuitamente sus parques temáticos para que nos fascinemos
con lo que no existe y nos sumamos en ese goce morboso, o para que extraigamos
alguna reflexión ejemplar sobre el destino que a todo ente, a toda forma le
espera? A pesar de la constatación de la fatalidad, del imperio supremo del
tiempo sobre todo - “nadie puede contra el tiempo”, decía estremecida Leonora
Carrington en una entrevista – la fascinación y el disfrute se imponen a cualquier
ahogo dramático. Todo lo que una civilización ha creado, toda la riqueza que ha
supuesto su extensión en las geografías, trasciende casi el hecho de su muerte.
La ruina es signo de la grandeza que fue y motivo, por sí mismo, de la evocación
de todo tiempo y de un pensamiento general sobre lo estético.
Las
ruinas son como las teselas del devastado
mosaico original que han resistido el paso del tiempo. Pero esas teselas son
tan impresionantes, tan henchidas de significación e historia que bastan por sí
solas para estimular la imaginación del viajero/lector que pretenda recuperar o
reescribir el mosaico primero, el texto originario. Basta con la presencia de las
ruinas para que esa imaginación fascinada- doble escrutamiento – restaure el
resto de las piezas.
En
este caso tenemos dos viajeros muy dotados en ese verbo escrutador: Emilio Castelar y Henry James. Del escritor norteamericano esperamos un balance
generoso en detalles y percepciones; el político español nos deparará la imagen
global y pletórica de un viaje iluminador.
Fascinante
resulta imaginar esa masa de notas, de información sobre un mismo lugar pero
urdida por dos mentes distintas, fluyendo por el espacio textual,
convirtiéndose ella misma en hito
temporal de un sentir, de un interpretar.
Todo
texto que relata un viaje se traduce en racimos
de imágenes y adjetivos. Trazos anecdóticos, exposición de impresiones y
excursiones más o menos súbitas a la memoria profunda, coronarían el grueso técnico
de esa narración de fenómenos que definiríamos con el nombre de viaje. Lo que
resulta aquí tan interesante es que a través del acendrado testimonio de dos
autores se nos facilita una doble imagen de la Roma antigua, dos semblantes que
retratan, claro está, la idiosincrasia
de sus redactores y que, si no paralelos, sí devienen fuentes
complementarias de un mismo universo semántico.
Recorrer
ruinas es recorrer un laberinto de confines. La
gracia reside en el distinto percance valorativo que protagoniza el ánimo y el
interés de cada uno de nuestros “informantes” alrededor de esas ruinas.
El
texto de Castelar ha sido un pequeño descubrimiento y como creación literaria, una sorpresiva delicia para la lectura. Castelar
aplica sus famosas dotes retóricas como orador en un equilibrado ejercicio escrito
de reflexión y brillante explotación metafórica. La esplendidez de los restos
romanos son un recordatorio histórico extraordinario y su conjunto, una
incógnita estética. Podríamos decir que, someramente, Roma y sus inmediaciones suponen
una fuente de enjundiosas imágenes. Lo que hace Castelar es, a través de un
dinámico estilo irrigado de recursos y potenciado por un sopesamiento crítico, realizar una contextualización de
todo ese espectacular conjunto. Despliega emotivas descripciones echando mano
de esa destreza poética, trazando redondos marcos de exquisita y precisa sugerencia.
Pero no se trata de mero descriptivismo lo que Castelar persigue: tales
imágenes – desde las ruinas romanas más colosales, pasando por los tesoros
plásticos y arquitectónicos del Vaticano, Florencia, Pisa y Venecia – están
insertas en un espacio concreto cuya rica
trama nuestro político escritor refleja ante el nuevo panorama político y humano que
supone la modernidad y que protagonizan los movimientos sociales.
Castelar
dosifica con eficacia su don de palabra para comunicarnos el cariz de la imagen
que pretende referirnos e introducirnos en su ámbito: Roma es la ciudad de las tristezas eternas. Sus cipreses murmuran una
elegía.
Creo
que si identificáramos el texto de Castelar con el orbe estético del movimiento
simbolista o modernista, no resultaría nada extraño. Independientemente del
precipitado metafórico que tan brillantemente distribuye, las evocaciones
finales de Castelar se tiñen de cierto misticismo estético, no por asunciones
retóricas, sino porque el gran arte, en un ámbito de revoluciones y cambios, era la religión profana del momento. Sembrada
de largos párrafos sin desperdicio, verdaderos poemas en prosa, creo si Recuerdos de Italia hubiera sido escrita
en inglés o francés sería considerada una pequeña obra maestra.
El
texto de Henry James al estar más libre de tensión lírica, conecta con más
facilidad con el lector actual. El
interés del escritor norteamericano se suma a su extrañeza ante lo que
visiona, - un protestante visitando el
paraíso católico de las formas - de tal modo que ambos lineamientos convergen
en un solo vector que nos comunica con idéntica pasión tanto la belleza que
reconoce como la singularidad del paisaje extranjero por el que evoluciona. Su
informe, pues, lo es de extrañezas y
admiración estéticas.
James aplica
su lupa escrupulosa a todo conjunto y rincón, confesándonos su gusto alucinado
por texturas de paredes, patios, umbrales, interiores oscuros, corrales o
destartalados lugares abandonados. Y aunque
resulta más distante que Castelar, no se olvida de disfrutar: todo ese acopio
de minucias junto a su referencias de los grandes objetivos turísticos,
definen su indistinción contemplativa ante los itinerarios comunes y los
decididamente marginales o azarosos. Escoge
la figura del paseante solitario, y emprende excursiones no programadas por
callejuelas y plazas, iglesias y caminos, dejándose perder , de vez en cuando
por el centro urbano y sus afueras.
La
diferencia con Castelar estriba ahí: mientras el político español se dirige
frontalmente a ciudades y monumentos, al legado histórico interrogándose por su
razón de ser actual, Henry James es un flaneûr dotado de un poderoso y
acendrado registro que, algo más despreocupadamente, se abandona con fruición por el laberinto urbano de la gran ciudad y por
las brumosas lindes de la periferia a la búsqueda del detalle raro y ensoñador.
La
oblicuidad con respecto a las evocaciones de Castelar se demuestra cuando James
nos revela su interés por el proceso de la emergencia de la ruina al
confesarnos que el más óptimo modo de saborear la esencia romana es retozar en
torno a los cercos de los yacimientos arqueológicos. Efectivamente, lo
yacimientos van sacando a la luz el entramado espectral de la Roma que dejó de existir,
son el enigma del pasado para los receptores del presente que deberán dirimir
qué estatus filosófico, histórico o estético encarnarán las futuras ruinas,
pero sabemos que las ruinas son concepto moderno, motivo de embriaguez
romántica, y que Roma es más que sus ruinas, cuita que embargaba a Castelar en
su periplo italiano, quien, visionariamente, reclama una persistencia de la
cultura más allá de su diseminación física: disco
inmortal del espíritu humano, que brilla eternamente entre las ruinas y los
dioses, entre los pueblos que mueren y los pueblos que empiezan, entre las
creencias y los dogmas, como el sol perenne entre los coros de los mundos.
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