Como dice la Biblia, hay
tiempo para vivir y para morir. Tan obsequioso regalo del tiempo se corrobora
cuando tales oportunidades se nos dan por azar, casi inadvertidamente. La
noche de los museos celebrada hace unos meses en Orihuela supuso una de
esas ocasiones. Pudimos, entonces, darnos suculenta cuenta de los lugares
repletos de historia y belleza que guarda la ciudad en la que nos hartamos de
ver siempre las mismas calles y de respirar la misma grisura del ubicuo
cemento. Una buena noche se nos revelaba que ese espacio llamado Orihuela que
atravesamos cotidianamente escondía otros de carácter bien distinto y selecto
en donde la experiencia a la que se nos llamaba trascendía los repetidos
edificios y quioscos de todos los días. Hay, pues, una ocasión para que el
opresivo entorno se metamorfoseé en algo bien distinto.
La fiesta de Moros y Cristianos es otra ocasión para no sólo subvertir la pesantez del orden cotidiano –
toda fiesta es, básicamente, esto - , sino para reflexionar sobre las
coyunturas generales del tiempo y de la historia. Esos moros que festejamos, y
a los que tanto se les combate como se les homenajea, esos moros cuya historia,
relacionada fatalmente o no, con la nuestra estudiábamos en la E.G.B, están - otra vez -de nuevo aquí, están de verdad
aquí. ¿Qué significa esta suerte de ciclo ejecutado, ese eterno retorno? La fiesta celebra la belleza tanto de un
bando como de otro, aquí su
imparcialidad es ejemplar. Comprende la peculiaridad de ambos bandos en una
sola convergencia. Aprendamos de esta fiesta a la hora de reflexionar sobre
nuestro inmediato y estridente presente. Si supiéramos extraer de la fiesta lo
que ella, en profundidad, supone y aplicar tales contenidos a través de normas
educativas qué bien irían las cosas.
A propósito de moros y
cristianos y de ocasiones. El otro día tuve por fin la ocasión de ver un
fantasma. En Alicante, pasaba un autobús delante de mí hacia al
aeropuerto y en su interior, de pronto, una figura se incorporó de las sombras
para desaparecer entre las mismas. Fue un instante pero pude verlo bien. Se trataba
de una mujer con un burka. Me encontraba con mi hermano, a quien le dije
lo que acaba de ver y con quien inicié un dialogo al respecto, hablando con voz
fuerte intencionadamente a ver si me oían y creaba un debate entre la gente que
se encontraba a nuestro lado, en la acera. ¿Hasta dónde se puede permitir la libre fluencia de una singularidad tan
extrema que casi podemos juzgarla como una provocación para el mundo democrático? Discusión relativista y antropológica aparte, está claro que una cosa es ser permisivos y otra, ser pasivos.
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