Un
día antes de la inauguración de los Juegos Olímpicos de Río, periodistas duchos
en el verbo apocalíptico, auguraban la catástrofe: instalaciones a medio
terminar, inseguridad ciudadana, desastre económico para el país anfitrión del
evento, la amenaza del virus del zika. O sea, los periodistas, incapaces de
domesticar vicios profesionales, obedecían todos a una, profetizando el fracaso
de unos juegos porque se iban a celebrar en un país del tercer mundo. Pero se
equivocaron de cabo a rabo. La realidad se desentendió de la tristeza del
estereotipo perseguido por los periodistas. Sus pronósticos han ido a parar al
cesto de la basura y del olvido, porque no sólo estos juegos han sido unos de
los más brillantes y sentidos sino que, en cuanto a record batidos, se han llevado la
palma.
Casi
diría que lo más emotivo de los juegos son sus ceremonias de inauguración y
clausura. El resto, si no hay medallas propias, es un marasmo de competiciones
y visionamiento de atuendos deportivos de vivos colores. Pero el simbolismo
de los juegos no es trivial y las competiciones de las distintas modalidades
exhiben un concepto de harmonía específico. El concierto planetario de países,
deportistas y banderas formaban un interminable fluido en la ceremonia de
apertura de los juegos. Viendo el desarrollo del espectáculo, me fijé en el
equilibrio necesario entre el sujeto y el resto de la masa, percibía que las
espectaculares conformaciones lo eran de la suma ordenada de sujetos y me
acordaba de aquellas reflexiones de Leibniz sobre la constitución de las
mónadas, cuando define el conjunto compuesto como la unión de substancias
simples. Porque hay substancia simple, puede haber conjunto compuesto. Lo
compuesto es posible por la presencia de lo simple. Aquí lo simple era el bailarín,
el danzante solitario que al verse multiplicado por otros ejecutando los mismos
movimientos, posibilitaba la coreografía cósmica. El bailarín es la mónada que
en su interior refleja la danza total que él mismo propicia con sus movimientos
en el escenario físico del exterior, en el universo de las mónadas. Qué otra función puede tener en una tesitura como esta el modesto yo de cada cual como no sea la conciencia para la ejecución del movimiento concreto. Pero cada conciencia individual conforma con las otras la urdimbre de ondas, reflejos y vuelos iridiscentes, el despliegue cósmico que vimos antes y tras los juegos. En el mundo de la globalidad, eventos y momentos como estos sí son emocionantes.
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